Ocho

—Me acercaré yo —dijo Dawn—. Hace varias semanas que no cruzo el puente. ¿Siguen estando ahí todas esas fotos mías? Cundo me hizo jurar que no las tocaría. Ya sabes que estuve casi un mes viviendo allí, pero tuve que mudarme. Me veía por todas partes, rubia y con esos ojos exóticos; por eso me vine a la casa rosa. En realidad es terracota, pero Cundo dice que es rosa, y él es demasiado macho para vivir en una casa rosa. Podemos vernos ahora si quieres. ¿O es demasiado temprano? Me encanta beber Jack Daniel’s por la mañana.

—¿Estás segura de que eso es lo que tengo? —preguntó Foley.

—Y cerveza mexicana, pero a mí me gusta más la malta.

—Debes de ser adivina —dijo Foley—, o has estado hurgando en mi basura.

—O te vi comprando en Ralphs y pensé: Ése debe de ser Jack Foley, tratando de no parecer sospechoso, de que nadie lo vea como a un presidiario que acaba de volver al mundo. Lo supe por tu lenguaje corporal, Jack. Lo que sé de ti lo averigüé la primera noche que pasaste aquí, matándote a ron puertorriqueño hasta que te quedaste dormido. Y me dije: Ya está. Ha celebrado su liberación, pasará un día con resaca y después llamará. Sé que te morías de ganas de conocerme, pero necesitabas instalarte primero. Todavía no te sientes cómodo en público, en las tiendas. Veamos si consigo que vuelvas a ser el mismo de siempre.

—Sigo siendo el mismo de siempre —dijo Foley.

—Eso es lo que tú crees. Me pasaré por ahí hacia las doce y media.

—¿Necesitas una hora para peinarte?

—Quiero darme un baño y ponerme guapa para ti. Es un gran día para nosotros, Jack.

La vio cruzar el puente peatonal sobre el canal. Era la Dawn morena, con un vestido blanco de tirantes y sandalias de tacón rosa, la que iba a visitarlo. Le gustó cómo le caía el pelo hasta los ojos y los hombros desnudos. Era una chica esbelta, que podía ser modelo pero prefería adivinar el futuro.

Dawn le estrechó la mano y la retuvo unos instantes, mientras los dos sonreían, encantados de conocerse. El cielo estaba gris, pero eso daba igual. Las cosas mejoraban para Foley, recién salido de chirona. No podía dejar de sonreír a aquella chica que parecía tan segura de sí, que vivía sola y que posaba desnuda.

—¿Por qué no entramos? —dijo.

Pasaron por la cocina.

—Quiero ver lo que tienes en la nevera —dijo Dawn.

Foley sacó el hielo y preparó las bebidas, Jack Daniel’s con un chorrito de agua, mientras Dawn curioseaba en el frigorífico, usaba una cuchara para probar las habas frías con mantequilla y cebolla, parecía complacida, encontraba una cuña de Brie y untaba un poco de queso en un tallo de apio.

—Sé dónde vamos a charlar. Trae la botella y un cuenco con hielo —dijo. Ella dirigía el espectáculo, y Foley la siguió.

Subieron al tercer piso, se sentaron junto a la mesa baja, en los sillones de cuero rojo, en la alcoba del dormitorio principal, frente al desnudo.

—Me hicieron otro retrato vestida, leyendo un libro. Lo tiene Jimmy en su despacho.

—A mí me gusta éste de tu culo —dijo Foley—. Se lo mencioné a Cundo por casualidad, y me dijo: «¿Qué cuadro?».

—¿Le dijiste que salía desnuda?

—Sólo le dije que me gustaba.

—No se lo he contado. No sería una santa para él si te dejara que me vieses desnuda, aunque sea en un cuadro.

—Quería saber quién lo había pintado.

—El Pequeño Jimmy —dijo Dawn—. Me vigila por orden de Cundo. Él lo llama el Monje, porque desde hace veintisiete años piensa que Jimmy es gay. Pero el propio Jimmy nunca ha estado tan seguro. No sabe si le gusta más un coño o ser un coño. Últimamente parece que se inclina por lo primero.

Aquella chica que acababa de darse un baño y quería estar guapa para él hablaba de coños con tanta naturalidad que Foley volvió a verse en el patio de la cárcel.

—Cundo nunca llamaba al Monje el Pequeño Jimmy.

—Así es como lo llamo yo. A él le gusta.

—Le dije a Cundo que quizá el cuadro lo habías pintado tú.

—No es mala idea —pareció complacida.

—No se lo tragó. Dijo: «Ella no pinta un carajo. Sólo lee el futuro». —Foley quería recordarle a Dawn cómo era su Cundo Rey.

—Eso tampoco está mal. Dame la mano —dijo Dawn—. Apoya el brazo en la mesa. —Le acarició la palma de la mano y las puntas de los dedos y dijo—: No dejas que se te note, pero te estás volviendo loco porque no tienes dinero. ¿Sabes lo que tendrías que haber hecho? Quiero decir, en vez de robar bancos.

Lo soltó así, a la primera de cambio, como para darle a entender que lo sabía todo sobre él.

—De pequeño querías ser marino.

—Pensé en enrolarme.

—Ahora no te importaría tener un barco de pesca. ¿Quizá en Biloxi?

—En Costa Rica —aclaró Foley—. ¿Desde cuándo sabes leer las manos?

—Eres Sagitario —dijo Dawn— y naciste con una Gran Trinidad en el centro de tu carta astral. Sabes que tienes un don. Puedes llamarme Reverenda Dawn, si te apetece. Pertenezco a la orden de la Asamblea Espiritualista de Waco, en Texas, aunque empecé haciendo la manicura. —Bebió un poco de whisky, sin dejar de mirarlo—. Fui a una escuela de estética, anduve por ahí haciendo locuras, tomé drogas, casi me quedo sin uñas de tanto mordérmelas cuando estaba hecha una mierda. Eso es por mi ascendente Sagitario en Marte. Puse orden en mi vida y ahora soy titulada en parapsicología, vidente, astróloga… ¿qué más?… médium. Interpreto los sueños y hago regresiones a vidas anteriores. Puedo enumerar acontecimientos de tu vida personal y decirte qué significan… que te liaste con una mujer, con una agente federal que te estaba siguiendo el rastro —Dawn seguía mirándole a los ojos—, te la llevaste a la cama… Un momento, ¿y al día siguiente te pegó un tiro?

—¿Te lo ha contado Cundo, eh?

Dawn sonrió.

—Sí, me lo contó. ¿Cómo se llama? ¿Karen Sisco? Suena divertido.

Por espacio de un segundo, su muñequita quedó desplazada de su pensamiento por Dawn Navarro, que jugaba con él, que le hacía saber que en ese momento ella era más divertida que Karen.

—¿Has practicado la hipnosis alguna vez?

—De vez en cuando. ¿Te gustaría que te hipnotizara?

—No funciona conmigo.

—¿Me dejas que lo intente?

—Sé que no funcionará.

—Cierra los ojos, Jack. Sin hacer fuerza. Suelta el aire despacio. Eso es… Voy a contar hacia atrás desde tres, ¿de acuerdo? Nos tomaremos el tiempo necesario. Tres, Jack. Tus músculos se están relajando, todo tu cuerpo se afloja. Dos. Te sientes seguro conmigo, sabes que puedes decir lo que quieras. —Dawn hizo una pausa—. Y uno. ¿Estamos listos, Jack? —Se acercó para pellizcar la mano de él, que seguía encima de la mesa.

—¿Jack?

—¿Qué?

—¿Te he hecho daño en la mano?

—No.

—¿Quieres hablar conmigo? ¿Sí o no?

—Sí.

—¿Me dejas que te lleve un momento a la prisión, donde conociste a Cundo Rey? ¿Sí o no?

—Sí.

—¿Cundo Rey es amigo tuyo? ¿Sí o no?

—Sí.

—¿Confías en él?

Dawn esperó.

—No.

Dawn hizo una pausa.

—¿Dirías que vale un montón de dinero, Jack? ¿Sí o no?

—Sí.

—Tiene propiedades —dijo Dawn— y una sociedad de inversión a medias con el Pequeño Jimmy. ¿Sabías eso?

—No.

—¿Sabías que el Pequeño Jimmy gestiona para él un negocio de apuestas?

—No.

—¿Sabes si Cundo tiene cuentas bancarias? —Foley vaciló de nuevo, y Dawn dijo—: Nos saltaremos esa pregunta. ¿Crees que tiene dinero negro? ¿Dinero que nunca ha declarado como ingresos?

Foley volvió la cabeza para apoyarla en el respaldo de cuero rojo y suave, abrió los ojos y le dijo a Dawn:

—Creo que tiene montones de dinero que nunca ha tenido la más mínima intención de declarar. ¿Tú qué crees?

Dawn sonrió y sacudió la cabeza, mientras él sonreía a su vez.

—¿Nos vamos entendiendo? —dijo Foley.

—Eres un cabrón muy listo —le dijo Dawn a su vecino, el ladrón de bancos con su camiseta blanca y limpia y el pelo peinado a raya—. Tengo que andarme con mucho ojo contigo, ¿verdad?

—Reverenda Dawn —dijo Foley—, ¿me estás pidiendo que conspire en contra de mi amigo?

—Te vi llegar y me dije: Este delincuente es demasiado bueno para ser verdad. Pero resulta que eres la bomba. Le debes treinta mil pavos a Cundo y estás esperando a que te los pida, a que te diga que ha llegado el momento de devolvérselos. Si a eso le sumamos la vigilancia, podría llegar al doble. No te fías de él, no lo respetas, pero está forrado, tiene una fortuna, y tal como ves las cosas, sabes que es mejor ir a por Cundo antes de que él vaya a por ti.

¡Joder, le estaba leyendo el pensamiento!

—Pero todo está a nombre del Pequeño Jimmy —dijo Foley.

—Ésa es la siguiente pregunta. ¿Qué le impide al Pequeño Jimmy venderlo todo y fugarse una noche?

—Dímelo tú. Tú eres la vidente.

—Me gustaría saber qué piensas de eso.

—¿Que Cundo le salvó de que le metiesen una mazorca por el culo ocho o nueve veces al día?

—Pero eso fue hace veintisiete años, en Cuba. ¿Por qué crees que el Pequeño Jimmy sigue siendo leal después de tantos años?

—No sé si lo es o no lo es —dijo Foley—. Lo que sí sé es que ese tío es la clave de todo el dinero.

—A veces viene a verme —dijo Dawn— y habla como si hubiera salido de La Cage aux Folles. Le encanta hacer escenas. Pero cuando hablamos de Cundo, el Pequeño Jimmy siempre bloquea una parte de su mente. Mide mucho sus palabras.

—Supongo que le gustas.

—Me adora.

—Pero no se fía de ti.

—Me dice lo que haríamos en la cama.

—¿Eso te dice?

—Con todo lujo detalles. Intenta excitarme.

Dawn se encogió de hombros y bebió un poco de whisky.

—No dice nada escandaloso. Eso sí, del dinero de Cundo no suelta prenda. Una vez lo hipnoticé y le pregunté si estaba sisando pasta del negocio de inversión y de las apuestas. Dijo que Cundo no entiende de negocios lo suficiente para pagarle lo que vale, por eso tiene que llevarse un poco, para compensar. Me dijo que desvió ciento cincuenta mil pavos para comprarse un Bentley de segunda mano. Le contesté: «¿Por qué no un Rolls, ya puestos?». Y me dijo que no le gustaba llamar la atención. Pero no es verdad, es un poco exhibicionista, con esas alzas que lleva en los zapatos puede que mida un par de centímetros más que Cundo. Le pregunté si alguna vez se le había ocurrido vender las casas y largarse con siete millones. Dijo que no, nunca. Y entonces le hice la gran pregunta. ¿Por qué estaba dedicando su vida a servir a Cundo Rey? Le dije: «¿Es que estás enamorado de él?». Y me contestó: «Desde luego. Siempre lo he estado». Pero cuando le pregunto por el dinero de Cundo no dice ni mu. Le dije: «Te lo pregunto porque soy su mujer». Pero él sabe que en realidad no estamos casados.

—¿Ah, no? —preguntó Foley, mientras su sorpresa inicial daba paso a una agradable sensación—. A mí me contó que habíais intercambiado votos.

—En la habitación del hotel. Con ron y coca cola. Según él, las promesas que nos hagamos son lo que cuenta, no que un tío con un traje barato nos pregunte si queremos unirnos para siempre.

—¿Y cómo has pasado estos ocho años de espera hasta que él salga de la cárcel?

—De la misma manera que tú has dejado que pague tus gastos. Esa abogada tan atractiva no te ha costado un céntimo. Y entre tanto tú averiguas todo lo que puedes sobre él. Me va muy bien, Jack. Tengo clientes. Leo el futuro. Cundo me propuso: «¿Qué te parece cuidar de mis propiedades por… digamos setecientos a la semana?». Y le contesté: «¿Qué tal mil?». Le pareció bien. Y le dije: «¿Por cada casa?». Y dijo: «Claro. Eso quería decir».

—Cien mil al año no está nada mal —dijo Foley—. ¿Puedes tirar con eso?

—Eres un listillo, ¿verdad? Es parte de tu encanto irresistible. Sí, puedo tirar con dos mil a la semana y apuesto en el hipódromo con el Pequeño Jimmy. Él se asegura de que gane más de lo que pierdo.

—¿Una adivina no sabe elegir a los caballos ganadores?

—¿Verdad que es curioso? —dijo ella.

—Hemos hablado del dinero de Cundo, pero no me has preguntado cómo le van las cosas en el talego. ¿No te preocupas por él?

—Jack —dijo Dawn, con una voz que sonó perezosa—. ¿Cuánto tiempo tenemos? ¿Un par de semanas?

—Saldrá a finales de la semana que viene.

—Me preguntas si me preocupo por él. ¿No están para eso sus guardaespaldas? ¿Esos latinos bajitos, con esos bigotes tan monos?

—En la cárcel me tenía a mí, y a otros a los que pagaba. Nunca vi que nadie se metiera con él. Decía que al que se atreviese lo quemaría vivo.

—¿Y los reclusos lo creían?

—Mató a un ruso en Cuba. Al mozo de la limpieza del hospital. Y a otro, a uno que lo estaba buscando, un tal tío Miney. —Foley hizo una pausa—. Y hubo otro más. Sí, el patrón del barco. Cundo lo tiró por la borda. Esas cosas las sabe todo el mundo en chirona.

—¿Ha matado a cuatro tíos? —preguntó Dawn, más pensativa que sorprendida.

—Reverenda Dawn —dijo Foley—. Tú eres más lista que el cubano, y creo que puedes leerle el pensamiento. Pero…

—¿No lo conozco tan bien como tú?

—No piensas como él. Él también tiene un don. Le saca mucho partido a sus delitos. Sabe mantenerse a flote cuando las cosas se tuercen. Sabe hacer amigos y tiene influencia entre los presos.

—Sé que todo lo que quiere lo consigue pagando —dijo Dawn.

—Pagando ha conseguido que el Pequeño Jimmy le estafe. Cundo Rey siempre tiene los ojos abiertos. No se le escapa una. El Pequeño Jimmy te dijo que Cundo no se dará cuenta de que le ha sisado ciento cincuenta mil pavos para comprarse un coche. ¿Quieres apostar?

—Sí, pero Cundo necesita al Pequeño Jimmy.

—Y el Pequeño Jimmy sabe cómo piensa Cundo, por eso yo no voy a preocuparme por él. Quién me preocupa eres tú, Reverenda Dawn.

—Jack, eso no tiene gracia.

—Ya has buscado dinero escondido en las dos casas y no has encontrado nada.

—Oye, la vidente soy yo, ¿vale? ¿Por qué has sido su amigo estos dos años y medio?

—Cuenta historias muy buenas.

—Sobre sí mismo.

—Siempre. Pero siguen siendo igual de buenas.

—Pero no te fías de él —dijo Dawn. Sorbió un poco de whisky y añadió—: Será mejor que nos olvidemos por el momento del Pequeño Cundo y del Pequeño Jimmy, si te parece bien, y pensemos en complacernos un poco esta maravillosa tarde nublada. Para ver cuánto nos gustamos el uno al otro.

—Sondear las profundidades de nuestra compatibilidad —dijo Foley, sonriendo, volviendo a divertirse.

—Debe de haber pasado una eternidad desde que te desnudaste delante de una mujer y la viste desnudarse…

Los ojos de Dawn se volvieron dulces, soñadores, y de pronto, mientras lo miraba, parecieron desenfocarse, y Foley hubiese jurado que en ese momento le estaba leyendo el pensamiento. Luego parpadeó y se mostró, no del todo confundida, pero sí menos segura.

—¿Sólo han pasado cinco días?

—Casi lo aciertas —dijo Foley—. En realidad han sido cuatro.

Pensó que su respuesta le daría a Dawn qué pensar. ¿Con quién había estado, con una puta? Pero enseguida comprendió que no. Con ese talento suyo sabría que había estado con su ex mujer la mañana en que se fue de Florida, y seguirían con el programa según lo previsto. Así lo hicieron.

—Voy a quitarme el vestido —dijo ella.

—¿Y las braguitas? —preguntó Foley.

—No llevo.

Así las cosas, Foley sólo tenía que prestar atención, mostrarse tierno, nada de precipitarse y dejarse llevar. Le dio por sonreír mientras se miraban de arriba abajo, y la sonrisa tuvo buenos resultados, mientras se acercaban a la cama. Foley no quería estar tan a punto como estaba y se puso a pensar en la multitud que abarrotaba la playa de Venice, en las patinadoras de largas piernas, lo cual no le ayudó precisamente, aunque poco importaba, porque era Dawn la que estaba desbocada, la que no podía esperar, la que se moría por llegar a toda velocidad, de manera que Foley revisó su aproximación y pospuso la ternura para la repetición: así lo vio después de un cigarrillo y unos sorbos de Old N. 7, y así ocurrió, más o menos, cuando volvieron a dar rienda suelta a su deseo. Pero llegado el momento de reanudar la faena, que Foley se había imaginado como una travesía lenta, con un largo preludio de besos y sonrisas, volvieron a encenderse y la actuación fue tan salvaje y sudorosa como la primera vez. Dawn gritaba como si se estuviera muriendo, al tiempo que ofrecía resistencia, y Foley se metía por completo en su papel, hasta que alcanzaron tal paroxismo de excitación que él creyó que había vuelto a enamorarse.

La abrazó, le besó el pelo, la oreja, todas esas cosas de rigor, y la observó respirar mientras ella regresaba al mundo, con los labios entreabiertos y aspecto de niña inocente, invitándolo a salvarla con sus ojos verdes, y Foley tuvo la sensación de que eso era exactamente lo que deseaba. Ella era adivina, era vidente… era mucho más: era todo lo que un ex convicto como Jack Foley podía pedir. Gracias, Dios. Una chica a la que había que ofrecer resistencia para llegar a la meta. Pero al abrir los ojos, una vez recuperada la conciencia, ella volvió a la realidad, volvió a meterse en su piel. Foley había encendido su deseo y ahora estaban más cerca.

Habían intimado. Dawn salió de la cama para ir al baño. Dejó la puerta abierta y se sentó en el inodoro, sonriendo.

—¿Lo has pasado bien? —preguntó.

—He volado como un halcón —dijo Foley.

—No has estado nada mal —dijo Dawn—. Me has sorprendido.

Volvió a la cama con un cigarrillo y se sentó con la espalda apoyada en el cabecero, mientras Foley se frotaba el pecho con un cubito de hielo, sintiéndose viril y satisfecho.

—¿Te habló Cundo del banco que dirige el Pequeño Jimmy, con las cuentas numeradas?

—No mucho. No parecía un banco.

—Pues lo es, Jack. Es un banco.

—Sólo llevo una semana fuera, estoy limpio y puro, ¿y tú me tientas a atracar un banco?

Hubo un silencio hasta que Dawn dijo: «¿Jack?». Y él volvió la cabeza para mirarla.

—Cuando él me llamaba desde la cárcel, lo primero que decía, lo primero que me preguntaba era si estaba siendo una santa. Cundo cree que los santos no tienen sexo. «¿Estás siendo una santa para mí?» «Sí, estoy siendo una santa.» «¿Para mí?» «Sí, para ti.» Al final terminé diciéndole que si no paraba de preguntarme si estaba siendo una santa, desaparecería y no volvería a verme el pelo. Y me hizo caso, dejó de preguntar. Hasta la semana pasada. Justo un día antes de que tú llegaras me llamó y volvió a preguntármelo, después de muchos años. Y le dije: «¿Quieres saber si he estado sola todo este tiempo? Llevo más de siete años esperándote ¿y tú vuelves a preguntarme lo mismo?».

—¿Y no le preguntaste por qué no confía en ti?

—Ésa no es la cuestión —dijo Dawn—. Si no confía en mí, ¿por qué te invitó a venir aquí?

—Recién salido del trullo.

Dawn asintió, mirándolo.

—Ésa es la cuestión.