La casa estaba llena de fotos de Dawn Navarro, ampliaciones de gran formato en las que Dawn no se molestaba en sonreír, pero se mostraba paciente, con el pelo rubio sobre los ojos perfilados en negro, como una faraona egipcia: la vidente miraba a Foley desde todas aquellas fotos tomadas hacía más de siete años. Y, sin embargo, él tenía la sensación de que lo estaba mirando en ese preciso instante. Aquellos ojos egipcios le decían que lo estaba viendo, con su ropa interior de preso, en la habitación a media luz. Dawn le decía: «Te estoy viendo Jack». Incluso sabía su nombre. Y Foley le respondió al rostro de la foto: «No, no me ves». Ella siguió observándolo, y él añadió: «¿O sí?».
Había fotos de Dawn tomadas en la calle, delante de la casa, en el patio, en los escalones de hormigón de la terraza del segundo piso. Foley se imaginó a Cundo siguiéndola con su cámara y diciendo: «Mírame». Diciendo: «Sí, eso es. Perfecto». Y a Dawn mirando por encima del hombro.
El jardín, de poco más de cien metros de ancho, llegaba hasta el garaje del callejón, a unos trescientos metros. Cundo había tomado una foto de Dawn allí, al volante de su Volkswagen descapotable, un coche que tenía casi doce años, pero aún se conservaba en buen estado: verde oscuro, con la capota de color tostado. O quizá el coche fuera de ella. Pero ¿por qué lo guardaba allí si vivía en la casa rosa? Foley no usó el coche hasta su segundo día en Venice.
El primer día lo pasó bebiendo ron de Puerto Rico y escuchando a Antonio Carlos Jobim, tirado en la enorme cama de Cundo, hasta que se quedó inconsciente.
Había un retrato de Dawn en el dormitorio principal del tercer piso, casi a tamaño natural, aunque a primera vista no la reconoció: tenía el pelo oscuro y no llevaba los ojos pintados; era una Dawn más natural que la de las fotos.
En el cuadro, colgado en la pared de enfrente, aparecía tumbada en esa misma cama, mirándolo, con las manos a lo largo de los costados, el pelo oscuro, desnuda. Vio a Dawn cuando cerró los ojos y volvió a verla al abrirlos la mañana siguiente. Dawn seguía mirándolo desde la pared.
En todas las fotos era rubia.
Esa mañana, bajó la capota del VW —no le importaba que nadie pudiese verlo— y salió a dar vueltas por las calles de Venice, para ver qué se encontraba, entre las casas de un millón de dólares que en ningún otro lugar que no fuese la costa de California ni siquiera se venderían por la cuarta parte de aquel precio. Daba lo mismo. Según Cundo, todos los que vivían en Venice estaban encantados de vivir allí.
«Los ricos y los que no eran ricos. Todos eran gente con clase. Allí se acogía a todo el mundo, menos a los de las bandas. Andaban por ahí, pero no les invitaban a las fiestas.» Foley no vio ninguna banda. Circuló por las calles, aparcó y paseó por un bulevar que separaba los dos lados de la vía, donde cada casa exhibía su particular idea del paisajismo y donde se veían desde palmeras y plantas tropicales hasta densas matas de buganvillas.
Volvió al coche y condujo por Lincoln Boulevard hasta que un cartel que decía ROSS, VISTE POR MENOS, lo invitó a aparcar detrás de la tienda. Se compró ropa nueva con su tarjeta de crédito, por primera vez en más de diez años: tres pares de Levi’s descoloridos, camisetas blancas y slips, zapatillas de tenis, calcetines, un jersey de algodón verde, una cazadora de sport color crema, de las de quita y pon, holgada, sin forma, todo por sesenta y nueve dólares, y después eligió varias camisetas oscuras y dos pares de camisas de seda negra para llevar con la cazadora. Siguió por Lincoln hasta el supermercado Ralphs y compró productos de baño: champú, gel y un par de chanclas, porque se había acostumbrado a ducharse con ellas cuando estaba en Glades; compró cuatro botellas de Jack Daniels, una caja de Dos Equis, que recordaba que le gustaba, seis botellas de vino tinto australiano, seis chuletas, cereales, plátanos, una bolsa de naranjas, manzanas, queso, maíz, leche, pan francés y mantequilla de verdad. Le preguntó a un empleado si había por allí cerca alguna tienda de deportes. Claro que la había: el Sports Chalet, en Marina del Rey. Y allí paró a comprar una pelota de baloncesto, antes de volver a casa. Había canchas en la playa. Le gustaba sentir la pelota entre las manos. Tenía ganas de echar unas canastas mientras el sol encendía el cielo de rojo antes de hundirse en el mar por detrás de la línea del horizonte.
Cundo tenía unos prismáticos Zeiss, que según le había contado a Foley siempre llevaba encima cuando iba al hipódromo de Santa’nita. A veces subía a la azotea, en la tercera planta, tío, y desde allí veía las casas, todas muy juntas, y observaba la vida de la gente, lo que hacían. «Esos prismáticos son la hostia, tío. Ves a un hombre sentado en la terraza, leyendo el periódico, y hasta puedes leer el puto periódico.»
Foley usó los prismáticos para comprobar si alguien lo estaba vigilando. Por ejemplo: el mismo tío, en el mismo sitio tres días seguidos, sin hacer nada. ¿Quién podía saber que estaba allí? Nadie, pero eso no importaba: si aquel federal pirado se empeñaba en encontrarlo, lo encontraría. ¿Y qué haría en ese caso? Era imposible que Lou Adams hubiese dado orden a los federales de California para que lo vigilasen en el horario de apertura de los bancos. O para ver si se marchaba de la ciudad. No era posible. ¿Podría contratar Lou a un equipo de vigilancia a cargo del gobierno? ¿Y habría alguien dispuesto a hacer el trabajo gratis? Y Foley se dijo: «Joder, ¿se te ocurre alguien? Cualquier gilipollas al que Lou haya amenazado con encerrarlo si no lo hace».
No era mala idea. Conseguir la ayuda de alguna banda. Y se preguntó si Lou ya estaría en Venice. Los tres primeros días, Foley subía a la azotea con los prismáticos, que lo llevaban a todas partes. Se pasó los tres días comprobando quién andaba por los alrededores. En primer plano veía a los mexicanos que iban y venían por la calle, trabajando en los jardines. No había nada extraño en eso.
Después de comprobar todos los sitios desde donde podrían vigilarlo, dirigía los prismáticos al palacio rosa en el que Dawn había pasado los últimos ocho años sola: ajustaba el foco y recorría el jardín, el patio, se adentraba entre los arbustos y trataba de atisbar por alguna de las ventanas. Nunca vio un alma. Tenía la esperanza de que a Dawn Navarro le gustase tomar el sol.
Cundo le llamó desde Glades el cuarto día, por la mañana. Foley estaba a punto de subir a la azotea.
—¿Qué te parece?
Foley dijo que era la casa con la que siempre había soñado.
—¿Te gusta, eh? ¿Has visto a Dawn?
—Todavía no. Acabo de terminar de contar las fotos que tienes de ella. ¿Sabes cuántas son?
—Le hice lo menos cien, tío. No podía parar.
—Treinta y siete, sin contar las que están pegadas en la pared, sin enmarcar, porque no te dio tiempo. Eres un tío importante, Cundo. He visto tus fotos con tus colegas de Hollywood. Incluso he reconocido a uno o dos. Pero Dawn sale sola en todas.
—Son fotos íntimas —dijo el cubano—. Las hago cuando percibo algún estado de ánimo especial.
—Cuando la veo en las fotos, tengo la sensación de que me está mirando.
—Eso es —dijo Cundo, al otro lado de la línea.
—Quiero decir que es como si de verdad me estuviera viendo.
—Sí. Sé lo que quieres decir: ella sabe que la estás mirando.
—Aunque sean fotos de hace siete años.
—Casi ocho. Tiene ese don, tío. Sabe que estás ahí. Verás, cuando le hago una foto, la miro a los ojos y noto que está pensando algo. Y cuando miro una foto, me pasa lo mismo. Cuando volvimos de Las Vegas no podía parar de hacerle fotos. Un día cogí una y le pregunté: «Cariño, ¿en qué pensabas cuando te hice esta foto?». Me imaginaba que haría una mueca y diría que cómo iba a acordarse. Pero no. Dawn dijo que no estaba pensando, que estaba sintiendo cuánto me amaba. Todos estos años sola, tío, y todavía me está esperando; todavía dice que me quiere. ¿Te lo puedes creer?
No, Foley no podía.
—No se puede pedir más —dijo—. ¿Cuándo empezaste a hacer fotos?
—¿No te acuerdas que te conté que el tío que me metió tres balas en el pecho, y que no me dio en el corazón por muy poco, hacía fotos? De negros en la iglesia, agitando los brazos. Un cementerio: la gente bajo la lluvia. Una judía vieja pintándose los labios. Joe LaBrava trabajaba en el Servicio Secreto, pero lo dejó y se hizo famoso haciendo fotos. Y entonces pensé: ¿Es así de fácil? ¿Ponerse a hacer fotos de la vida normal, de las cosas que ves todos los putos días, y con eso te haces famoso? Pero hasta ahora sólo he hecho fotos de Dawn.
—Son buenas —dijo Foley—. Y el cuadro también me gusta.
Y supo que había metido la pata cuando el cubano preguntó:
—¿Qué cuadro?
—¿No lo has visto? —dijo Foley. La Dawn morena y desnuda no tenía nada que ver con Cundo, a ocho años y cinco mil kilómetros de allí.
—¿Quién lo ha pintado? —quiso saber Cundo.
—No lo sé —dijo Foley—. ¿No me dijiste que ella pintaba?
—No sé, puede ser. No me acuerdo. Una cosa, Jack. Quiero que hagas algo por mí. Vigílala un poco hasta que yo salga. Y si ves que alguien va a verla, dímelo.
—¿No se ocupa el Monje de vigilarla? Pensé que pasaría por aquí, pero no lo he visto.
—El Monje dice que Dawn está bien. Siempre me dice lo mismo: «Sí, Dawn está bien». A veces me dice: «Me ha dicho que te diga que te echa mucho de menos». Pero yo no me la imagino diciendo eso.
—No serán las palabras exactas —dijo Foley—, pero seguro que es lo que siente.
—¿Y el Monje no es capaz de recordar las palabras exactas? ¿Por qué lo disculpas? Tú no lo conoces.
—No quiero preocuparte —dijo Foley—. No quiero que te alteres ahora que estás a punto de salir.
—No puedo evitar preocuparme por lo que Dawn pueda estar haciendo. —Cundo levantó la voz para protestarle a alguien que le estaba vigilando mientras hablaba—. Joder, ya vale. —Y a Foley le explicó—: El puto guardia. Me hace una seña para indicarme que va a degollarme si no suelto el teléfono. Hay un montón de tíos esperando.
—A eso me refiero —dijo Foley—. No pierdas la calma, ¿de acuerdo? No la cagues ahora que estás a punto de salir.
—Quiero saber que Dawn es una santa —dijo Cundo—, que no se está follando a nadie para que le haga un retrato.
—No crees que pueda ser un autorretrato.
—Ella no pinta un carajo, Jack. Su don es la adivinación. Cuando vuelva a casa quiero saber que es una santa. Quiero que te asegures de que está libre de pecado, como una virgen. Somos dos perros callejeros, tío. Hacemos cualquier cosa el uno por el otro.
Era costumbre emparejarse como perros callejeros en la cárcel, cuando uno tenía que sobrevivir entre las bandas, todas con sus propios símbolos y tatuajes. Los reclusos que no estaban con ellos estaban contra ellos, y esos pandilleros podían hacerle a uno la vida muy desagradable. Lo principal era no mirarles nunca a los ojos. Un cuate de metro y medio, recién llegado al recinto, le dijo a Foley en el patio: «¿Qué carajo estás mirando, maricón?». «Te estoy mirando a ti, huevón», le contestó Foley, haciendo un gesto con la cabeza al resto de la banda. Se llevaron al chico y le advirtieron que no se anduviera con pendejadas con Foley, porque era auténtico, el as de los atracadores de bancos en Glades, un tío muy respetado y con el que se podía hablar. Cundo, por su parte, era el gogó con dinero, gastaba montones de dinero para conseguir favores, mientras Foley le cubría las espaldas.
—Nos veo más como perros sociables —dijo Foley—. No creo que debamos tomarlo tan a pecho.
—¿Es que no te das cuenta? —dijo Cundo—. Así es como nos ven los demás. Todos saben que si das un paso en falso, si haces alguna tontería, yo estaré ahí para defenderte. Uno se te acerca por detrás con un cuchillo y sabe que tiene detrás a tu compañero también con un cuchillo. Así son las cosas.
—¿Cuándo se me ha acercado alguien con un cuchillo?
—Sólo te estoy explicando cómo actúan los perros callejeros. Si voy a zurrarle a alguno porque me está tocando las pelotas, sé que tú estarás ahí para ayudarme.
—¿Cuándo le has zurrado tú a alguien? Tú pagas a otros para que se ocupen de tus asuntos.
—Estoy hablando del principio, de lo que significa ser perros callejeros. Tú y yo lo somos mientras estemos juntos: aquí o fuera.
Foley pensaba que era igual que estar de guardia. Porque Cundo le había librado de cumplir treinta años, al extender un cheque de treinta mil dólares para Megan. Lo que seguía molestándole, tanto como el hecho de no tener dinero, era por qué Cundo se lo daba todo gratis. ¿Porque Foley era el único gringo con el que podía hablar? Creerse eso era como creerse que aquel pendejo sentía lástima. Lo que hacía Cundo era invertir para el futuro. De momento le había pedido que vigilase a Dawn. Y en cuanto saliera iría directo al grano. «Quiero que hagas un trabajo para mí. Algo muy sencillo. No te pediré más, ¿vale?» Eso diría. Y después le pediría otra cosa. Como si lo viera.
Lo que tenía que hacer era quitárselo de encima, largarse de aquella casa que era un santuario erigido a Dawn. Dawn por todas partes.
Su favorita era Dawn en la cama, con el pelo oscuro.
Pensó en hablar con Karen. Llamar a la oficina de los marshals en Miami y decirle que la echaba de menos. Preguntarle si quería que hiciese algo por ella: por ejemplo, volver a Florida, arrancarle la ropa y arrojarla sobre una cama. Lo haría con mucho gusto. Cuando Karen se pusiera al teléfono, le diría: «¿Por casualidad eres mi muñequita?». Y ella contestaría…
Sonó el teléfono.
Foley estaba pensando, mirando el retrato de Dawn en la cama gigante. Esa lujuria podía ser amor o podía significar sencillamente que necesitaba un polvo.
El teléfono volvió a sonar. Sin saber por qué, Foley adivinó quién era. Cogió el teléfono.
—¿Dawn? —dijo—. Estaba a punto de llamarte.
—No me digas que eres adivino —respondió Dawn, con voz tranquila y complacida—. Tienes razón, Jack. Ya es hora de que nos conozcamos.