Iban por la autopista, en dirección sur. Adele le contaba a Foley que tenía un pólipo en las cuerdas vocales.
—El médico me preguntó si había cantado mucho o si le había gritado a alguien recientemente. Se supone que no debo levantar la voz ni hablar con nadie a quien no pueda tocar. —Adele volvió la cabeza para mirar a Foley, y los dos se sonrieron—. Por eso tendrás que abrazarme mientras me cuentas tu vida en la cárcel y cómo es la gente allí. —Alargó una mano para acariciarle la cara y dijo—: ¡Qué buen aspecto tienes! ¿Por qué no nos quedamos en casa, nos tomamos unas cervezas y preparo algo de comer?
Foley le acarició el pelo y posó una mano en el hombro desnudo de Adele, que llevaba un vestido de tirantes, y ella no pasó de setenta en todo el camino hasta que salieron de la autopista y tomaron un atajo hacia Miami Beach. Le habló de Cundo Rey, el cubano rico, de lo gracioso que era, de lo astuto que era.
—No te fíes de él —le aconsejó Adele.
Eso fue incluso antes de que Foley le contase que Cundo había puesto treinta mil pavos para pagar la apelación, y otros cuantos miles para su carnet de conducir y el billete de avión a California.
—¿Y eso porque sois amigos? —dijo ella—. ¡Anda ya!
—Voy a vivir en una de sus casas —explicó Foley—, mientras trabajo en una idea que tengo. Estoy pensando en irme a Costa Rica.
—¿Y qué piensas hacer allí?
—Algo. Pesca deportiva… No lo sé, quizá me dedique al negocio inmobiliario.
—Te vas a Costa Rica y te pones a vender casas.
—Es el mejor sitio en este momento —dijo Foley—, si en casa no te va bien. El mejor sitio para meterse en el negocio del suelo.
—¿Quieres saber lo que harás tarde o temprano? —dijo ella.
—He trabajado otras veces —protestó Foley—. Estuve vendiendo coches una temporada.
—¿Los que robabas?
—¿Quieres fastidiarme o quieres pasarlo bien?
Pararon en la puerta del Normandie y cambiaron de tema. Foley quería llevarse el coche de Adele para ir a ver a un tío. Sólo hasta Dania, no muy lejos, hacerse una foto y reunirse con el hombre que iba a hacerle el carnet de conducir.
—¿Y por qué no esperas y haces las cosas bien? —le preguntó Adele—. ¿A qué viene tanta prisa? Cuando te encerraron en Lompoc dije: «Se acabó, quiero el divorcio». Y tú dijiste: «Cariño, puedo aguantar siete años y estaré fuera». ¿Te acuerdas de que lo dijiste? —Foley se acordaba—. ¿Y te acuerdas de lo que dije yo?
—Dijiste que tú mientras irías cumpliendo años.
—Tenía veintinueve, casi treinta, y mi marido estaba a punto de pasar los mejores años de mi vida en la cárcel. ¿Y tú no puedes esperar unas semanas a tramitar el carnet de conducir? Prefieres la vía difícil, porque has aprendido a pensar como un convicto. Prefieres que alguien te lo dé por la puerta de atrás, en vez de entrar por la puerta principal. No puedes evitarlo, ¿o sí?
—No pienso como un convicto.
—¿De verdad? —dijo ella—. Fíjate en la gente con la que has vivido los últimos diez años. Debería darte vergüenza. ¿Ese amigo tuyo también te ha dado dinero?
—Una tarjeta de crédito.
—¿Con qué límite? ¡Como si fuera asunto mío!
—Tres mil. Y pagará mil por el carnet de conducir, que usaré en el aeropuerto como documento de identidad. Cuando salga de aquí ya me haré un carnet por la vía normal.
—Te está comprando. Le perteneces. ¿Es que no te das cuenta? Ahora quieres llevarte mi coche, que tiene ya trescientos mil kilómetros, y lo necesito para ir a Las Vegas a fin de mes. Mi madre me ha conseguido un trabajo en el Hilton, en la mesa de blackjack. Su amigo es un ejecutivo, un tío mayor. Ella le dijo: «A ti no puedo mentirte, Sid. Ya no soy una niña. Este año cumplo cuarenta y tres». Tenía cincuenta y cinco cuando empezó a trabajar allí. Me consiguió el trabajo diciéndole a Sid que tengo unas manos mágicas con las cartas. Sé hacer el barajado hindú, el reparto doble, el abanico, aunque para lo que tengo que hacer allí no es necesario. —Adele y Foley volvieron a sonreír, pensando en la magia que Adele era capaz de hacer con las manos—. No tienes carnet de conducir y quieres llevarte mi pobre coche —dijo ella.
Foley salió del coche y lo rodeó hasta la puerta de Adele, la sacó del coche, la besó en la boca, hummmm, con ternura, sin tratar de meterle la lengua hasta la campanilla, y sonrió. Se sentía bien.
—¿De qué te ríes?
—Intento demostrar que la cárcel no me ha convertido en un maníaco sexual.
—No me importaría un poco de rollo duro —dijo Adele—, siempre que no sea desagradable.
—Vuelvo enseguida —dijo Foley—. Te llamaré cuando esté en la carretera, por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Lou Adams.
Lou no estaba muy lejos. Dio la vuelta a la manzana y recorrió la calle buscando un Escort rojo, pasó por delante del Normandie y se detuvo entre dos señales de prohibido aparcar. La última vez que había estado allí, no hacía más de cuatro años, había un grupo de ancianas sentadas en el porche, todas en fila. Las ancianas ya no estaban, y el porche tampoco. El edificio mostraba ahora una fachada más alegre, de roca marina en la planta baja. El Normandie se había convertido en un bloque de apartamentos. En el vestíbulo estaban los buzones y la lista de residentes. Lou vio el nombre de Adele Delisi: 208. En lugar de A. Delisi o A. Foley: Adele Delisi, su nombre de soltera.
Se acabó eso de estar casada con un ladrón de bancos.
Sólo que él estaba en casa con ella.
Recién salido de la cárcel y ella no podía decir que no.
Bueno… Lou sostuvo la puerta para dar paso a una pareja de octogenarios que salía del edificio: la mujer con una pamela enorme y uno de esos perritos mexicanos sujeto con una correa. El perrito miró a Lou a la vez que la pareja también se tomaba su tiempo para mirarlo, con su traje oscuro y su corbata, el pelo ondulado y peinado a raya, y al instante los dos le daban su aprobación.
—¿Puedo serte de ayuda, querido? ¿Buscas a alguien? —preguntó la mujer, con ese acento suave, casi de Brooklyn, que Lou reconoció a la primera.
—¿El Katrina les hizo salir a todos de Nueva Orleans, verdad? —dijo Lou.
La mujer le preguntó cómo lo sabía, sorprendida, pero Lou ya estaba entrando en el vestíbulo, soltó la puerta sin pensar en los ancianos y oyó ladrar al perro mexicano, que tenía un ladrido diminuto. Lo oyó, aunque tenía la mente puesta en Adele Delisi, recordando las fotos de ella que había visto, tomadas en la calle, con teleobjetivo, recordando que Adele era una mujer guapa; y así pensaba en ella, como en una mujer que tenía algo especial, no como en una chica cualquiera. Aunque no es que él tuviese nada en contra de las chicas. Estaba ansioso por verla de cerca, mientras subía en el ascensor al segundo piso.
Adele abrió la puerta con su bata favorita, corta, de seda, de color albaricoque. Seguía llevando puestos los tacones, para alargar unos centímetros más sus piernas ya de por sí largas. Se estaba tomando un vodka con martini mientras se cambiaba, con ganas de divertirse con su ex. ¿Por qué no? Se seguían queriendo y siempre se querrían.
Sólo que no era Foley. Era el FBI.
El agente especial Louis Adams le mostró su identificación azul y blanca, al tiempo que decía:
—¿Es usted la antigua Adele Foley, si no me equivoco?
—Lo soy, Lou. Y creo que tú eres el que estaba en la puerta de la cárcel. Jack se subió al coche y dijo: «Ése de ahí es Lou Adams». —Se encogió de hombros, con aire coqueto—. Y aquí estás. Nos has seguido, pensando que Jack estaría aquí, ¿verdad? Dice que lo estabas esperando para trincarlo y no entiende por qué. Yo tampoco lo entiendo. Lo que sí puedo decirte es que estás perdiendo el tiempo. Jack Foley ha jurado que no volverá a atracar un banco, y yo le creo.
—Cuando pasaba la noche fuera de casa —dijo Lou Adams—, mi mujer, Edie, quería saber dónde había estado. Yo le decía: «Joder, Edie, he estado toda la noche de vigilancia». Y ella me contestaba: «Me parece que esa canción ya me la conozco». Lo decía medio canturreando, en voz baja y sensual. Siempre ha tenido una voz un poco áspera, como la de Janis Joplin. Yo le decía que eso le pasaba por fumar y por beber bourbon hasta altas horas de la noche.
—¿Y tú estabas de vigilancia?
—Pues sí. Estaba en la Brigada Criminal, trabajando sesenta horas a la semana, y ella se largó y me abandonó.
—Te culpaba porque trabajabas hasta muy tarde —dijo Adele—. ¿Estás seguro de que no tenía ningún amigo? Las chicas que se llaman Edie y beben bourbon hasta altas horas de la noche suelen tener amigos. Siento que Jack no esté. Es una pena que no podáis charlar un rato.
—Edie no tenía un amigo —dijo Lou.
—¿Lo investigaste?
—Analicé las posibilidades. Y no tengo nada que hablar con Foley. No lo pierdo de vista y él lo sabe. Vaya donde vaya. He venido a verla a usted. —Lou echó una ojeada al apartamento—. Pero tengo curiosidad…
Sonó el teléfono.
—¿Le importaría decirme adónde ha ido? —dijo Lou.
El teléfono seguía sonando.
—Se lo agradecería —insistió.
—Disculpe, voy a ver quién es —dijo ella—. Se acercó al teléfono inalámbrico que estaba en la mesa del café. Antes de que respondiera, el teléfono había vuelto a sonar dos veces. Adele se lo tomó con calma, por si alguien tenía ganas de ver lo tranquila que era.
—¿Sí…? —contestó.
—¿Qué estás haciendo? —Era Foley—. Ah, Lou está contigo.
—¿Quién? —dijo Adele—. No, lo siento, se ha equivocado.
—Seguro que Lou no se lo traga —dijo Foley—. Bueno, también puedo hablar con él, si es lo que quiere.
Adele le dio la espalda a Lou Adams, que estaba en el pasillo.
—Dice que ha venido a verme a mí.
—Cuando se aseguró de que yo no estaba. Le diré que estoy en el aeropuerto, a punto de largarme. Te llamaré cuando haya terminado aquí. Ese tío ya casi lo tiene todo listo.
—¿Y no crees que después de hablar contigo querrá quedarse a hablar conmigo? Llevo puesta mi lencería de muñeca —dijo Adele.
—Dile que te duele la cabeza.
—No has cambiado nada —dijo ella. Y volviéndose hacia Lou Adams, le pasó el teléfono—. Es para ti.
—Dime, para que yo pueda entenderlo —dijo Foley—, por qué dedicas tu carrera a perseguirme para encerrarme. ¿Es porque te pasaste de la raya y el tribunal desestimó tu testimonio? Yo no he robado doscientos bancos, y tú lo sabes.
—¿Has terminado? —dijo Lou Adams.
—¿Es eso lo que te jode? ¿Me culpas porque no has podido salirte con la tuya? ¿Por eso te pusiste a gritar cuando te ordenaron que bajaras del estrado?
—¿Has terminado ya?
—Te ha picado algo conmigo y me gustaría saber qué es. ¿Eres de los que se empeñan en tener siempre la razón? ¿Qué tal si peleamos y te dejo que me des un par de puñetazos, para que te quedes a gusto? —propuso Foley.
—Podríamos usar las armas en lugar de los puños. Sí, eso me haría sentirme mucho mejor, pero no voy a parar hasta que te encierre.
—Lou, he robado bancos. No soy un forajido ni un enemigo público. Me condenaron y he cumplido mi condena. ¿Por qué no lo aceptas?
—¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Trabajar en un lavado de coches? ¿Como reponedor en un supermercado? Dime qué piensas hacer. Me gustaría saberlo.
—Deberías ir a un loquero. A ver si te explica por qué estás encabronado.
—¿Sólo porque te pregunto qué piensas hacer?
—Lou, estoy en el aeropuerto, a punto de salir de la ciudad. ¿Lo entiendes? No volverás a verme. ¿Vale? Así que tómatelo con calma y yo haré lo mismo.
—¿Jack?
Foley se tomó un momento antes de responder.
—¿Qué?
—¿Crees que no te voy a encontrar?
—Puedo ir a cualquier parte, Lou.
—Vas a robar otro banco. Tú lo sabes y yo lo sé.
—Que se ponga Adele.
—Cuando salgas de ese banco —dijo Lou Adams—, sea donde sea, como si es en Alaska, te estaré esperando.
—¿Quieres pasarle el teléfono a Adele? —repitió Foley.
Lou le pasó el teléfono a Adele y ella le dio la espalda para hablar con Foley.
—¿Sí…? —Escuchó un rato—: De acuerdo, muy bien. —Y se despidió diciendo—: Buen viaje, cariño.
—Lo sigue queriendo —señaló Lou.
—Pues claro que sí.
—Pero se alegra de no seguir casada con él. Usted sabe que robará otro banco y que volverán a encerrarlo, porque no puede evitarlo. ¿Me equivoco?
—Yo no lo descartaría —dijo ella—. Es una lástima, porque si conocieras a Jack sabrías que es un tío estupendo. Las mujeres lo adoran.
Lou dejó que Adele lo cogiese del brazo para acompañarlo hasta la puerta, que seguía abierta, mientras ella seguía diciendo:
—A las chicas les pone saber que roba bancos. Y es muy atractivo, eso tienes que reconocerlo. Si se dedicase a atracar tiendas de alcohol, ellas perderían el interés por completo, incluso les daría mucho miedo.
—Eso es verdad —dijo Lou—. Los ladrones de bancos tienen algo que resulta muy atractivo para la gente en general. No lo entiendo. Porque nueve de cada diez son unos vagos, unos arrastrados que roban para pagar la letra del coche o para meterse un pico. Tíos incapaces de hacer nada en la vida.
Salió por la puerta y se volvió hacia Adele.
—Lo que no sé es qué documento de identidad habrá enseñado Foley para pasar los controles de seguridad en el aeropuerto. ¿Una foto del archivo policial? ¿Y cómo ha comprado el billete? ¿Con una tarjeta de crédito robada? —Miró a Adele, que con los tacones puestos era casi tan alta como él. A Lou le pareció que olía muy bien—. Yo creo que sigue en la ciudad y por eso seguiré echando un ojo al Normandie. Conozco a un tío del aeropuerto que puede consultar el ordenador y decirme si Foley ha salido en algún vuelo de Miami. Puedo quedarme tranquilamente en casa viendo la tele y, si el nombre de Foley aparece en alguna lista de pasajeros, me llamarán y sabré a dónde ha ido. Ya le dije al de seguridad que avisara al FBI. Que supiera que Foley es un delincuente y uno de los mayores ladrones de bancos, y había que seguirle el rastro.
—¿Y tú qué ganas arruinándole la vida?
—Espero estar arruinándosela de verdad.
—Déjalo en paz, es un buen tío.
—¿Lo conoció en la cárcel de Glades? —preguntó Lou—. Porque ahí es donde encierran a los buenos. Le apuesto cien pavos a que Foley ha robado otro banco antes de treinta días. —Y la miró sonriendo—: ¿Verdad que no puede aceptar la apuesta?