Lou Adams, el agente federal que llevaba a Jack Foley grabado en el cerebro, había llamado a Glades para enterarse de qué día y a qué hora quedaría en libertad. Le dijeron que ese mismo día, a las diez de la mañana. Lou llegó poco después de las nueve, para asegurarse de que Foley no se le escapaba. Su idea era esperar dentro del coche hasta que viese a Foley cruzar la verja. Entonces saldría del coche y se plantaría ahí, bien a la vista, para que el otro lo viese sin falta. Pensaba que Foley se pararía en seco y recordaría la advertencia que Lou le había hecho treinta meses antes: «Desde el momento en que salgas, tendrás a todo el FBI cubriéndote el culo como una puta manta». No exactamente con estas palabras, porque cuando Lou las pronunció estaban en el juzgado, pero más o menos.
Los colegas de la oficina de Lou en West Palm veían como un asunto personal esa obsesión que tenía con el atracador de bancos. Y Lou les dijo:
—Ya sé que di una impresión poco profesional en el juicio. Quería demostrar que este tío no es un atracador de bancos como otro cualquiera, y se me fue la mano. Pero si ese tío ha robado cien bancos, entonces es lo que yo creo que es. El hombre que robó cien bancos. Eso lo convierte en especial. ¿De quién sabemos que haya limpiado tantos bancos? De nadie. ¿Es que no os acordáis de la atención que le prestó la prensa? ¿De la foto que sacaron de Foley con esa abogada que es un crack y parecía que babeaba por él? Os apuesto veinte pavos a que se la tiró. Dónde, no lo sé, pero es un tipo atractivo, es la estrella de los atracadores de bancos.
—Como sigas esperando a Foley vas a acabar teniendo problemas —le advirtió un agente.
—Apostaría lo que fuera —dijo Lou— a que ahora mismo, mientras estamos aquí hablando, alguien está escribiendo un libro sobre Foley. Se titulará El bandido que enamora, como lo apodamos nosotros, porque siempre le decía a la cajera: «Cariño, dame todos los billetes de cien, de cincuenta y de veinte, por favor». No faltarán las interpretaciones de la crítica, con sus cagadas habituales, y el público creerá que el autor lo ha titulado así porque Foley es un buen tío, que nunca amenazó a la cajera ni le hizo cagarse de miedo cuando le pedía la pasta. No, él le decía: «Haz todo lo posible». Y alguna empleada saldrá en el periódico diciendo: «Es verdad. Era un encanto. Cogió el dinero, me dio las gracias y me acarició la mano».
»Acordaos de Willie Sutton. Willie Sutton se hizo famoso por decir que robaba bancos porque el dinero estaba en los bancos. A nadie le importó que Willie Sutton no hubiese dicho eso en su puta vida. Cuando el público se lo creyó y le pareció que era muy ingenioso, Willie Sutton se hizo famoso. La prensa lo adoraba. Decían que había sacado sus buenos dos millones a lo largo de su carrera. ¿Y eso es cierto? ¿Cómo iba a haber ganado dos millones de pavos si se pasó media vida en chirona? Lo digo porque calculo que las ganancias de Foley, que se ha dejado el culo en el negocio y sólo ha estado diez años fuera de la circulación, contando con el tiempo que ha pasado entre rejas, ascienden a medio millón, por sus cien bancos. No está mal. A los dos, a Foley y a Willie Sutton les cayeron treinta años, y los dos se escaparon de la cárcel por un túnel, pero ésa es la única similitud entre ellos.
John Dillinger siempre había sido el ladrón de bancos favoritos de Lou Adams. El segundo era Foley, pues había que reconocerle que era un tío concienzudo, no se jactaba de nada y hacía que limpiar bancos pareciese la cosa más fácil del mundo. Lou sacó a colación a Willie Sutton porque era un buen tema de conversación, porque se había hecho famoso por algo que nunca dijo.
Pues bien, ésta era la pregunta que Lou formularía para el público en general:
—Todos habéis oído hablar de Dillinger, de Jack Foley y de Willie Sutton. Ahora, decidme los nombres de tres agentes del FBI que sean igual de famosos. —Se adelantó a decir él mismo el nombre de J. Edgar Hoover—. Y eso que era un patán. Intentad decirme otros dos nombres. ¿Os gusta Eliot Ness? A mí también, sólo que no era del FBI. ¿Qué tal Melvin Purvis? Y el público en general se quedaría pensándolo y diría: «¿Melvin qué?».
»Joder —dijo Lou—, Melvin Purvis es sólo el tío que le dijo a John Dillinger cuando salía del cine: «Agárratelos bien, Johnny, te tenemos rodeado». Y Dillinger sacó un arma. Melvin Purvis abrió fuego. Tres agentes empezaron a disparar y por suerte se cargaron a Dillinger. Nunca se reveló cuál de los tres lo mató en realidad. Ese mismo año —continuó Lou—, en 1934, Melvin Purvis fue el hombre más admirado del país. A Hoover le jodió tanto, que le obligó a presentar su dimisión. Los colegas de Purvis le regalaron una 45 cromada, como despedida, la misma pistola con la que Purvis se voló la tapa de los sesos en 1960.
»Y ahí es donde estamos ahora —continuó Lou Adams—. ¿Quién coño es Melvin Purvis? Los buenos se esfuman de la memoria, mientras que los malos merecen el interés de la gente y se hacen famosos.
Y Lou creía, de todo corazón, que merecía un poco de atención antes de retirarse.
—Para que os enteréis: yo soy uno de los buenos. ¿Queréis ver lo que voy a hacer? Voy a seguir a Jack Foley como un perro, hasta que robe un banco. Estoy decidido. Sólo necesito pedir treinta días de permiso y acabaré para siempre con ese tío tan encantador.
Vio a un guardia de la prisión… no, eran dos, abriendo la verja para dejar salir a Foley. Lou Adams se irguió en el asiento. Foley salió y se volvió para despedirse de los guardias: «Hasta la vista, muchachos. Sin rencores». Demostrando lo encantador y lameculos que era.
Lou salió del coche, un Crown Victoria que había lavado esa misma mañana, a las ocho. Lo rodeó para apoyarse en el lado derecho del parachoques delantero y se cruzó de brazos, tal como llevaba toda la mañana imaginando que haría, con la mirada fija en la verja, junto al edificio de administración, a la derecha de los coches aparcados delante del suyo, en fila, más cerca de la verja. Foley pasó junto a los coches y se acercó hacia donde Lou lo estaba esperando. Lo vio cuando se encontraba a cien pasos, se detuvo a mirarlo, mientras Lou le leía el pensamiento y con el pensamiento le decía: «Te lo dije, ¿te acuerdas? Pues aquí estoy, amigo. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?». Foley levantó el brazo y respondió de la misma manera: como dos veteranos profesionales que se tomaban las medidas.
Sólo que Foley no lo miró.
Estaba atento a la calle. Lou volvió la cabeza y vio que un coche se acercaba. Un Ford Escort rojo pasó junto a él y Lou vio que al volante iba una mujer morena y guapa. El coche aminoró y se detuvo donde Foley lo esperaba. Foley volvió a levantar el brazo y esta vez miró a Lou, mientras subía al Escort. Lou no le devolvió el saludo. Volvió a su coche, perdió de vista al Escort mientras éste daba la vuelta, y al momento lo vio salir del recinto penitenciario. No tenía prisa, no lo perdería de vista.
Lo principal era que Foley le había visto. Para eso estaba Lou allí esa mañana. Para decirle a Foley: «¿Ahora entiendes lo que te dije? Te voy a vigilar todos los días de tu vida». Y si a Foley algún día le daba por pararse a charlar con él, le diría exactamente estas palabras: «Todos los putos días de tu vida». Foley no se lo creería. ¿Cómo iba a pasarse las veinticuatro horas del día vigilando a un tío?
Y cuando el agente se preguntaba cómo se las arreglaría, siempre se decía para sus adentros: «Eres un puto genio. ¿Lo sabes?».
Entonces recordó que Adele, la ex mujer de Foley, tenía un Ford Escort. Había pedido el divorcio mientras Foley estaba en Lompoc, y de pronto, allí estaba, para recogerlo. Seguramente Foley sabía que era la única con quien podía contar. ¿Cariño, puedes recogerme cuando me suelten? Pues claro que sí, mi amor. Era la clase de tía de la que uno podía conseguir lo que quisiera. En el FBI tenían fotos de Adele en mallas, con unas buenas piernas, de cuando trabajaba para el mago Emil el Increíble[1], de cuando desaparecía dentro de una caja y la cortaban con una sierra por la mitad. Una mujer guapa: el pelo oscuro, la piel blanca y limpia, de unos sesenta y cinco kilos y metro setenta, algo entradita en carnes, comparada con Edie, la ex de Lou. Se habían divorciado el año anterior, y Edie se fue a vivir a Orlando, con sus dos hijos. Edie decía que a él le importaba más su trabajo que su familia, que nunca estaba en casa, y cuando estaba, lo único que hacía era discutir. ¡Las mujeres! Todas tenían problemas imaginarios o inventados. Y si no se salían con la suya te mandaban a la mierda.
Sacó el expediente de Foley de la guantera y consultó la dirección de Adele en Miami Beach, en el extremo sur de Collins Avenue, si es que seguía viviendo en la misma casa. Decidió acercarse por allí para ver qué hacían, como si no lo supiese, teniendo en cuenta que el tío acababa de salir del trullo. Seguro que a ella le gustaba. Lou recordó que no era una mala mujer. La había visto en muchas fotos, tomadas cuando estaban vigilando a Foley, pero sólo una vez la había visto en persona: en el juicio de Foley, en el primero, mordiéndose las uñas mientras esperaba el veredicto.