Cuatro

Al principio, hablar por teléfono desde la cárcel era una pesadilla para Cundo, con todos aquellos capullos detrás de él, apuntándole lo que tenía que decirle a Dawn, porque sabían que estaba hablando con una mujer. Todos hacían lo mismo: hablar con una mujer. No paraban de soltar gilipolleces, de indicarle lo que tenía que decir, guarrerías que a esos anormales les parecían muy graciosas. Cundo le decía a Dawn: «Quieren que te diga las cosas que te voy a hacer». Y Dawn le preguntaba: «¿Por ejemplo?». «Me preguntan si alguna vez te he metido una hamburguesa en el… me parece que dicen chochito. Que si he probado la hamburguesa de coño». Y Dawn lo animaba: «¿Y qué más?».

Esto era el primer año que Cundo pasó en la cárcel de Starke, antes de que lo trasladasen a Glades. Una semana, en vez de llamar a Dawn, llamó al Monje, para pedirle que averiguase los nombres de los guardias que dirigían aquel tugurio y los sobornara. «Necesito espacio para respirar, hermano». El Monje se peinó Internet y allí averiguó todo lo que necesitaba saber. Envió un jamón y una caja de whisky a casa de cada guardia de la lista, y adjuntó una tarjeta firmada por Cundo en la que decía: «Tengo la esperanza de que, por mi mala salud, me asignen algún trabajo de oficina. Puedo escribir cartas en español siempre que sea necesario». Le consiguió a Cundo una máquina de escribir manual y un teléfono desde el que podía llamar a Dawn a cobro revertido. Desde su tranquilo rincón de la oficina, Cundo oía la voz de Dawn, aceptando la llamada, y entonces le preguntaba:

—¿Estás siendo una santa?

—Por supuesto que sí. —Aunque a veces variaba la respuesta y le decía—: ¿No eres tú mi amor? —Y otras veces respondía—: ¿No eres mi amor eterno?

Cundo estaba convencido de que los santos nunca follaban, y por eso le preguntaba:

—¿Me juras por Dios Todopoderoso que estás siendo una santa?

—Te juro por Dios que estoy siendo una santa.

—Por mí.

—Sí, por ti.

—Necesito oírtelo decir para creerlo.

Tras varios meses con el mismo rollo, Dawn empezó a contestarle, sin levantar la voz, ni mostrarse molesta:

—¿Cuántas veces tengo que decirte que sí, que estoy siendo una santa por ti?

—Tu tono no me convence.

—Porque me obligas a repetirlo mil veces. —Ahí sí se la notaba un poco irritada—. Por favor, deja de preguntarme si estoy siendo una santa.

Un día, durante el primer año de reclusión de Cundo, Dawn le advirtió: «Como vuelvas a preguntármelo, te juro que cuelgo el teléfono. No estaré aquí la próxima vez que llames. Me habré esfumado y no volverás a oír mi voz en tu vida. Si no me crees, pregúntame si estoy siendo una santa. A ver si tienes cojones».

Cundo la creyó.

Pero ¿cómo podía ser una santa viviendo sola en Venice, rodeada de tíos guapos, de tíos del cine que se lo montaban de maravilla con las mujeres y que seguro que iban a por ella, a por Dawn Navarro, con su pelo rubio y esos ojazos verdes, una tía que estaba buenísima y que además tenía un don?

El Monje también le juraba que estaba siendo una santa. Jamás había tenido noticia de que ningún tío fuese a verla. Cuando iban a un garito, Dawn nunca se interesaba por los tíos. El Monje siempre llevaba a su guardaespaldas: Zorro. Al cabo de algún tiempo todo el mundo en el garito conocía a Dawn: podía hablar con la gente, con todos los tíos que quisiera. Pero si alguno intentaba llevársela a casa, Zorro daba un paso adelante. Zorro, el guardaespaldas del Monje, se acercaba y se abría la chaqueta lo suficiente para enseñar su pistola de Harry el Sucio.

Cundo por fin se convenció de que era una santa. Pronto volvería a estar con ella y ya no tendría que imaginársela con los gringos, todos tan altos.

Ese día, cuando habló con Dawn desde Glades, con un guardia a sus espaldas, el cubano le dijo:

—Jack Foley sale esta mañana.

—Me alegro por Jack —dijo ella.

—Un tío de Miami lo estará esperando con un carnet de conducir y una tarjeta de crédito. Se irá a Los Angeles y vivirá en mi casa rosa hasta que se asegure de que no lo están vigilando. No le importa que sea rosa.

—Yo estoy en la rosa —dijo Dawn.

—Lo sé. Le he dicho que se quede en la blanca y que cambie contigo antes de que yo salga. Creo que será dentro de dos semanas.

—¿Por qué te portas tan bien con él?

—Ya te he dicho que ha atracado cientos de bancos. Quiero ver si tiene ganas de seguir.

—Seguro que sí.

—Quiero saber si es su destino.

—Ya te lo contaré —dijo Dawn.

—Le he hablado de ti. Le he dicho que lees el pensamiento. Va para allá. Escucha con atención todo lo que dice.

—No se lo creerá hasta que le diga que deje de imaginarme desnuda —dijo Dawn.

—No le digas eso, por favor. No quiero que le des ideas. Foley y tú vais a ser vecinos. Podéis veros y charlar, y puedes decirle cuál va a ser su suerte.

—Lo que quieres es que te lo diga a ti.

—Míralo a los ojos, a ver si te enteras de lo que está planeando, cualquier cosa que puedas contarme. He invertido pasta en este tío.

—En cuanto tenga en la mano la tarjeta de crédito podrías no volver a verlo.

—Tiene que esperar dos días para el carnet de conducir, pero sé que no me la jugará. Jack Foley es el tío más honrado que he conocido en mi vida, y puede que el más listo. Aunque es distinto de otros de los que se dice que tienen un coeficiente intelectual muy alto.

—¿Qué hacen ésos?

—Se la tienen que chupar a otros, a menos que cuenten con protectores aquí dentro. Foley tiene su propia manera de manejar a esta morralla. Es nuestra celebridad. Ha robado más bancos que John Dillinger, más que nadie. Y nunca ha tenido que disparar. Un día le dijo a otro preso: «Si no entiendes por qué estoy orgulloso de eso, tú y yo no tenemos nada de qué hablar».

—Lo que no sabes —dijo Dawn— es cómo es con las mujeres.

—Sé que a la señorita Megan se le ponía la carne de gallina cuando hablaba con él.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Él. En la carta que le envió con su minuta de cuarenta mil lo llamaba Jack. Escucha —dijo Cundo—, cuando se fugó, una agente judicial le siguió el rastro. Pasaron la noche juntos en un hotel antes de que ella volviera a encerrarlo.

—Estás de coña —dijo Dawn, al otro lado del teléfono.

—Y declaró en su favor en el juicio. Contó lo buen tío que es. Y su ex mujer, Adele, no para de escribirle y le dice que sigue enamorada de él.

—Y tú quieres que lo utilice.

—Con ese don que tienes, con tus poderes paranormales y toda esa mierda. Quiero ver cómo lo engatusas para que nos haga ganar un poco de pasta.

—Tengo una nueva cliente —dijo Dawn—. Otra viuda de Beverly Hills.

—Tú y tus viudas.

—Vino a una de mis reuniones en casa. Cuando los demás se marcharon, se quedó para decirme que había estado viendo a Madam Rosa…

—Sí, ya me acuerdo, la reina gitana.

—Rosa le ha hecho creer que su marido le ha echado el mal de ojo y que por eso no puede encontrar el verdadero amor.

—¿Qué es eso?

—Una maldición, un maleficio. Mi cliente llegó a la conclusión de que Madam Rosa es una estafadora, pero sigue creyendo que su difunto maridito no la deja en paz y quiere mi ayuda.

—¿Y tú puedes ayudarla?

—Me paso la vida tratando con espíritus —dijo Dawn.

—Oye, tengo que colgar… estos cabrones… Escucha, piensa en la manera de utilizar a Foley.

—Lo estudiaré.

—Mira a ver si el mal de ojo funciona con él.