Tres

Estaban paseando por el patio el día siguiente a que se revocara la condena de Foley por atraco.

—No me lo puedo creer —dijo Cundo—. ¿Primero consigue que salgas libre por la fuga y luego que te rebajen la condena de treinta años a unos meses? Vamos anda…

Pasaban por delante de la capilla.

—Ahí es donde las ratas me encontraron rezando —dijo Foley. Y los dos miraron hacia la triste construcción rojiza que no guardaba ningún parecido con las dependencias de la prisión. Llegaron a la torre de vigilancia de la izquierda—. Y ahí es donde se produjo la mayor parte del tiroteo —señaló. Foley le sacaba casi una cabeza a Cundo. Mutt y Jeff pasaron en dirección al patio de ejercicio, con sus uniformes azules.

—¿Por salvarle la vida a esa pava, a Karen Sisco, por encerrarla en el maletero, te rebajan la condena?

—De treinta años a treinta meses —dijo Foley—. Eso son dos años y medio menos del tiempo que ya he cumplido. Y sin condicional. Ése podría haber sido el trato inicial, y Megan lo ha conseguido.

—Tío, vamos a salir los dos casi a la vez. Tú un poco antes que yo. ¿Siempre tienes tanta suerte?

—Cuando un cubano rico corre con mis gastos.

Foley le estaba muy agradecido, aunque se sentía incómodo.

—Te devolveré el dinero, pero puedo tardar algún tiempo.

—O llevarte cinco mil de un banco seis veces seguidas sin que te pillen. Olvídalo: somos amigos.

—Prefiero devolvértelo antes de que un día vengas a decirme que te debo una. ¿Vale?

—¿Somos amigos o qué? Eres el único blanco en este agujero al que le he contado mi vida. Eres demasiado listo para robar bancos. Tú y la señorita Megan, los dos sabéis bien lo que hacéis.

—En el juzgado nunca empleó un tono de voz que pudiese irritar al fiscal —dijo Foley—. Cuando ella pasaba por delante de su mesa y hacía alguna observación, el tío sonreía. Parecía que estaban los dos del mismo lado. Después levantaba la cabeza y sacudía un poco el pelo, pero nunca llegó a tocárselo.

—Sabe que tiene un pelo bonito —dijo Cundo—. Estoy tratando de recordar cómo se peina.

—Como Paula Zahn, la de las noticias. Las dos tienen el mismo estilo de peinado.

—¿Te ha dicho algo de mí?

—¿Quién, Paula?

—La señorita Megan.

—Cree que podrías ser divertido.

—¿Eso cree…?

—Si alguna vez le diera por liarse con un latino bajito.

Foley jugaba al baloncesto todos los días, con nueve negros en la cancha que competían por derribarlo, que se empujaban a manotazos y no paraban de soltar mierda por la boca, mientras Foley se escabullía, los esquivaba, les demostraba lo malos que eran, se pasaba la pelota por detrás de la espalda y las colaba todas, como si tal cosa, con cualquiera de las dos manos. Cundo lo observaba.

Foley se acercó renqueando para fumar un cigarrillo y Cundo le dijo:

—Tío, ¿cómo puedes correr así? Pierde unos cuantos kilos y te conseguiré trabajo como salvavidas. Hay seiscientos salvavidas vigilando los sesenta kilómetros de playa: en Malibú, en Santa Monica y en Venice. Los actores de Los vigilantes de la playa eran colegas míos. Por eso sé de qué va lo de ser salvavidas. Te digo yo que puedo colocarte, tío.

—¿Y después de perder unos kilos tendré que aprender a nadar? —dijo Foley.

—Ésa es la pega, que tú sólo sabes robar bancos. ¿Le dijiste al tribunal que no volverías a hacerlo?

—Nadie me lo preguntó.

—Yo sé que tú no te conformas con robar sólo uno. Por la misma razón por la que uno no puede robar cien y dejarlo si encuentra algo donde le pagan lo mismo.

—Eso mismo decía Lou Adams, el tío del FBI. Después de declarar, se acercó a mí en el juzgado. Y me dijo: «Vas a tener al FBI pegado al culo desde que pongas un pie en la calle. Y así para el resto de tu vida. ¿Lo has entendido? Di que sí con la cabeza». —Foley sonrió al recordarlo.

—¿Y eso te hace gracia? —dijo Cundo—. ¿Que ese tío te esté vigilando a todas horas?

—Lo que me hace gracia es que crea que puede. ¿Asignar a una brigada para vigilar a un tío las veinticuatro horas? Eso no lo harían nunca —dijo Foley—. ¿O sí?

Le contó a Cundo algunas cosas sobre Karen Sisco, porque sabía que no volvería a verla, y cuál había sido su papel en la vista: cómo declaró en el tribunal que en ningún momento se consideró rehén y que iba armada en todo momento.

—Cree que al encerrarla en el maletero le salvé la vida.

—Los putos guardias estaban disparando —dijo Cundo—. Yo también lo creo.

Eso era todo cuanto Foley pensaba decir. Pero entonces le contó también que Megan le había prohibido hablar con Karen en el juzgado.

—Me preguntó cuándo había visto a Karen por primera vez. Le dije que la vi acercarse al maletero de su coche y sacar una escopeta del doce. —Foley se detuvo, mientras lo recordaba—. Pero en el juzgado no llegamos a cruzar palabra.

—¿Por qué no?

—Megan no quería que pareciese que había nada personal entre nosotros.

No dijo más y Cundo preguntó:

—¿Y…?

—No había vuelto a verla desde que estuve en Detroit, hace meses. Me miró un par de veces desde el estrado, pero nada más. Y me dije: «Se ha terminado. No tenía que ser».

—Un momento. ¿Me estás diciendo que hubo algo entre esa agente y tú?

Foley se lo contó, porque había sido un acontecimiento en su vida, una de las mejores cosas que le habían pasado nunca.

—Verás, Karen y yo nos tomamos un tiempo para nosotros y pasamos una noche juntos en Detroit. En un hotel.

—¡Joder! ¿Te llevaste a ese pibón a la cama?

—Hicimos el amor —dijo Foley—. No podíamos hacer otra cosa.

—¿Te has tirado a una agente federal?

—Adjunta al jefe de la policía judicial. Y no me la tiré. Fue auténtico. Los dos lo sentíamos, aunque sabíamos que no teníamos futuro.

—No… pero ahora la recordarás mientras vivas.

—Al día siguiente —dijo Foley— me pegó un tiro.

—Escucha —dijo Cundo—. Antes de que salgamos de aquí te hablaré de una mujer que apareció y cambió mi vida para siempre.

Cuando faltaban pocos meses para que Foley quedase libre, Cundo le aconsejó que se fuera a California y se diera una vuelta por Venice.

—Saborea un poco el espectáculo: artistas del tatuaje, adivinos, percusionistas que revientan sus tambores, sus congas, sus latas, y un montón de gente mirando. ¿Conoces a Jim Morrison, el de los Doors? Su fantasma vive en el hotel donde se alojaba siempre. Esa mujer de la que te he hablado alguna vez, Dawn, lo vio un día en el vestíbulo. —Cundo estaba serio y entonces sonrió de oreja a oreja—. Y ten cuidado cuando pasees por la playa. De pronto aparecerá una tía en bikini, con las piernas más largas que hayas visto en tu vida, patinando entre la gente. Los tíos se apartan y se vuelven a mirarla.

»Pero te contaré cómo es la vida real en Venice —continuó.

»Lejos de la playa. Hay casas, de todos los tamaños: antiguas, nuevas, algunas tan nuevas que ni parecen casas. ¿Te acuerdas de los hippies? Siempre de buen rollo, siempre tan contentos. Así es como veo yo a la gente que vive en esas casas: son hippies que se han hecho mayores y son muy buenos en lo suyo: pintores… no sabes la de artistas que hay por allí…, gente del cine, decoradores de interiores, gente que ha abierto restaurantes. Para vivir en Venice tienes que ser una estrella en lo tuyo, en lo que sea. Pero a ellos les da igual que los demás lo sepan. No van por ahí promocionándose, ni construyen rascacielos en la playa. La playa la dejan en la playa. Les gusta charlar y beber vino.

»Y ya verás lo serios que se ponen los pandilleros. Hay que saber tratar a esos tíos. Puedes comprar marihuana, coca, lo que quieras. Te daré números a los que puedes llamar.

—¿Cómo es que no te embargaron la casa cuando te trincaron? —preguntó Foley.

—Porque no tengo ninguna. Verás, cuando estaba allí ganando pasta, comprando casas baratas en comparación con lo que hoy valen, lo ponía todo a nombre de mi contable, el Monje. Los dos veníamos de la misma cárcel de Cuba, de Combinado del Este. El Monje estaba allí por malversación de fondos; se llevaba la pasta de la empresa para él. Si ves al Monje, no te parece un delincuente, ni siquiera de guante blanco. Es un tío muy atractivo, aunque tímido. En Combinado estaba cagado de miedo, porque unos pavos querían vestirlo como a una puta, pintarle los labios y follárselo. Lo arreglé con los guardias para que lo pusieran en mi celda, y el Monje lloró, tío, como te lo cuento, de agradecido que estaba.

—¿Era tu mujer? —preguntó Foley.

—De vez en cuando le dejaba que me chupara el puro, claro que sí, pero nunca me han gustado demasiado los tíos. Los guardias me llevaban marihuana y ron. Yo lo vendía y nos repartíamos las ganancias. A esos capullos que se querían follar al Monje les dije que si no se estaban quietecitos no volverían a pillarse un colocón. El caso es que, cuando Fidel nos soltó, me traje al Monje a Miami y le conseguí trabajo con Harry Arno. Harry estaba en el negocio de las apuestas deportivas antes de casarse con una stripper, la única a la que he visto bailar con gafas para no caerse del puto escenario. Después de que casi me muero porque me llenaron de balas, nos mudamos a L. A.

—¿Te llevas al Monje a todas partes?

—Se ha convertido en mi socio —dijo Cundo—. Sabe manejar el dinero y ganar dinero.

—¿Sabe llevar un negocio de apuestas?

—Sí. Ése es uno de los negocios en los que soy su socio en la sombra. Si eso se hunde, el Monje se hunde. Ha trabajado siempre como contable, tío. Es un experto en números. Cuando coge la calculadora, ni siquiera mira para mover los dedos. Tenemos otro negocio, una compañía de inversión: Ríos y Rey. Es como un banco, con números de cuenta. Los nombres de los inversores no figuran.

—¿Como un banco de verdad? —preguntó Foley—. ¿Como un banco suizo?

—¿Como un banco de verdad? Pues podría considerarse así —dijo Cundo—. El Monje invierte la pasta en bonos y en activos inmobiliarios. Es lo que ha hecho conmigo y confía en que nadie lo descubra. ¿Tú pagas impuestos por la pasta que te llevas de los bancos?

—No lo tengo por costumbre —dijo Foley.

—Pues yo sí —dijo el cubano—. Yo pago mis putos impuestos. ¿A lo mejor te gustaría robar ese banco? ¿Cómo lo harías? Allí no hay una cajera a la que puedas decirle: «Dame la pasta, guapa». El Monje dice que llegará un día en que ni siquiera usaremos el dinero para la mayoría de las cosas. Yo le recuerdo que cuide de Dawn mientras estoy aquí. Que se asegure de que no le pase nada malo.

—Estás lleno de sorpresas. ¿Quién es Dawn?

—Dawn Navarro, tío. Lo mejor que me ha pasado en la vida.

Cundo llevaba dos años contándole a Foley la historia de su vida, y hasta ese momento nunca había mencionado que estaba casado. No quería que la gente supiera que Dawn estaba sola en Venice. El Monje cuidaba de ella.

—¿Confías en el Monje? —dijo Foley.

—¿Por qué te crees que lo llamo así? Es como un monje que hizo votos de no follar en su vida. Ni siquiera mira a las tías. Verás —dijo el cubano—, cuando me comunicaron la sentencia, llamé por teléfono a Dawn. Le dije: «¿Eres capaz de vivir como una santa durante siete años o más? ¿De no follar con nadie, ni siquiera con un antiguo novio con el que un día te encuentras por casualidad, y os lo montáis en el coche por los viejos tiempos?». Dawn dijo que me esperaría la vida entera. Sólo sale de casa si va con el Monje.

—¿Y cómo hace él para que los tíos no se le acerquen? —preguntó Foley.

—Se protege. Siempre va escoltado por un tío que parece un zorro, y allá donde vaya lleva una pistola enorme, como la de Harry el Sucio. Me casé con Dawn cuatro meses antes de volver aquí, a Florida. La conocí en una fiesta, en Hollywood Hills. Estaba echando el tarot a la gente, adivinándoles el futuro. Me tocó el turno, y me echó las cartas. Se quedó callada. Le pregunté qué veía. Levantó los ojos y dijo…

—¿Que ibas a hacer un largo viaje?

—¿Cómo lo sabes?

—¿No es lo que suelen decir las adivinas?

—Me dijo que volvería a Florida en menos de un año. Y le pregunté por qué. Dijo que no lo sabía, pero no me lo tragué, y le pedí que no me lo ocultara.

Foley cerró el pico.

—Nos fuimos de la fiesta. Llevé a Dawn a Venice, a mi casa blanca. No quería estar en la rosa, con las paredes llenas de fotos en las que aparezco con estrellas del cine y de la tele. Nos pasamos tres días enteros sin salir de allí, contándonos nuestra vida, no tanto los detalles como el rollo esencial. Yo le conté que había robado coches y había trabajado de gogó. Cat Prince. Le pareció guay. Le pregunté qué veía en su propio futuro. Dijo que los poderes no funcionaban con uno mismo, que la mayoría de los que se las dan de videntes son unos estafadores: te echan las cartas y te dicen que vas a conocer a un desconocido alto y moreno. Estábamos bebiendo vino y fumando una maría de primera, y le dije. «¿Y yo voy a volver a Florida?». No quería explicarme por qué, pero le insistí mucho y al final dijo que me veía en la sala de un tribunal, donde me juzgaban por matar a un tío. Esto fue cuatro meses antes de que me detuvieran y me mandasen a Florida. Le dije: «¿Me ves matando a un tío?». En su visión yo estaba con otro tío, pescando en el Atlántico, de noche.

—El mozo que se cayó por la borda y se ahogó —dijo Foley.

—Su novia declaró que se marchó conmigo y nunca más volvió. Yo dije que me despedí de él en la playa. Adonde quiero ir a parar es a que Dawn me vio en el juzgado cuatro meses antes de que yo estuviera allí.

—¿Y cuándo os casasteis?

—El día siguiente a que me lo dijera. Nos fuimos a Las Vegas.

—¿Se mostró dispuesta nada más ver tu casa? —preguntó Foley.

—Eso lo dices porque no la conoces. Dice que si lleva toda la vida esperando al hombre perfecto, ¿por qué no iba a esperar unos años más? Cuando me dice esas cosas me mira a los ojos.

—¿Ha venido a verte alguna vez?

—Ya te he dicho que no quiero que nadie sepa que existe. Me envía fotos, en lugar de venir. En algunas sale sin ropa.

—¿De verdad?

—Para que no pierda el interés. Si entra en un banco contigo, puede decirte quién se asustará y quién conservará la calma.

—Eres un cabrón de mucho cuidado —dijo Foley—. Piensas usar sus dotes adivinatorias para que te diga dónde están las fortunas.

—Verás, Dawn le dijo a una mujer que alguien le había echado mal de ojo, que un fantasma le estaba haciendo la vida imposible, que le escondía las joyas para que no las encontrase.

—¿Y el fantasma eras tú?

—Podría haberlo sido. O entrar de noche en su casa y tirar la ropa a la piscina.

—¿Lo hiciste?

—Todavía no. Lo estamos planeando. Verás, Dawn ahuyenta al puto fantasma al que ella llama un espíritu maligno y libra a la pobre mujer de la locura. Por eso le cobra entre diez y veinte mil, y la mujer se queda tan feliz. Es como si yo le entrego un paquete a un actor famoso, de entre diecisiete a veinte mil, y él recupera su confianza.

—De manera que tú y tu mujer pensáis dedicar vuestras vidas a cuidar de los demás.

—Por eso nos enamoramos. Nos parecemos en el deseo de hacer feliz a la gente.

—Pero que se dedique a estafar con sus poderes mentales no significa que los tenga de verdad.

—¿No te he dicho que me vio en el juzgado?

—¿Es tan buena como Megan Norris?

—Las dos lo son, cada una a su manera. Megan porque es lista, tío, y siempre sabe lo que hay que decir. Dawn porque siempre sabe lo que va a decir el otro.

—Deben de ser muy distintas, en su manera de ver las cosas —señaló Foley.

—¿Y qué te acabo de decir? Que son distintas.

—Megan me preguntó cómo soportaba pasar los mejores años de mi vida en este vertedero. No entendía que no me hubiese metido en algún programa de rehabilitación. Como aprender a cultivar caña de azúcar —dijo Foley.

—Sí, y cuando has quemado el campo y vas a entrar a cortar la caña, aparecen todas esas serpientes venenosas que se alimentan de ratas. A tomar por culo, tío. ¿Le dijiste que Dios te había hecho atracador de bancos?

—Creo que se dio cuenta.

—Tal como yo te veo, Jack, eres listo y podrías ser un tío serio, pero quieres aparentar que todo te trae sin cuidado. Estás aquí y no te quejas; ya no. Vives aquí como un hippie. Cuando te suelten… Bueno, ahora tienes que empezar a pensar en lo que vas a hacer.

—He estado leyendo sobre Costa Rica —dijo Foley—. Se me ha ocurrido irme allí y empezar de nuevo.

—Sí, algún día. ¿Quieres que te diga lo primero que harás cuando salgas de aquí? —dijo Cundo.

—Robar un banco.

—¿Lo ves? Ya lo tienes en mente.

—Está en la tuya, no en la mía.

—¿Y cómo piensas llegar a Costa Rica?

—Si me lo propongo, lo conseguiré. Descuida. Ya verás cómo llego.

—Te veo cruzar la verja, pensando en lo que dejas atrás. Emborrachándote de buen whisky, para variar. Buscando un polvo lo antes posible… ¿Cómo vas a conseguirlo si no tienes dinero?

—Eso está resuelto —dijo Foley.

Cundo lo miró, para comprobar que no le estaba tomando el pelo. Leyó en su expresión, en sus ojos.

—¿Ya está resuelto? ¿Y cómo lo has hecho?