Dos

Se sentaron frente a frente en una de las salas de reunión. Megan Morris apartó el cenicero de lata para dejar su tarjeta encima de la mesa. Foley pensó que sacaría una transcripción del juicio para hojearla. Pero no. Lo que sacó fue un montón de legajos y estuvo unos minutos consultando sus notas. No llevaba anillos, ni las uñas pintadas. La naturalidad con que lucía el pelo rubio y suelto, con algunas mechas, y el traje de chaqueta ceñido y negro le indicaron que la señorita Megan era una abogada cara. Pensó que le comunicaría cuáles eran sus honorarios y le preguntaría si podía pagarlos. Pero no. Fue directa al grano.

—Jack, ese juez te tenía ganas —dijo.

Y Foley supo que estaba en buenas manos. Notó que ella se sentía cómoda con él.

—No es eso —contestó Foley—. Es sólo su manera de ser. Es de los que se sienten felices dictando una condena de treinta años. Por eso lo llaman Máximo Honor.

A Foley le gustaba cómo llevaba el pelo ella, muy poco peinado, como esa chica de la CNN de la que Foley creía que se enamoraría si llegaba a conocerla. En ese momento no recordaba su nombre, porque la señorita Megan Norris acaparaba toda su atención. Le pareció una mujer que podía permitirse el lujo de elegir: no se la imaginaba pasando la vida con un cubano bajito que le llegaba a la altura del escote y hacía todo lo posible por ver lo que había debajo.

La siguiente pregunta de Megan fue:

—¿Por qué no despediste a esa basura de abogado? Aceptó testigos de fuera de Miranda que aseguraron que habías atracado doscientos bancos.

—Cada vez que mi abogado se levantaba, el juez le ordenaba sentarse.

—Y él obedecía sin pedir que constaran sus protestas.

—Lou Adams, el agente del FBI, vino a verme cuando estaba preso en Gun Club. Empezó diciendo que teníamos algo en común porque los dos habíamos nacido y crecido en Nueva Orleans. Estaba investigando una lista de atracos a bancos y se le ocurrió que, si la leía en voz alta, yo le diría cuáles eran míos. Como si fuese a ayudarlo porque éramos los dos de La Ciudad de la Media Luna y los dos la queríamos antes de que el agua se la tragara. El agente especial Lou Adams se sorprendió mucho cuando cuestioné sus intenciones. Dijo que sólo quería poder cerrar esos casos con mi ayuda, archivarlos. Y yo le dije. «¿Te estás quedando conmigo, verdad?». Y no volví a abrir la boca. Pero cuando subió al estrado, Lou juró que yo había atracado doscientos bancos y aseguró que podía nombrarlos uno por uno. Mi abogado protestó, pero el Máximo Honor no aceptó la protesta. Dijo: «Escucharemos al testigo. Nos está contando una historia estupenda». Así es como habla su señoría Isom Gibbs. Fuera del juzgado también lo llaman Máximo, aunque es un alfeñique.

—Tiene que sentarse encima de varios almohadones —dijo Megan—. Lo que acabas de contarme es más o menos lo que deduje al leer la transcripción. Creo que puedo conseguir que se revoque el veredicto por la conducta del juez y la imaginación del agente del FBI. O se celebra una nueva vista o nos ofrecen un trato. Tu amigo Cundo se ocupa de mis honorarios.

—No me ha dicho cuánto pides.

—Cuánto me llevo, no cuánto pido. Quince mil por esto. Pero evitaremos volver a juicio. Treinta años, según la jurisprudencia, es lo máximo que te puede caer. Le pediré un trato al fiscal, la pena mínima con el menor tiempo cumplido, y trataré de asegurarme de que sea sin libertad condicional. Me parece que Jerry comprende que el caso no se ha llevado bien y se avendrá a lo que pidamos. No es un tocapelotas. ¿Por qué van a tenerte tanto tiempo encerrado sin razón? Hablará con el juez y lo conseguirá.

—Y eso cuesta quince de los grandes —dijo Foley—, aunque sólo te lleve un par de días.

—Podría llevar veinte minutos —dijo Megan— y a ti te devolverían veintisiete años de tu vida. Ponle precio a eso. —Y añadió—: ¿Estás pensando cómo vas a pagarle a tu amigo, verdad? ¿O qué te va a pedir a cambio?

—Se me ha pasado por la cabeza —asintió Foley.

—Le deberás como mínimo treinta mil cuando hayamos terminado. La siguiente comparecencia será una revisión por la fuga. En condiciones normales, la revisión ya ampliaría tu condena, pero en este caso se centrarán en el secuestro y la retención de una agente federal.

—¿Karen?

Era la primera vez en meses que pronunciaba su nombre en voz alta.

Foley se irguió en el asiento.

—Karen Sisco —dijo Megan—, agente de policía judicial. Y a la fiscalía de Detroit también le interesa aclarar un intento de atraco y varios homicidios, por lo que no descartes enfrentarte a más juicios en el norte.

—¿Y tendría que comparecer en Detroit?

—¿Pensabas que ibas a librarte de eso?

—Karen me pegó un tiro. ¿De qué me estoy librando?

—Ya hablaremos de eso la próxima vez, a finales de la semana que viene. Antes quiero hablar con Karen.

—Ya te lo digo yo —dijo Foley—. Ni la secuestré, ni la tomé como rehén.

Megan guardó sus papeles y se puso en pie, con una expresión bastante satisfecha.

—Sólo quiero saber qué dice Karen, ¿de acuerdo? La citarán como testigo. Y no te olvides del guardia, Julius Pupko, que resultó herido.

—Me había olvidado de Pup —admitió Foley—. Me parecía que le iba mejor el nombre de «la Joya», pero a todo el mundo le gustaba más Pup.

—Bueno, si no fuiste tú quien le dio un golpe en la cabeza, tuvo que ser otro. Primero solicitaremos audiencia por el caso de fuga y secuestro, y después apelaremos la sentencia por atraco. Trataremos de llegar a un acuerdo. Jerry sabe que yo lo mataría si decide juzgar el caso otra vez.

—¿Y por qué no lo hacemos primero? Para quitarnos de en medio el asunto del atraco.

—¿Por qué no lo dejas en mis manos? —dijo Megan.

Volvieron a reunirse en la sala vacía antes de la audiencia por fuga. Lo primero que Foley quiso saber fue:

—¿Has visto a Karen?

—Ya llegaremos a Karen —dijo Megan, que ese día llevaba unos vaqueros de diseño, informales, con una americana azul marino muy ajustada—. He visto que el tribunal de apelación llegó a designar fiscal —explicó, consultando sus notas—. ¿Te dijo él que en su opinión no había nada que recurrir?

—Nunca llegué a verlo —dijo Foley—. Me despachó con una carta en media cuartilla.

—Tienes un imán para atraer la basura —dijo Megan—. Éste, o está ciego, o ni siquiera se molestó en leer la transcripción. Si lo hubiera hecho, le habría llamado la atención. Pero no te preocupes. Ahora quiero que me describas cómo fue la fuga, cómo te metiste en eso.

Foley le contó que unas cuantas ratas cavaron un túnel desde la capilla hasta el aparcamiento, al otro lado de la valla.

—Casualmente yo estaba en la capilla, rezando el rosario, creo que meditando sobre los Misterios de Dolor. Ya sabes que también hay Misterios de Gozo, sobre los que se puede meditar.

—¿Y…? —dijo Megan.

—Cuando entraron las ratas… ésa es la opinión que tengo de los que cavaron el túnel… me agarraron y dijeron que yo sería el primero. Me obligaron, para ver si valía la pena intentarlo.

—¿Y no había allí un guardia, el señor Pupko?

—Sí, estaba mirando por la ventana a los que jugaban al rugby en el patio de ejercicio. A veces, cuando termina el partido, alguno no se levanta del montón. Las ratas se le acercaron, lo encañonaron con un dos por cuatro y se lo cargaron.

—¿Llevaban el arma encima?

—La sacaron de debajo de un tablón del suelo. Algunos reclusos estaban haciendo reparaciones en la capilla. El caso es que conseguí salir del túnel, seguido de las cinco ratas.

—¿Y en ese momento no podrías haberte puesto manos arriba, para indicar que te rendías? —preguntó Megan.

—Iba a hacerlo —dijo Foley, con un Misterio de Dolor en su expresión—, pero entonces vi a Karen. Su coche estaba justo delante, y ella estaba sacando algo del maletero: una escopeta.

—Y vio lo que estaba ocurriendo.

—Para entonces ya había sonado la sirena.

—Antes de que pudieras entregarte.

—Exactamente —dijo Foley, que empezaba a enamorarse de su abogada—. Antes de que los guardias empezasen a disparar, cogí a Karen y la metí en el maletero.

—A la agente Siseo.

—Eso es.

—La metiste en el maletero.

—La ayudé a entrar. Recuerdo que le dije algo así como: «Señorita, esto es por su bien».

—¿Y ella aún tenía la escopeta?

—Debió de caérsele. Pero llevaba encima una Sig del 38.

—Si el tribunal decide que tomaste a Karen Siseo como rehén, te pasarás aquí el resto de tu vida. Le pregunté a Karen si se sintió como un rehén. ¿Sabes qué dijo?

Foley no se atrevía a querer saberlo.

—Dijo: «No, me sentí como si fuera un caramelo».

—Una golosina —dijo Foley, sonriendo—. ¿Eso dijo?

—Cuando ya estaba contigo en el maletero.

—Sí, tuve que meterme para que no me pegasen un tiro.

—El coche arrancó… Pero Karen no dirá que la secuestraste.

—No la amenacé en ningún momento. ¿Le contó que llevaba la Sig Sauer?

—Dijo que esperaba el momento de usarla.

—Puede que eso fuera al principio, antes de que empezásemos a hablar.

—Estabais los dos en el maletero, muy cerca…

—A oscuras. Yo debía de oler a mugre del túnel. Empezamos a hablar de películas en las que ocurrían situaciones como la que estábamos viviendo, y yo mencioné Los tres días del Cóndor, en la que salían Faye Dunaway y Robert Redford. Él está escondido en el apartamento de ella y le pide un favor. Es por la mañana y han pasado la noche juntos, aunque se habían conocido la tarde anterior. Le pide que lo lleve en coche a un sitio, y Faye Dunaway dice…

—«¿Te he negado algo alguna vez?» —apuntó Megan.

—Ah, has visto esa película.

—Y cuando el coche se detuvo te pegó un tiro.

—Creo que perdió los nervios.

—No nos interesa que el tribunal piense que había nada personal entre tú y Karen —dijo Megan. Consultó su montón de papeles—. Querrán saber quién conducía el coche.

—Buddy, un amigo mío. Estaba de visita.

—¿De noche?

—No, había ido a dejar algo.

—Cuéntame una historia mejor.

—Se lo preguntaría —dijo Foley—, pero se ha marchado del país. Ha llevado a su hermana a Lourdes, con la esperanza de un milagro.

—¿Es inválida?

—Alcohólica. Tiene el hígado deshecho y le ha llegado la hora de bajar el pistón. Tiene que conformarse con dos botellas de jerez al día.

Megan lo estaba mirando y Foley empezó a asentir con la cabeza.

—Ahora recuerdo que Buddy a veces trabajaba para un bufete de abogados. Debieron de mandarle allí para entregar alguna documentación. Uno de los reclusos presentó una denuncia contra el sistema penitenciario.

Megan anotó esta información.

—Por eso estaba allí Karen. Cuéntame cómo se escapó.

—El coche se detuvo y le permití que se marchara. Era su coche.

—Y ella te siguió hasta Detroit. ¿Por qué no te entregaste cuando llegó la policía?

—Porque me habrían devuelto a la cárcel a seguir cumpliendo mis treinta años. No creo que te ayude saber lo que pasó en Detroit.

—Eso mismo piensa Karen. Tengo entendido —dijo Megan, volviendo a sus notas— que participaste en un allanamiento de morada, con intención de perpetrar un robo a mano armada, y que dejaste tres víctimas.

—Dos —corrigió Foley—. Bob el Blanco tropezó al subir las escaleras y se pegó un tiro en la cabeza.

—Si la llaman a comparecer en Detroit, Karen contará la verdad.

—¿Qué verdad?

—La razón por la que estabais allí.

—¿Qué te ha contado?

—Que la policía te encontró con un arma en cada mano. Iban a disparar, y Karen te metió una bala en la pierna. Te salvó la vida.

—Para que pueda seguir cojeando por aquí los próximos treinta años.

—¿Aún te molesta la pierna?

—Me duele.

—He hablado con Kym Worthy, la fiscal de Detroit. Le he preguntado si quería esperarte tanto tiempo. Dice que treinta años le parecen bien. No ve ninguna necesidad de sacarte de aquí.

—Entiendo lo que te propones —dijo Foley—. Si Detroit se queda al margen, apelarás y conseguirás que la sentencia se reduzca todo lo posible.

—Eso lo dejaremos para más adelante. Primero será la audiencia por fuga y secuestro. Karen es su testigo, pero cuando oigan su testimonio se arrepentirán de haberla citado. No vamos a dar a entender que hubo algo entre tú y ese caramelo, y ella tampoco dirá nada del rato que pasasteis juntos. Te disparó porque eras un fugitivo, no para salvarte la vida.

—Yo no me creería eso —dijo Foley.

—Por eso no quiero que hables con ella en el juzgado, si es que se presenta la ocasión. ¿Está claro?

Foley asintió.

—¿Tengo tu palabra?

—No hablaré con ella.

—Nos ocuparemos primero de esto y después recurriremos la sentencia —dijo Megan—. Y ya veremos qué es lo siguiente en tu vida.

Foley no vio a Karen hasta que la llamaron a declarar como testigo de cargo. Estaban en el juzgado y se celebraba la vista por fuga. Karen lo miró. Él sonrió y ella apartó la vista.

Megan le preguntó a Karen si la tomaron como rehén y la encerraron en el maletero del coche.

Karen dijo que los guardias estaban disparando a ambos lados de la valla.

—Debieron de pensar que yo estaba ayudando a los reclusos en la fuga —dijo—. No me cabe duda de que el señor Foley actuó para protegerme.

—Pero se estaba fugando de una prisión —objetó el fiscal.

—Le obligaron a ir en cabeza —explicó Karen—. Iba encañonado por la espalda. Vi que tenía varias heridas y estaba sangrando.

Megan le preguntó después cómo logró escapar.

—Cuando llegamos a la autopista, me dejaron irme en mi coche. Le pregunté al señor Foley si tenía intención de entregarse. Dijo que sí, pero que quería asearse antes de volver al agujero. Estaba cubierto de sangre y de mugre del túnel.

Karen volvió a mirarlo. Foley la observaba atentamente. Ella apartó la cabeza antes de darle tiempo a ver qué expresaban sus ojos.

Más preguntas de Megan, a las que Karen respondió contando cómo más tarde detuvo a Foley en Detroit.

—El señor Foley sabía que un ex recluso, al que conocía de Lompoc, estaba planeando un atraco a mano armada. Y trató de impedirlo.

—¿En lugar de llamar a la policía y de entregarse? —preguntó Megan.

—Jack Foley —dijo Karen— también sabía que la víctima del robo, un inversor muy conocido, había cumplido un año de condena en Lompoc por abuso de información privilegiada. Yo creo que Foley quería impedirlo. Para demostrar que en el fondo es un buen tío.

Foley tuvo ocasión de ver por un momento en los ojos de Karen una expresión que recordaba muy bien.

El fiscal interrogó a Karen.

—¿No hubo víctimas de homicidio en la escena de Detroit? Usted estaba allí. ¿No vio que «ese tío que en el fondo es un buen tío» estaba disparando? ¿No fue el único que salió de allí con vida?

Megan intervino entonces.

—Cadáveres en Detroit. Un delito cometido en Detroit. Habrá que ver si en Detroit quieren hablar con mi cliente, que ya está cumpliendo treinta años por atracar bancos.

Foley vio que el juez miraba al fiscal y decía:

—Yo no lo veo. Su propio testigo, la señorita Sisco, ha declarado que todo esto ocurrió bajo coacción extrema. No veo ningún intento de delito y por lo tanto no hay ni fuga ni secuestro. Caso desestimado.