Metieron juntos a Foley y al cubano en el asiento trasero y los llevaron desde la cárcel del condado de Palm Beach, en Gun Club, a la penitenciaría de Glades, la antigua prisión de ladrillo rojo situada en el extremo sur del lago Okeechobee. Ninguno de los dos, esposados y con grilletes, abrió la boca en todo el trayecto, que duró más de una hora.
A Jack Foley volvían a encerrarlo para que siguiera cumpliendo su condena a treinta años, tras haberse fugado una semana; iba pensando en la mujer con la que había pasado una noche de pasión en Detroit y, la noche siguiente, le sacó una Sig Sauer del 38, le pegó un tiro en la pierna y lo mandó de vuelta a Florida.
Al cubano, un tipo bajito que rondaba los cincuenta, con el pelo teñido y recogido en una coleta, lo trasladaban a Glades desde la penitenciaría de Starke, donde ya había pasado cinco años y aún le faltaban dos y medio para cumplir la pena por homicidio en segundo grado. El cubano pensaba en una mujer de la que creía estar enamorado y que tenía el don de leer el pensamiento.
Los llevaron al comedor, les llenaron las bandejas de macarrones con queso y salchichas hervidas, tres rebanadas de pan blanco, pudin de arroz y un café que parecía pis, y los sentaron juntos a la misma mesa, frente a otros tres reclusos que, al verlos llegar, dejaron de comer.
Foley los conocía: eran de la Hermandad Aria, skins neonazis; y ellos conocían a Foley, que era toda una celebridad en Glades por haber robado más bancos que nadie de quien se tuviera noticia —entraba y salía como si nada—, hasta que un día cometió una estupidez y lo trincaron. La suerte lo abandonó al toparse con Su Señoría Máximo Honor en el juzgado de lo penal del condado de Palm Beach. Los tres representantes del poder blanco aceptaron a Foley por ser tan blanco como ellos, pero nunca se dejaron impresionar por su récord de atracos a bancos. Foley se sentó y los otros se quedaron mirando.
—¡Joder, mirad cómo come! ¿Qué, Jack, echabas de menos el rancho?
—Oye tío, ¿has conseguido algún coñito ahí fuera?
—¿Por qué te crees si no que se escapó?
—Dicen que te metieron una bala del 38 en la espinilla, Jack. ¿De verdad dejaste que esa zorra te pegara un tiro?
—Era una puta agente federal: le enseñó su estrella y le metió una bala en la pierna.
Foley seguía comiendo sus macarrones con queso, que parecían un amasijo en la bandeja, mientras a los skins se les ponía dura con estos comentarios que el aludido tendría que soportar los próximos treinta años: de la Hermandad, de la Mafia Mexicana, de Nuestra Familia y de los negros, que siempre se organizaban en bandas. Treinta años que pasaría recluido entre una población que no perdonaba a nadie, y pensó en levantarse con la bandeja en la mano, volcar las mesas y estampárselas a los tres capullos en las calvas, para demostrarles que era tan capullo como ellos, y lo encerrarían sesenta días en la celda de aislamiento.
Los skins la tomaron entonces con el cubano.
—No aceptamos negros en nuestra mesa.
Querían ver qué decía Foley, y le preguntaron:
—¿Crees que vamos a comer con este cerdo aquí sentado?
Era el momento de coger la bandeja y volverse loco, sin decir palabra, pero llamando la atención de todo el mundo, mientras en todas las mesas se preguntaban: Joder, ¿qué le ha pasado a Foley?
Pero pensó: ¿Para qué?
Decidió responder a los tres anormales de la supremacía blanca, cubiertos de tatuajes.
—Este tío viene de Starke. ¿Lo entendéis? Le estoy enseñando el hotel. ¿Que quiere visitar a su Salvador? Pues lo llevo a la capilla. ¿Que quiere tener una experiencia de resaca próxima a la muerte? Lo mando a buscaros para que le deis algún brebaje. Pero os habéis equivocado con este forastero. No es negro: es una bola de sebo al cien por cien. De La Cucaracha —dijo Foley, mirando a los tres capullos. Y repitió—: Cha-cha-cha.
Más tarde, cuando salieron del comedor, el cubano abordó a Foley.
—¿Me has llamado bola de sebo en las narices?
Se hacía el duro aquel mierdecilla.
—Cuando uno tiene que vérselas con esos matones del poder blanco, lo mejor es que te crean tan gilipollas como ellos, para caerles en gracia. ¿No has visto cómo se han reído? No suelen reírse demasiado. Va contra su código de conducta.
Fue así cómo Foley y Cundo trabaron amistad en Glades.
Cundo decía que Foley era el único blanco de la prisión con el que podía hablar, porque tenía un nombre entre toda la morralla y se sabía manejar en el talego. No se inmiscuía en los asuntos de los demás. El mejor momento del día para Cundo era el rato que pasaba con Foley, dando vueltas por el patio y contándole historias de su vida, como dos perros callejeros con sus uniformes azules.
Le contaba cómo lo metieron en la cárcel en Cuba, por pegarle un tiro a un ruso. Le quitó la maleta y luego vendió la ropa y los zapatos, porque le venían grandes. Salió de su país en una balsa, en la época de los «marielitos», hacía veintisiete años, tío, cuando Fidel abrió las prisiones y envió a todos los malos de vacaciones a La Yuma, como él llamaba a Estados Unidos.
Se fue metiendo en distintos chanchullos. El robo a mano armada no era lo suyo. A él le gustaba robar coches en los concesionarios, de noche. Había bailado como gogó en bares gays y su nombre artístico era Cat Prince: se ponía unos calzoncillos de leopardo y se pintaba en la cara unos bigotes de gato, pero sacaba mucho más en propinas en los clubes para mujeres, que le llenaban los calzoncillos de billetes. «De pronto aparecía una mamá de mediana edad, con unas tetas enormes, y me decía: “Ven a mi casa el sábado. Mi marido se pasará todo el día en el club de golf. Te daré diez mil dólares para comerte vivo”.»
«Como te lo cuento, tío.»
Y la vez que le metieron tres balas entre el pecho y el estómago y estuvo tan cerca de la muerte que llegó a ver la luz dorada, esa que según dicen uno ve cuando está llegando al cielo. Pero el equipo de emergencias sanitarias comprobó que todavía respiraba, que sangraba por la boca, que aún le latía el corazón, tío, y lo llevaron con vida al Jackson Memorial, donde pasó treinta y cuatro días en coma, hasta que se despertó y decidió seguir fingiendo unos cuantos días, rodeado de voces latinas, porque las auxiliares de enfermería hablaban de él. Se enteró de que le faltaban quince centímetros de colon, pero estaba curado, cosido y como nuevo. Al abrir los ojos vio que el mozo que estaba limpiando el suelo tenía un tatuaje en la mano: un ojo dibujado en la base de los dedos índice y pulgar, un ojo que Cundo recordaba haber visto en Combinado del Este, la cárcel que se encontraba cerca de La Habana. Y le dijo: «Creo que somos marielitos los dos. Sácame de aquí, hermano, y te haré rico».
—¿Creías que te habían esposado a la cama? —preguntó Foley.
—Al principio puede que sí; no lo sé. Por aquel entonces andaba metido en una mierda que no salió bien.
—¿El que te disparó fue un poli?
—No, fue un fotógrafo de South Beach, antes de que se hiciera famosa como South Beach. El tío había estado en el Servicio Secreto, pero lo dejó para dedicarse a hacer fotos. Hizo una en la que se veía a un fulano al que tiraron desde el paso elevado de la I-95, volando por el aire. Joe LaBrava vendió la foto a una revista y se hizo famoso.
—¿Y por qué te disparó?
—Porque yo iba a matarlo, tío. Lo conocía y era un buen tipo. Pero no estaba dispuesto a ir a chirona por el lío en el que me enredó una mujer, con aquel paleto famoso y pirado. ¿No te lo había contado? Saqué un arma, pero como el tío había estado en el Servicio Secreto, fue más rápido que yo y me pegó tres tiros, justo aquí, tío, como botones. Ahora mismo tendría que estar muerto —dijo Cundo, echándose a reír—, pero aquí me tienes. Y en buena forma. Peso lo mismo que el día que salí de Cuba. A ver si adivinas cuánto.
Debía de tener unos cuarenta y cinco años; aún no llegaba a los cincuenta, aunque por ahí andaba.
—Sesenta —dijo Foley.
—Cincuenta y nueve. ¿Sabes cómo me mantengo en mi peso? No comiendo esos putos macarrones con queso que nos dan. Siempre cuido lo que como. Hasta cuando estaba en Hollywood y salía todas las noches. Allí me fui cuando el mozo de la limpieza me sacó del hospital, a L. A., a ver a un amigo. Como sabes, era la época de la coca. Sólo tuve que asociarme con un tío al que había conocido en Miami. Pronto empecé a suministrar a la gente guay del cine: actores y directores. Yo era uno más entre ellos. Me invitaban a sus fiestas. Era famoso.
—Hasta que te trincaron —dijo Foley.
—Había un soplón. Siempre lo hay; incluso en Hollywood.
—De la gente del cine.
—Creo que era una de las principales estrellas, pero no me lo dijeron. El juez fijó una fianza de dos millones de dólares y puse como garantía una casa de dos y medio que me había costado seiscientos mil cuando llegué: todas las habitaciones de techos altos. Pagué novecientos mil por otra que hoy valdrá unos cuatro millones y medio. Las dos están en la misma calle, casi enfrente.
—¿En Hollywood? —dijo Foley.
—En Venice. No hay un sitio mejor en el mundo tío. Lleno de gente guay y toda esa mierda.
—¿Y para qué querías dos casas?
—Llegué a tener cuatro que me gustaban mucho. Esperé hasta que los precios se pusieron por las nubes y vendí dos. El caso es que los federales de la Costa Oeste se enteraron de que en Florida me buscaban por el homicidio de uno al que dicen que me cargué cuando vivía en Miami Beach.
—¿El mozo? —preguntó Foley.
—Es curioso que lo hayas adivinado —dijo Cundo.
—¿Por qué no te fiabas de él?
—¿Por qué iba a fiarme? No lo conocía de nada. Dicen que lo tiré por la borda cuando salimos a pescar.
—¿Le pegaste un tiro primero?
Cundo sacudió la cabeza y sonrió.
—Tú sí que sabes tío. No se te escapa una.
—Lo que no entiendo —dijo Cundo, mientras daba vueltas por el patio con Foley— es que a mí me pareces un tío grande, demasiado listo para ser un puto atracador de bancos. Y sin embargo la has cagado dos veces seguidas tío: no has hecho más que salir y ya estás otra vez aquí dentro. ¿Cómo se enfrenta un tío como tú a una condena de treinta años?
—¿Tú sabes cómo funciona un paquete de tinte explosivo? El cajero te lo da: parece un fajo de billetes de veinte. Cuando sales del banco, explota. Al llegar a la puerta algo lo hace estallar. Estaba saliendo de un banco en Redondo Beach, cuando el paquete explotó y me cubrió de pintura roja. Todo el mundo que pasaba por la calle se quedó mirándome. Llevaba veinte años reventando bancos y saliendo siempre limpio, con los ojos bien abiertos. Un día cogí ese paquete y me pasé los siete años siguientes en la cárcel de Lompoc, en California. Salí —continuó Foley— y ese mismo día atraqué un banco en Pomona. Cuando uno se cae de la bici, vuelve a subirse. Y pensé: Bueno, todavía conservo las facultades. Me llevé seis de los grandes de Pomona. Volví a Florida. Mi mujer, Adele, había pedido el divorcio mientras yo estaba en Lompoc y lo estaba pasando muy mal para pagar las facturas. Trabajaba para un mago, Emile El Increíble: con él estuvo, saliendo de esas cajas, hasta que el tío la despidió para contratar a otra chica que según Adele tenía las tetas más grandes y era más joven. Atraqué un banco en Lake Worth con la intención de darle la pasta a Adele, para que pudiese ir tirando unos meses. Salí del banco en el Honda que tenía, el coche más robado en el país por aquel entonces. Estaba esperando para girar a la izquierda en Dixie Highway y, de pronto, el coche que venía detrás de mí empezó a hacer brruuum, brruuum, venga a subir de revoluciones. El tío tenía prisa. Me adelanta y me rodea quemando rueda, como si yo fuera un jubilado que no gira hasta que no ve la maniobra segura.
—Y tú acababas de robar el puto banco —dijo Cundo.
—Y el tío quería demostrarme lo chulo que era.
—Y lo seguiste.
—Pisé el acelerador, me acerqué a su ventanilla y me quedé mirándolo —dijo Foley.
—Con cara de asesino.
—Exacto. Y el tío me saca el dedo corazón. Giré el volante, le rocé todo el lateral y lo saqué de la calzada.
—Yo le habría pegado un tiro a ese cabrón.
—Lo malo es que al rozarlo me cargué dos ruedas. Cuando recuperé el control del coche, una patrulla me seguía con las luces encendidas —dijo Foley.
—A eso se le llama furor en las calles —dijo el cubano—. Me sorprende que pillaran a un tío como tú. ¿Qué pasó?
—Estaba distraído. Esa vez, en Redondo Beach, dejé que me colaran un paquete de explosivo y me juré que no volvería a pasarme en la vida. Y la vez siguiente, al cabo de siete años, tienes razón, la cagué. ¿Y sabes por qué? Porque un tío que iba en un coche enorme, con las lunas tintadas y la capota abierta, y que no tenía ni puta idea de que yo acababa de robar un banco me hizo sentir que era una mierda. Y eso —dijo Foley— no se puede pasar por alto.
—Tío, tú no tienes que demostrar nada, cuando has tenido pelotas para fugarte del talego.
—Una semana y otra vez aquí.
—No pudiste hacer nada. Esa pava te pegó un tiro. No me has hablado de ella.
Karen Sisco. Foley prefería guardárselo. Le ofreció momentos para recordar por mucho tiempo, unos meses hasta la fecha, aunque no los suficientes para resistir treinta años.
Cundo no entendía la condena de Foley.
—¿A ti te caen treinta años por un banco y a mí siete y medio por matar a un tío? ¿Cómo es que no recurres?
Foley lo había intentado, pero el abogado que le asignaron le dijo que no había caso.
—Si no puedo apelar en este momento, tendré que esperar —dijo—. Aunque si tengo que esperar demasiado, cualquier noche me pegarán un tiro mientras salto la valla, y se acabó.
—Déjame que te cuente cómo una buena abogada puede cambiar tu vida. El fiscal de Florida me dijo que el tribunal federal de L. A. trasladó la causa a este Estado porque aquí podían condenarme a muerte o a perpetua sin condicional. Pero ahora tengo una abogada que es la hostia —gracias a Dios y a Santa Bárbara que puedo permitirme pagarle— y dice que el tribunal de L. A. se inhibió porque tienen un soplón al que no quieren freír.
—¿Una de las estrellas de cine a las que volviste adicta? —preguntó Foley.
—La señorita Megan dice que quizá les gusta la serie en la que trabaja. Hace el papel de un fiscal que se rompe las pelotas para encerrar a los malos. Tienes que conocer a la señorita Megan Morris, es la tía más lista que he conocido en mi vida. Dice que el fiscal de Florida no está seguro de poder encerrarme con las pruebas que tiene. Ella cree que lo que quiere es llevarme otra vez a California. Si me declaran culpable, me caerían doscientos noventa y cinco meses, tío. ¿Tú sabes cuánto es eso? El resto de mi puta vida. Pero la señorita Megan dice que tampoco quieren trincarme si eso pasa por implicar al soplón, al actor famoso. Y entonces le propuso al fiscal de aquí: «¿No quieres al señor Rey? ¿Aunque se declarase culpable de homicidio en segundo grado y le cayeran directamente siete años, sin fianza?». Al fiscal le tentó la oferta, tío, pero él quiere que cumpla de veinticinco a perpetua. La señorita Megan le dijo que eso podía aceptarlo si me devolvieran a California, donde tienen cárceles nuevas, con retretes que funcionan, no estos agujeros llenos de cucarachas. Se empeñó en que fueran siete años y seis meses: o lo tomaba, o lo dejaba. Me preguntó si podría soportarlo. Y aquí me tienes. Ya he cumplido cinco en Starke. Aquello estaba hasta arriba, tío, porque era la prisión estatal, y por eso me han traído a este agujero. Digo yo que será de seguridad media, porque nunca me ha dado por meterle a nadie una puñalada o prender fuego a los chivatos. Nada que puedan probar. Y ahora me ha dicho que si aguanto unos meses más habré salido.
—Saldrás haciendo el pino —dijo Foley—. ¿Cuánto falta para que empiece la causa federal? —preguntó Foley. Y al ver que Cundo sonreía, dijo—: Ya está en marcha.
—Tienen cinco años para cambiar de opinión y llevarme a juicio si quieren. Pero entretanto cumpliré mi condena aquí, en Florida, salvo que caiga en manos de los federales. Le dije a Megan: «Si hubieras conseguido un trato por seis años, guapa, ya estaría casi en la puerta». Y ella, que es más lista que el hambre, me contestó: «Con siete y medio puedes sentirte afortunado. Da las gracias y cumple tu condena».
—¿Y cuando salgas, cuando te suelten, no pueden deportarte?
—Fidel no nos quiere allí.
—¿Te alegras de haber venido a Estados Unidos?
—Agradezco las oportunidades de prosperar que he tenido desde que estoy en La Yuma. Y respeto la venda que lleva la justicia en los ojos como si fuera un puto rehén.
—¿Cómo conociste a la señorita Megan?
—Por casualidad, leyendo un periódico de Palm Beach. La llamé y vino a verme, para asegurarse de que podía pagar sus honorarios. Le gustó mi situación y pensó que podría llegar a un acuerdo con la fiscalía. Le dije que rezaría a Jesús y a Santa Bárbara. Esos dos nunca me han fallado, tío. ¿Tú rezas?
—Alguna vez he rezado —dijo Foley—. A veces funciona.
—¿Quieres recurrir?
—Ya te dicho que un abogado me rechazó.
—Déjame ver si la señorita Megan acepta tu caso.
—¿Y cómo le pago? ¿Asaltando el banco de la penitenciaría?
—No te preocupes por eso —dijo Cundo—. Quiero que la conozcas. Pregúntale qué piensa de mí, si soy su tipo.