Dije que me limitaría a llamar a Fernando, aquel escritor amigo mío que parecía el ideólogo oficioso de la facción gay más radical, para pedirle que pusiera en contacto al director de la revista con la abogada de Peralba. Me lo pidió Lola. Todo aquello resultaba un poco confuso, porque la abogada era, en efecto, una de las colaboradoras del colectivo al que Lola pertenecía, pero daba la impresión de que había un especial interés en que eso no se supiera, al menos de entrada, quizás por algún enquistado conflicto entre el colectivo y la publicación.
Mario, el director de la revista, llamó inmediatamente a casa, a pesar de que yo le había rogado a Fernando que no me mencionase, y Álex descolgó el teléfono, preguntó quién era y me lo pasó. Habría preferido mantener la conversación en privado, pero tampoco quería que Álex me lo reprochara. Él fue el que decidió salir de la habitación y sólo volvió después de comprobar que ya había colgado.
—¿Qué quiere ése ahora? ¿Tiene ya un buen elenco de consejeros delegados, presidentes de consejos de administración y ejecutivos de primer nivel para sacarlos en portada, incluso con sus respectivos novios? ¿O sigue teniéndote sólo a ti e insiste en que salgas tú sólito, o mejor los dos, tú y yo, y a ser posible yo chupándotela?
—Álex, no seas injusto. —Me molestaba tener que discutir con él por aquello, me molestaba que terminara enterándose de todo lo que ocurría, ni siquiera le había hablado aún de los problemas que había tenido en Anaheim, y que podían agravarse sin remedio después de lo que se avecinaba—. Esa revista lo está haciendo muy bien. Y no te preocupes, parece que se han olvidado, de momento, de la gran empresa y las altas finanzas.
—¿De veras? ¿Qué quieren entonces? ¿Cariño? ¿Consejo? ¿Más publicidad?
Decidí contarle, sin aclararle hasta qué punto me había implicado yo, cómo había evolucionado el «caso Peralba» y qué tenía que ver la revista en todo aquello.
La abogada de César había tomado dos decisiones: ir a juicio y dar a conocer el caso en los medios de comunicación. Según me dijo Mauricio, César estaba de acuerdo con lo primero y se negaba en redondo a lo segundo. Le aterrorizaba la idea de poner a la vista de todos aquel amor, aquella penuria, aquella desdicha. Gracia, la abogada de César, me pidió que hablara con él para convencerlo, pero yo no tuve coraje para encontrarme con el chico cara a cara, y además no estaba en absoluto seguro de que fuera tan buena idea como ella pensaba convocar a la prensa para calentar, dijo, la opinión pública de cara al juicio. Le prometí, sin embargo, que podía contar conmigo como testigo. Eso a Álex no se lo dije, pero cuando, unos días después de la aparición simultánea de los reportajes sobre el «caso Peralba» en la revista y en la prensa, me preguntó, de improviso, cómo iba aquel asunto, ya no había nada que hacer. El juicio se celebraría pronto y yo declararía que me parecía justa la solicitud de César, y daría mi opinión sobre la actitud de los directivos de la empresa ante las demandas del empleado y sobre el hecho de que se tratara de un caso de pareja homosexual, pero le advertí a Gracia que no respondería a sus preguntas si con ello rompía mi compromiso de confidencialidad sobre lo tratado en el Comité de Dirección, tal y como figuraba en mi contrato. Suponía que Feliciano Casagrande —feísimo, el cabrón—, uno de los asesores legales de Anaheim, especializado en conflictos laborales, sería quien la defendiera contra la reclamación de Peralba, y me imaginaba a Ramón Castilla a su lado, sin parar de cuchichear con él durante mi declaración, tartamudeando de pies a cabeza, seguramente para insistirle en hasta qué punto estaba siendo yo desleal con la empresa.
No sabía qué argumentos había utilizado Gracia para convencer por fin a Peralba, o si la situación había llegado ya a límites tan insufribles que cualquier escrúpulo por su parte podía parecerle abandonar un poco más sus deberes con Ignacio. No había vuelto a hablar con Lola, entre otras razones porque ella tampoco lo había intentado. Pero Mauricio había entrado un día en mi despacho y me había dicho que César aceptaba por fin todo lo que la abogada le proponía. En aquel momento pensé: a lo mejor vamos a abusar de ese pobre hombre, a fin de cuentas está incapacitado y César, según la estricta legalidad, no es nadie para decidir por él. Mauricio me confirmó que César estaba, de verdad, desesperado, por mucho que se negara a admitirlo ante nadie, y, en su opinión —el pobre parecía incapaz de librarse de un absurdo complejo de culpa que llevaba martirizándole desde que el Comité de Dirección había rechazado la solicitud de Peralba y de no hacer apenas nada, porque Castilla se lo había prohibido expresamente, desde las páginas de la revista de Recursos Humanos—, ahora lo único que hacía era huir hacia delante como la única manera de aplazar la locura definitiva. También había sido idea de Gracia el canalizar la difusión del caso a través de la revista de Mario, porque la idea de convocar una rueda de prensa o de interesar a un grupo de periodistas, uno por uno, no garantizaba resultados interesantes. Desde la revista, Mario conseguiría una vez más que la prensa diaria se hiciera eco de sus exclusivas apasionadas y provocadoras. Y Mario me llamó porque, como le expliqué a Álex, quería unas declaraciones mías para completar el reportaje.
—Definitivamente, has perdido la cabeza —me dijo Álex—. Estoy por creer que no te das cuenta de lo que te estás jugando.
—Llega un momento en que o te la juegas, o eres un mamarracho.
—Un poco tarde, ¿no? A tu edad ya deberías jugarte lo justo, Carlos.
—No me la jugué cuando tenía tu edad.
Álex hizo uno de sus típicos gestos de hastío.
—Gracias, hombre. —Siempre estaba atento a cualquier insinuación que sonara a reproche—. Debí adivinar hace tiempo que no soy tu tipo. Se ve que te gustan los chicos atrevidos.
—No seas pesado, por favor —me quejé.
Álex sabía cómo hacer para que me sintiera ruin.
—Vaya: pusilánime y pesado. Un mirlo blanco.
Estábamos en el cuarto de estar y él se puso a hacer zap-ping con el único propósito de desbaratar la conversación.
—Sabes perfectamente lo que quiero decir. En realidad, lo que tú estás haciendo, tu trabajo, tus aspiraciones, esta discusión que tienes ahora conmigo, no es sino apostar por algo en lo que crees. En el fondo, Álex, los dos hacemos lo mismo. A lo mejor yo puedo parecerte uno de esos carcamales que deciden de pronto liarse la manta a la cabeza y dejar a la mujer y a los hijos y enredarse con una aventurera o con una lagarta, y vivir la vida hasta que se encuentran de pronto baldados y sin un duro. Pero eso…
—Eso lo entendería mejor —me interrumpió.
—Pero eso —continué— sólo puede hacerlo un carcamal. Ya ves. Eso no se puede hacer más que cuando ya tienes un buen trabajo, un buen sueldo, una relación sentimental estable, una vida hecha, realmente algo que perder. Un chico joven hará sus locuras, se divertirá todo lo que pueda, despreciará oportunidades, pero, en el fondo, perder, lo que se dice perder, por lo general pierde muy poco. Pasa el tiempo, sienta cabeza, y ya difícilmente se juega lo que tiene.
—Es lo sensato —me dijo Álex—, aunque de pronto parece que odias la sensatez. Y además todo el mundo tiene derecho a cambiar, ¿no?
Me acordé en ese momento de Luisito Soler.
—Claro que sí. También yo. Y la mayoría, por lo visto, cambia en una dirección, y unos cuantos cambiamos en otra. Eso es todo.
—La mayoría tiene la cabeza en su sitio.
Y el corazón, pensé, bien organizado. Al menos, Luisito Soler perdió unos meses de libertad, pasó unos meses en la cárcel. Y el pobre se quedó esperando que le mandase los dólares desde California. No sería yo quien ahora le reprochase haber cambiado tanto.
—El problema de quienes están dispuestos a jugárselo todo es que nunca piensan en los demás —dijo Álex, y dejó la televisión en un programa idiota de famosos encerrados en una cárcel de mentira, y se levantó para quitarse de en medio—. Tú, desde luego, no piensas en mí, y ni siquiera piensas en ese pobre viejo al que van a llevar de un sitio para otro, con todas sus miserias al aire. Vais a abusar de él. Sólo piensas en que tienes que jugártela o eres basura.
Quizás tuviera razón. No intenté seguir a Álex, preguntarle dónde iba, si le esperaba para comer o para cenar. Quité el sonido de la televisión y sólo dejé aquellas imágenes absurdas que, ahora, mudas, parecían aún más grotescas. César Peralba y su historia tan amarga, tan emocionante, tan admirable, tan seductora en cierto modo, habían aparecido de pronto en mi vida y yo había decidido que merecía la pena jugársela por él. Era un desvarío un poco ridículo, a mi edad. La pantalla de la televisión estaba llena de hombres y mujeres jóvenes, con una pinta inconfundible de gente bien situada en la vida, a pesar del aspecto premeditadamente descuidado que lucían algunos, y resultaba ridícula su aparatosa tenacidad para salir de aquellas mazmorras de atrezo en las que los guionistas del disparatado reality show los habían encerrado, su ferocidad de guardarropía, su astucia banal, su coraje barato y peliculero. Algún día, pensé, algún genio de la televisión inventará un concurso desaprensivo que trasladará a los concursantes a la España de los cuarenta, de los cincuenta, de los sesenta o de los setenta, y cuya prueba máxima sea matar a Franco antes de que muera en la cama. Seguro que alguno de los concursantes, bien caracterizado, se parecerá a Luisito Soler, y alguna de las chicas será idéntica a Mati Figueroa. Y quizás a mediados de siglo alguien invente un concurso en el que los participantes sean, disputándose un premio millonario, ejecutivos y ejecutivas honrados o ambiciosos, sindicalistas peleones, abogadas tenaces, directores de revistas combativas, escritores solidarios, periodistas comprometidos y compañeros de viaje cuyo reto consistirá en conseguir la ayuda más justa para una pareja homosexual insólita y en situación límite. Una reconstrucción histórica tan curiosa como la de la dictadura de Franco. Porque quizás, al cabo de algún tiempo, todos divinamente casados a los acordes de A quién le importa y con montones de niños encantadores, a los colectivos de gays y lesbianas ya no se les ocurrirán más cosas, pero siempre habrá algo por lo que merecerá la pena pelear, arriesgarse, perder, sobrevivir, resignarse, consolarse, acomodarse, rendirse, engañarse, aunque todo el mundo vaya poco a poco sentando cabeza. Bien mirado, sin sonido, aquellos botarates del programa de televisión lo mismo podían estar intentando escapar de un penal que buscando un tesoro en un inmenso laberinto abandonado, que tratando de sobrevivir en medio de una hecatombe atómica, de una catástrofe ecológica o tras un incendio en un gigantesco centro comercial. También a mí me habría dado lo mismo. Yo había cambiado. Tenía derecho. Por falta de motivos para perder la cabeza no sería. Algún día, alguien podría recordarlo en algún desvergonzado programa de televisión.
Era sábado y Álex pasó el resto del día fuera. Le oí entrar en casa cuando yo ya estaba acostado. Aquella noche no me sentí con ánimo suficiente para buscarle en su dormitorio y recordarle que no podría dormir si acabábamos el día enfadados, ni se me ocurrió nada que pudiera regalarle al día siguiente, o el lunes, cuando abrieran las tiendas.
El martes fue la reunión con Mario. Me había pedido que nos viéramos para hablar del reportaje sobre César e Ignacio y explicarme lo que quería de mí. Tenía que ser pronto, porque habían decidido cambiar la portada de la revista para poner la foto que por fin César había consentido que les hicieran y darles a ellos las páginas principales, y el número tenía que estar en los quioscos al cabo de doce días. Mario se presentó a la cita, en aquel bar de sillones de mimbre que me recordaba al Manila Lodge de Santa Bárbara, con aquel joven redactor al que yo ya conocía y que también esta vez daba la impresión de encontrarse agotado después de a saber qué ocupaciones y a saber qué horas. Mario no logró convencerme de que escribiera algo, sobre todo porque Fernando les había dado un texto feroz que, me dijo, levantaría ampollas en Anaheim, en especial si conseguían, como era su intención, que los periódicos reprodujeran algunos párrafos. Me aseguró que habían hecho un enorme esfuerzo no sólo económico y técnico, sino también de imagen, porque estaban convencidos de que el caso lo merecía. La revista apostaba por plantar cara y revolver las aguas bajo un envoltorio de lujo y con montones de chicos guapos y de publicidad de productos caros fuera del alcance no sólo de cualquier heterosexual rancio o, sencillamente, con un trabajo y un sueldo corrientes, sino de cientos de homosexuales que no tenían oportunidad o dinero o valor o gusto, o no estaban por la labor de no pensar en otra cosa que no fuera ir siempre divinos y divertirse sin interrupción. La fórmula era arriesgada e ideológicamente discutible —de ahí, al parecer, los conflictos con el colectivo al que pertenecía Lola—, pero habían conseguido hacerse oír en cuestiones importantes y convertirse en un punto ineludible de referencia frente a cualquier polémica, denuncia o conquista relacionada con el colectivo homosexual. Ganaban dinero y esperaban no dar un traspiés económico con aquel número en cuya portada habían sustituido a un modelo descomunal en taparrabos, con el que anunciaban un informe sobre la vigorexia, por la fotografía por completo desprovista de glamour de César e Ignacio. No habría servido de nada plantearle mis dudas sobre la conveniencia de todo aquello, mis escrúpulos por el desamparo absoluto de Ignacio. Sólo acepté responder a algunas preguntas —el joven redactor llevaba a punto una grabadora— que darían como apoyo en un recuadro, y no consideré en ningún momento de la entrevista que estuviera diciendo nada ofensivo contra Anaheim.
La revista tuvo que retrasar su aparición unos días porque las gestiones con los periódicos resultaron menos sencillas que en otras ocasiones —cuando aparecieron en portadas vistosos actores, locutores, militares de alta graduación, guardias civiles, políticos, bailarines, escritores, curas y hasta un joven millonario—, aunque todos los diarios importantes de información general aceptaron por fin hacerse eco del contundente reportaje, sin duda excitados por la singularidad de la pareja que formaban César e Ignacio, y reprodujeron la fotografía de portada.
La foto era perturbadora. Ignacio estaba sentado en un butacón tapizado con esa cretona un poco chirriante que imita la tapicería de los salones de las viejas casas burguesas, y tenía la expresión desvalida y brumosamente risueña, delicadamente anhelante de los enfermos mentales que parecen suplicar, de un modo muy candoroso e inofensivo, ayuda para recordar quiénes son, dónde están, qué deben hacer, qué esperan, quién les mira, qué ocurre. Su aspecto era muy pulcro, muy aseado, vestido con una bata celeste que dejaba ver el cuello y los puños blancos e impecables de la camisa de un pijama blanco. Muy delgado y con el rostro cubierto de arrugas, y de ojos claros enturbiados por la edad y el desconcierto, a Ignacio era fácil calcularle más de ochenta años, aunque también podía adivinarse que había sido un hombre guapo y de agradable elegancia natural. A su lado, sentado en uno de los brazos del butacón, abrazándole por los hombros y mirándole con un afecto casi incongruente por tanta sinceridad como desprendía su actitud, Peralba daba la impresión de estar empeñado en convencerse de que aquella impudicia merecía la pena. En la mayoría de los periódicos, el pie de foto era tan simple, tan descarnado —César Peralba (izquierda) y su compañero sentimental, Ignacio Hernández—, que provocaba más desazón que estupor, desagrado, admiración o piedad.
Como todos los días, me había levantado temprano y había bajado a comprar la prensa. Mientras desayunábamos, Álex miró la fotografía de refilón y dijo que no quería ver aquello en casa.
—Es obsceno. Han abusado de ese pobre hombre. Te lo advertí.
Ningún periódico reproducía párrafos del texto de Fernando, pero sí algunas de mis declaraciones. Álex no quiso leer nada. Salió para el trabajo, indignado, a la hora habitual, y yo decidí no ir a Anaheim. El teléfono de casa y mi móvil estuvieron toda la mañana sonando, pero no contesté. En el buzón de voz y en el contestador automático fueron dejando mensajes urgentes periodistas de todos los diarios y todas las agencias, redactores de programas de radio y televisión, Mauricio, Lola, la abogada de César, Fernando, Mario, aquel amigo de Fernando que era asesor del secretario general de Los Verdes Activos, y algunos amigos entusiasmados o preocupados. Poco después de las doce del mediodía llamó Maite, la secretaria de Patricio, para decirme que el presidente me esperaba en su despacho a la una y media.