Dije que, de todos modos, tendría que consultarlo con Álex, a sabiendas de que a Álex iba a parecerle una locura.

—Una mierda —dijo él, e intentó llevarse el tenedor a la boca, pero de pronto lo dejó caer contra el plato, puso la servilleta de golpe sobre la mesa, como dando la cena por terminada, y arrastró un poco la silla y tensó todo el cuerpo, como si fuera a salir corriendo—. Se me han quitado las ganas de comer, joder. ¿Pero qué necesidad tienes de hacer eso? ¿No te basta con que lo sepa todo Anaheim? ¿Quieres también que lo sepa todo el mundo en mi empresa, en este edificio, en mi familia, en la tuya? ¿Es que te mueres de ganas de que lo sepan, por fin, todos mis amigos?

Me eché a reír al verle tan furioso, y me acordé de Peter, que se reía igual cuando a mí me entraba un ataque de histeria y me ponía, en plan Tallulah Bankhead, a tirarlo todo y a pegar aullidos desesperados.

—No tiene ninguna gracia, Carlos.

—Tranquilízate. —Intenté no seguir riéndome—. No sabes lo gracioso que te pones cuando te enfureces. Y que conste que no me estoy burlando de ti.

—Pues nadie lo diría. Primero quieres que te pregone esa revista de maricas escandalosas, y que de paso me pregone a mí, y luego te descojonas porque yo me niego a que me amarguen la vida esas petardas que sólo piensan con la polla. O con el culo.

—Caramba, Álex, qué clase de lenguaje es ése. —Intenté no resultar sarcástico—. No pareces un broker, pareces una marginal arremangada, como diría Chuchi.

—¿Y quién coño es Chuchi?

Para relajar un poco la tensión le hablé de Chuchi, de aquel verano que pasé en California y de las locuras que hicimos juntos, poniendo en el relato ciertas dosis de imaginación destrozona, y del modo de hablar tan divertido y tan contagioso que tenía el hijo de La Fabulosa Fabiana, de cómo mientras charlaba con él y decía las cosas como él las decía era como si estuviéramos en un país raro y por descubrir, en un sitio en el que nadie se iba a escandalizar, o a ponerse sanguinariamente verraco, como él decía, por las cosas que hacíamos. Y fui consciente de que le hablaba de todo eso como si hubiera ocurrido el verano anterior, y no treinta años atrás. En realidad, ya le había hablado de Chuchi y de mis viajes a California en alguna ocasión, pero seguramente a él le parecían batallitas más pesadas y polvorientas que las de los revolucionarios de Sierra Madre. De todos modos, el truco surtió efecto, porque Álex se calmó un poco y trató de mantener una actitud y un vocabulario razonables para quitarme de la cabeza aquella idea que consideraba, además de absurda, de consecuencias desastrosas, sobre todo para él.

—No hay ninguna necesidad de hacer eso, Carlos. No eres una persona famosa, para los famosos cualquier publicidad es buena, hasta la peor, y tampoco eres multimillonario, es muy fácil ponerse el mundo por montera si se tiene muchísimo dinero, muchísimo, mucho más del que tú ganas. Y además estoy yo, coño. Están mi familia, mis amigos, mi trabajo. Podrías pensar un poco en mí, ¿no?

Estaba claro que aquella noche no habría cena, y eso que la carne mechada me había salido buenísima. Me levanté y le pedí que me acompañara al salón, y nos sentamos en el sofá y bajé el volumen de la televisión y le puse la mano en la rodilla y se la estuve acariciando hasta que conseguí que me mirase a la cara.

—Lo pensaré —le dije—. Pensaré en ti y pensaré en mí. Pero no creo que, a estas alturas, nadie que nos conozca vaya a desmayarse de la sorpresa.

—Nadie que te conozca a ti, desde luego —dijo él, y parecía resentido.

Retiré la mano de su rodilla.

—Si no te gusta como soy, Alex, no tiene sentido seguir hablando, ni de esto ni de nada.

Álex se levantó, impaciente y malhumorado, y dijo que se iba a su habitación.

—Antes quiero decirte una cosa, y es mejor que me escuches —le advertí—. Puedes engañarte todo lo que quieras. Desde luego, puedes creer que tu madre está convencida de que vives en esta casa, conmigo, porque hemos llegado a un buen acuerdo para compartir gastos y porque a mí un piso tan grande se me caería encima si viviera solo. Y puedes creer que tus amigos ni se imaginan la verdad, porque un señor tan enrollado como yo seguro que no da ninguna lata y para ti es un chollo vivir en un barrio así, en una casa así, y que además es lo más normal del mundo que alguien como yo se compre, sólo por el gusto de dejártelo, un coche como el que tú utilizas todos los días, a todas horas, como si fuera tuyo, que lo es. Y en tu empresa, donde también me conocen, a lo mejor piensan que, igual que hay sponsors de equipos de baloncesto y de viajes de fin de carrera, y padrinos de niños desnutridos de Ruanda o de Bolivia, los hay de jóvenes ejecutivos prometedores, y que a lo mejor yo desgravo en mi declaración de la renta por ese desinteresado patrocinio. Puedes creerte todo eso y puedes pasarte la vida medio escondiéndote de ti mismo. Al final, no merece la pena. Te lo aseguro.

—Una cosa es lo que la gente se imagine —me dijo muy serio— y otra, restregarle por el morro lo que no le importa, sólo porque se le antoja a una pandilla de mamarrachas con ganas de armar jaleo y dar que hablar. Pero si lo que pretendes es que, porque vivo contigo y me ayudas, tenga que decir amén a todo lo que se te ocurra y aguantarme todo lo que no me guste, y permitir que hagas lo que quieras, aunque para mí sea un desastre, y que no tenga derecho a vivir mi vida como quiero, que no sea dueño de mis decisiones porque es como si me hubieras comprado, si es eso lo que piensas, me lo dices, y mañana mismo me voy de aquí. Buenas noches.

Algo así había dicho yo alguna vez. Pero lo había dicho porque quería divertirme a mi aire, no porque estuviera ansioso por convertirme en el mejor broker de mi generación y hacerme millonario sin que nadie me señalara, a mis espaldas, con el dedo. Lo había dicho porque era joven y estaba en California. Álex, en cambio, estaba convencido de ser mucho más sensato y maduro que yo, y de que él era el que tenía los pies en el suelo, y estaba seguro de lo que le convenía y no le convenía.

No le convenía que yo apareciese en aquella revista gay, en un reportaje sobre ejecutivos y empresarios homosexuales.

Estuve tentado de llamar aquella misma noche a Mario, el director de la revista, y decirle que se olvidara. Luego, furioso conmigo mismo, pensé en enviarle un mensaje a Álex al móvil, diciéndole que había decidido aparecer en ese reportaje y que él podía hacer lo que quisiera. Por fin llamé a Fernando, mi amigo escritor y mediador en todo aquel enredo, pero en el teléfono de su casa saltó el contestador automático, y en su móvil, el buzón de voz, y en ninguno de los dos le dejé recado. Me puse a recoger la mesa, por si eso me servía para tranquilizarme.

Fernando me había presentado a Mario y a un joven redactor de la revista, y me habían hablado del proyecto en un bar de Chueca. La revista ya había publicado varias entrevistas en las que hacían pública su homosexualidad un teniente coronel, un cura, dos o tres guardias civiles, un bailarín muy respetado y famoso, un par de presentadores de televisión, algunos políticos —sobre todo, en época de elecciones— y un jinete olímpico rico por su casa. Faltaban todavía futbolistas, toreros y ejecutivos y empresarios. Tenían algunas referencias de presidentes de multinacionales, consejeros delegados y dueños de empresas importantes, y ya habían iniciado contactos con algunos, con resultados descorazonadores. Chismorreamos un poco sobre algunos nombres, pero los más llamativos estaban casados y las fuentes de información eran, por lo general, chaperos que se estaban jugando un buen cliente si daban la cara. En la revista pensaban que, si conseguían que alguno de aquellos capitostes o «primeros espadas», como decían ellos —y es que, en efecto, así se dice en el mundo empresarial—, diera el primer paso, eso podía servir para que otros se animasen. Yo objeté que a mí no me conocía prácticamente nadie fuera de mi empresa, y que mi perfil profesional, en cualquier caso, no era todo lo convencional que convenía a un reportaje de ese tipo. Mario argumentó que a veces era más importante el puesto que, dentro de una compañía conocida, desempeñaba un homosexual sin problemas para hacer pública su condición y seguir haciendo su trabajo sin ningún tipo de obstáculos ni prevenciones especiales, que el propio nombre del interesado y su proyección pública personal. Era importante para el colectivo, me dijeron, y para la sociedad en general —incluyendo a esas madres de hijos sensibles y más o menos atribulados, que pensaban que un gay tenía que ser siempre un artista descocado o un decorador fantasioso, sin que eso, desde luego, dijo Mario, tenga nada de malo—, hacer visibles a gays triunfadores en el mundo de los negocios, de la banca y de los consejos de administración; o de las multinacionales de programas informáticos de entretenimiento y divulgación cultural. Yo les pedí unos días para pensármelo. Y para consultarlo con Álex.

Las consecuencias dentro de Anaheim me preocupaban menos. A fin de cuentas, no sería la primera vez que daba la nota, como bien se encargó Álex de reprocharme. Y no me refiero sólo a aquella cena que a él se le indigestó para siempre, sino a otras iniciativas y manifestaciones mías, o en las que yo me había embarcado de mil amores, que chocaban frontalmente con el supuesto patriotismo de una multinacional norteamericana. Había contribuido a promover dentro de la empresa, utilizando las páginas de la revista del Departamento de Recursos Humanos, y dejándome contagiar por el entusiasmo y seducir por el poder de convicción del redactor jefe —un muchacho comprometido con todas las causas progresistas habidas y por haber—, una campaña interna de protesta por la guerra de Iraq, un plan de mensajes aguerridos dirigidos al Gobierno por su responsabilidad en la catástrofe ecológica del Prestige, el seguimiento de aquella huelga general que la televisión pública se empeñó en ignorar y desacreditar desde primeras horas de la mañana, la redacción y presentación en la embajada de Estados Unidos de un documento exigiendo la derogación de la pena de muerte —por iniciativa de un grupo abolicionista que aseguraba contar con el respaldo de Amnistía Internacional—, y algunas otras ocurrencias combativas relacionadas con las focas, la globalización, el hachís, la base de Rota, los homosexuales egipcios, la energía nuclear y la escuela laica. Cierto que en muchas de esas bulliciosas demostraciones de compromiso y solidaridad, incluida la manifestación del 12-M en protesta por el atentado de los trenes de cercanías, participé de forma anónima, como uno más de los trabajadores de Anaheim agrupados en torno a causas nobles y acuciantes y, por consiguiente, protegido por un colectivo en el que abundaban los jóvenes, pero en el que algunos empleados —y, sobre todo, empleadas— maduros y, por lo general, de rango laboral bajo o intermedio, demostraban un entusiasmo conmovedor. Pero también es cierto que, en las reuniones del Comité de Dirección, cuando se abordaron algunos de esos asuntos incómodos y capaces de deteriorar la imagen de la filial española de Anaheim Entertainment Company ante la casa matriz, me puse sin vacilar del lado de aquel sector incordiante de la plantilla, ante la comprensión burlona de casi todos. Álex no lo encontraba ni gracioso ni inofensivo, aunque nunca había llegado a reaccionar con la virulencia con que lo hizo cuando le hablé de la propuesta de la revista gay. Sólo se mostró un poco más alarmado el día en que le conté que una chica del comité de empresa había entrado en mi despacho, me había preguntado si tenía unos minutos para hablar con ella, me había dicho sin más rodeos que era lesbiana, que sabía que yo era gay y que quería proponerle a la empresa la creación de un videojuego en el que la realidad homosexual, dijo, se mostrara con naturalidad y con las mismas características que tenían los juegos en los que todos los personajes y todas las situaciones eran heterosexuales. Yo opté por manifestar mi perplejidad, aunque sabía muy bien a qué se refería. Ella me explicó que pertenecía a un colectivo de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales, en el que formaba parte de dos grupos de trabajo, el de educación y el de ocio y cultura, y que en este último le habían encargado hacer las gestiones necesarias para que Anaheim apostase por un producto en el que aparecieran marcianitos o deportistas o mercenarios o chicas de gimnasia rítmica o alpinistas con momentos afectivos que pusieran clara pero tranquilamente de manifiesto que eran homosexuales. Álex, claro, dijo que aquella tía estaba loca y que me olvidase de semejante patochada. Yo, en cambio, le dije a la chica que, como ella sabía muy bien, habría que plantearlo en el Departamento de Creatividad y Nuevos Productos, que yo ahí no tenía la menor influencia, pero que, desde luego, en el Comité de Dirección, o si el responsable del departamento me consultaba, como hacía a veces, apoyaría la idea. De todos modos, le advertí, no convenía precipitarse, había que llevar la propuesta perfectamente pensada, sin fisuras, incluso con sugerencias concretas para el argumento, las soluciones técnicas más convenientes, y algún apoyo de documentación sobre experiencias en otros países, si existían, e incluso algún primer estudio de mercado. Ella se desfondó un poco ante tantos requisitos, y Álex, cuando se lo conté, dijo que la tía seguramente pensaba que Anaheim España estaría dispuesta a perder dinero por solidaridad con las maricas y las tortilleras del Estado español, y yo entonces le dije a Álex que la chica me había preguntado si tendría inconveniente en asistir a alguna reunión de su grupo de trabajo de ocio y cultura, para orientarles un poco, y que yo le había dicho que sí, que encantado, y Álex puso caras de hombre razonable y experimentado y me dijo que parecía mentira que, a mi edad, anduviese con aquellas insensateces y aquellas frivolidades.

Pero se trataba de cualquier cosa menos de una frivolidad. Otros habían querido cambiar el mundo, o se lo estaban proponiendo ahora, con veinte años. Yo, con veinte años, con veinticinco, me había burlado de ellos, y ahora, sencillamente, no me gustaba cómo funcionaba el tinglado. ¿Por qué era de mal gusto y palurdo y anticuado e inútil tener conciencia? Yo había vuelto de California y me había encontrado, de pronto, teniendo que vivir al menos la mitad de mi vida —de mi vida diaria— a oscuras. Era como vivir partido por la mitad, con media vida a flote, visible, y la otra media sumergida, clandestina, mutilada. Y eso me hacía sentirme muy cerca de todos los que se quedaban fuera del éxito, de la prosperidad, de la justicia, de la belleza, del pan y la sal. Eso era todo. No militaba en nada, no obedecía a nadie, no me había vuelto loco. Era sólo una desazón profunda, constante, a veces disimulada, a veces olvidada, a veces traicionada, pero incurable. Cierto que apenas arriesgaba, que tal vez fuera demasiado cómodo lo poco que hacía, que no me suponía ningún sacrificio penoso ni tenía que pagar por ello ningún precio abrumador, que hasta al pobre Luisito Soler lo habían metido en la cárcel con veintipocos años por sus ganas de cambiar el mundo y por su mala cabeza, y que en la cárcel seguiría, por cierto, si aún estuviera esperando los mil quinientos dólares que yo había prometido enviarle para la fianza, pero todo el mundo tiene derecho a cambiar, también a mejor, y al menos yo quería decirme a mí mismo, cada día, que no había muchos motivos para estar a gusto, satisfecho, tranquilo, y que quería seguir adelante con todas aquellas insensateces, aunque en ocasiones tuviera que hacerlo sin esperanza, sin cabeza, sin hacerle caso a Alex. Aunque acabase agotado y achicharrado, como le dije un día a Fernando, igual que Milla Jovovich en el papel de Juana de Arco.

Terminé de quitar la mesa y de lavar los platos, mordisqueé en la cocina un poco de carne mechada y dejé a medias un yogur. Pero no podía acostarme enfadado con Álex. Fui a su habitación y golpeé la puerta con los nudillos. Tuve que hacerlo tres veces. Por fin, oí un gruñido que decidí interpretar como que podía pasar. Pero la puerta estaba cerrada por dentro. Moví el picaporte una y otra vez. Hasta que Álex decidió levantarse, abrir, mirarme con cara de mortificación y volver a la cama dando tumbos, en medio de la oscuridad, exagerando la borrachera de sueño. Yo me acosté, vestido, a su lado.

—No te enfades —susurré—. Es bueno que discutamos todo lo que haga falta. Es bueno que me digas lo que no te parece bien. Pero no vuelvas a acusarme de pensar que te he comprado. Por favor.

No dijo nada. No se movió.

—Pensaré todo el tiempo que haga falta lo que tú me digas. Hablaremos todo lo que sea necesario. Yo intentaré comprenderte, y espero que tú también intentes comprenderme a mí. Pero no podemos estropearlo todo sólo porque a veces las cosas no sean fáciles.

Resopló un poco, como hacía siempre que quería dejar claro que estaba harto de monsergas.

—No te hagas el dormido. Por favor. Vamos a hacer las paces, ya sabes que yo no me quedo tranquilo y no pego ojo si estamos enfadados. Dime algo.

—Estoy muerto —dijo, sin moverse.

—Está bien. Descansa. Deja que te dé un beso.

No se movió. Yo acerqué los labios a su cabeza, sin tocarla. Tenía que sentir, tan cerca, mi respiración.

—Deja que te dé un beso, por favor.

Suspiró como si tuviera que hacer el mayor de los sacrificios. Apenas volvió un poco la cabeza y le besé en la frente. Le dije:

—Mañana hablamos más tranquilos, ¿vale?

—Vale.

Cuando entré en mi cuarto, se me ocurrió que podía volver a la habitación de Álex y dejarle en la mesilla de noche, con una nota divertida, los seiscientos euros que le faltaban para comprar no sé qué chisme electrónico. Él sabía que, tarde o temprano, se los daría, pero comprendí que no era el mejor momento ni la mejor manera de hacerlo.