George cogió el teléfono y enseguida dijo que sí, que aceptaba la llamada de larga distancia, a cobro revertido. Lo escuché desde mi habitación. Estaba desarreglándome un poco porque venía Chuchi a recogerme y él odiaba mis niquis Lacoste o Fred Perry y los pantalones marrones y medio sintéticos que Peter me había comprado en un sale de Studio City, en una de aquellas tiendas destartaladas en las que todo estaba de rebajas el año entero. Peter ya no sabía qué hacer para que dejase de ponerme unos vaqueros desgastadísimos por la entrepierna que me había traído de Madrid y que, según él, me hacían parecer un chico barato, uno de aquellos jusleros de la avenida Selma, y el pobre pensaba que la comparación me ofendía, cuando a mí me habría encantado pasarme toda una noche jangueando como una bicha, como decía Chuchi, por Selma y Sunset Boulevard, deambulando como una perra en busca de millonarios caprichosos, o de caprichosos que por lo menos tuvieran cincuenta dólares para pagarse el antojo. Chuchi me había advertido que, o me ponía una ticher apretujadita y que me dejase al aire los hombros de remero, y aquellos bluyines bien escandalosos, o no me llevaba a ver a Tom Montgomery.
—Tienes una llamada de Madrid —me avisó George.
—Dile a Luisito que he salido, que me llame mañana.
—No es Luisito. Es una chica.
Parecía un poco desilusionado. A George le gustaba Luisito Soler, y eso que sólo había hablado con él por teléfono un par de veces, apenas cuatro palabras, pero Luisito tenía voz de locutor apasionado y además yo le expliqué a George cómo era, bajito, moreno, bien durito de brazos y de muslos y de mollera, bien cabezota, y con cara de niño malo, así que el vicepresidente de marketing y relaciones públicas de la Gordon National Life se hacía ilusiones sin tener que preocuparse de momento por su soriasis.
—¿Una chica? Entonces a lo mejor no me llaman de Madrid, a lo mejor es alguien de mi familia —dije yo, y me preocupé.
Pero no era nadie de mi familia, era Mati Figueroa. Estaba medio histérica.
—Han cogido a Luis. —Parecía a punto de echarse a llorar—. La Social. Estaba esperando al contacto en la estación de Atocha, frente a los servicios, y alguien se le acercó con malas artes y Luis se confundió, lo tomó por lo que no era, seguro que pasó eso, el cabrón era un poli camuflado, pero Luis se pensó que era una maricona con ganas de ligue, por lo visto es horroroso lo que pasa en esos servicios, y picó.
—Pero ¿lo han detenido por rojo o por marica? —A saber si Mati estaba descompuesta porque su novio podía pudrirse en chirona o porque había descubierto de pronto que él entendía.
—Primero, por marica, quiero decir que primero lo acusaron de escándalo público y de atentado contra las buenas costumbres, y eso que él no hizo nada, te lo juro, Charly, Luis no hizo nada, todo lo hizo el otro, para provocarle, pero como Luis no salió corriendo porque estaba esperando al contacto, y como tampoco le armó un escándalo, para no llamar la atención, el otro sacó de pronto la placa y se identificó y se lo llevó a comisaría, y allí descubrieron sus antecedentes políticos y ahora le acusan de las dos cosas, de marica y de rojo. Por Dios…
Se le quebró la voz. Mati Figueroa era una niña bien que creía en la revolución y en que los jóvenes podíamos cambiar el mundo, y también creía en el amor libre y en que la lealtad era mucho más importante que la fidelidad, así que se había acostado tenazmente con los más zánganos y más bulliciosos de su curso hasta hacerse novia de Luisito, y a pesar de todo seguía creyendo en la revolución, y en la fuerza transformadora de la juventud, y en el amor libre, siempre, por lo visto, que no lo practicara su novio, deprisa y corriendo, en los urinarios de la estación de Atocha o de la Puerta del Sol, con moros necesitados, viajantes de comercio con ganas de emociones prohibidas o policías enmascarados y morbosos. Mati Figueroa tenía veinte años y un corazón que no le cabía en el pecho.
—Pero ¿el botarate de Luisito no sabía quién era su contacto?
—Claro que lo sabía. La mema de Pepa Gutiérrez, que se retrasó porque tenía que comprarle a su madre una turmix o no sé qué en el Sepu.
—Y si sabía que era Pepa, ¿cómo pudo confundirla con un fulano con pinta de policía secreta?
—Ay, Charly, yo qué sé, yo me quiero morir.
Mati no sabía nada y se quería morir, y a lo mejor ya había empezado a morirse, nada más colgar, y ahora había en Madrid, a principios de agosto del 74, por lo menos dos personas que se estaban muriendo, Mati Figueroa y Franco, pero yo tenía mucha prisa porque Chuchi estaba a punto de llegar para llevarme a ver a Tom Montgomery.
Sonó el claxon floreado del toyota de Chuchi.
—A Luisito le han detenido —le dije a George—. Luego te lo cuento.
George se quedó abrumado por la noticia y Chuchi, en cuanto me vio, levantó el dedo pulgar de la mano derecha en señal de victoria segura.
—Te lo vas a comer, brother —me dijo—. En cuanto Tom Montgomery te vea, con esa facha de ganguero vicioso, se moja como una beata en misa y seguro que te contrata para que te lo comas.
Chuchi arrancó con la alegría despreocupada de los que no se han cansado de vivir deprisa y aún tienen la oportunidad de hacer un bonito cadáver. Otro toyota, pero modelo Corolla y de color almendra, conducido por un doble sudoroso de Hemingway, ladró con la histeria de los cobardes cuando estuvimos a punto de sacarlo de su carril con nuestros ímpetus de draiveros medio suicidas. Chuchi gritó igual que un apache y levantó el brazo y lo movió, como si blandiera una lanza, con la fiereza de los pieles rojas en pie de guerra. En cuanto perdimos de vista a la caricatura de Hemingway, puso en el radiocasete uno de aquellos tapes llenos de gemidos cochambrosos a cargo de chicarrones calientes que se magreaban y se chupaban unos a otros y se decían cochinerías, y que Chuchi le compraba, a dólar la pieza, al encargado de una gasolinera que a su vez los había comprado a montones por correo, por siete dólares cada uno.
—Vete entrando en ambiente, mi hijo. Al de la gasetería se le pone el basamento como una hiena cuando los escucha. Y no te rías, que Tom Montgomery no se contenta con cualquier cosa.
—No me río por eso, Chuchi. Me río por una cosa que le ha pasado en Madrid a un amigo mío.
Le conté el percance de Luisito Soler con el policía anzuelo.
—Brother, aquí eso es comidilla diaria —dijo él—. En los meaderos de Griffith Park, raro es el día en el que un jara marrano con la placa tapada, pero con la pinga dura, no se lleva a un pobre marica a hacerle la autopsia.
Luego me contó que él conocía a un tipo medio trastornado que disfrutaba más que Farrah Fawcett en una peluquería con aquellos percances. El tipo era un loyer bien acomodado y todo el día de terno oscuro y sogazo de seda al cuello, pero en cuanto terminaba cada tarde de enredar al mismísimo diablo se mudaba en el propio despacho, se ponía unos pantalones de camuflaje y una cazadora de motero desarrapado y se plantaba en Griffith Park, jangueando por los alrededores de los pipiruns hasta que divisaba a un buen armatoste con inconfundible pinta de policía enmascarado, y se colaba en los meaderos detrás de él, y se le colocaba al lado a mamonear con la trompeta de la vejiga, y, cuando al saramambiche representante de la ley se le ponía duro el saxofón, al picapleitos se le amontonaban las prisas por soplarse un solo bien apasionado, pero, en cuanto le ponía la mano encima al instrumento, el trampero le echaba el guante. Así una tarde detrás de otra, con frío o calor, con lluvia o nieve, y siempre la misma procesión: esposado dentro de una troquera de la poli bien escandalosa, visita a la comisaría, agilidad máxima en los trámites porque ya es más conocido que Dean Martin en la mansión de Al Capone III, una multa de trescientos pavos por indecencia pública, y otra multa de doscientos por ataques inmorales a un representante de la autoridad. Y el fulano, encantado de la vida. Tanto que, en una de ésas, un agente fullero y desadvertido, y seguro que padre de familia numerosa a la que le costaba trabajo sacar adelante con su salario del Estado, le dijo en un arrebato de confidencialidad, después de identificarse mientras el solista aún le tenía agarrado el rocoso miembro, que se lo jugase frío, que todo podía arreglarse entre brothers, que él hacía la vista gorda por doscientos cincuenta pavos al contado, justo la mitad de lo que iban a soplarle sus mandos, y que además Dios se lo iba a recompensar. El loyer cogió allí mismo una crisis de honestidad y, al final, al pobre padre de familia numerosa le cayó una desgracia de mucho cuidado, y hasta se puso en marcha una operación de Asuntos Internos, porque por lo visto no era el único comemierda que se sacaba un sobresueldo a cuenta de las cagaleras de los pajarones, cosa que no puede consentir un abogado respetable como mi conocido, me dijo Chuchi, porque eso no le da morbo ninguno.
—Pero tú darías el pego, mi hijo —añadió—. A lo mejor un día lo apaño todo para que te presentes en su oficina con uniforme blu, lo pones caliente, le propones como quien no quiere la cosa algunos enredos con porra incluida, y le pides quinientos pavos a cambio de que te juegue en la portañuela, en versión bucal, El cóndor pasa.
Íbamos hacia Glendale por una de aquellas autopistas cuya única misión era, al parecer, que el tráfico resultase complicado y entretenido. A mí se me antojaba el camino más largo para llegar al imperio de Tom Montgomery, si es que, efectivamente, Tom Montgomery reinaba por donde vivía Nick David, el hermano de Peter. Para colmo, se formó de repente un atasco de lo más desaprensivo e incomprensible, y teníamos a nuestra izquierda, de mi lado, un descapotable metalizado que cortaba el aliento. El tipo que iba al volante, un cincuentón con aspecto de presidente de una compañía petrolera, sacó como por movimiento compulsivo una cartera de piel y se puso a contar billetes de cien dólares. Chuchi le tocó el claxon y el presidente de la petrolera respingó como una señorita de Atlanta sorprendida en el vestidor por el chófer negro de papá. Chuchi se pasó la lengua bien engrasada por aquellos labios de saxofonista que tenía, y el conductor del descapotable metalizado hizo ademán de guardar enseguida aquella fortuna. Sólo que entonces me miró, y yo le sonreí con aquella mezcla de ingenuidad y sensualidad que, según Chuchi, causaba destrozos tanto entre hombres como entre mujeres, y el presidente de la petrolera también sonrió, y dejó la cartera a medio guardar. El atasco empezó a desbaratarse por las buenas.
—Tócate el parqué, mi hijo, que lo tienes en el bote —me dijo Chuchi.
El descapotable metalizado ya empezaba a adelantarnos. Yo me toqué lo mejor que supe, pero sin exagerar la procacidad, lo que Chuchi llamaba el parqué o el mercado de valores, y el de la petrolera empezó a tener problemas con las cervicales, porque tenía que retorcer mucho el cuello para continuar mirándome. A la desesperada, de perfil, pero vocalizando bien con los labios, me dijo:
—Next exit. Wait for me.
—Nos espera en la próxima salida —me dijo Chuchi.
—Ya lo sé, no estoy ciego. Y me espera a mí.
—Uy, uy, uy, la estrella de la jaigüei —se burló él—. Si te provoca, te bajas aquí mismo y echas una carrerita. Seguro que se te pone a tiro la carroza de plata.
—Déjate de pendejadas, Chuchi. —Me molestaba de pronto que Chuchi se apuntase a todos mis éxitos—. Nos está esperando Tom Montgomery.
—A ese papasito podemos verlo cualquier otro día. El del descapotable no se va a pasar toda la tarde esperándonos.
—El del descapotable se lo habrá pensado mejor.
—Por mi culpa. Es lo que estás pensando. Por mi culpa.
—Pendejo.
—Nos descarriamos en la próxima salida —decidió Chuchi—. No nos cuesta nada. A lo mejor al semental de turno que se tiene que ensartar hoy a Tom Montgomery se le ha atascado el engranaje y se quedan rodando hasta que Raquelita Welch se gane un Oscar.
Pero en la próxima salida no había ni rastro del descapotable metalizado y Chuchi empezó a dar vueltas por una urbanización llena de condominios que parecían las galerías de la cárcel de Carabanchel, según las había visto yo en los periódicos. Me acordé del pobre Luisito y volvió a entrarme la risa. Daba la impresión de que Chuchi se conocía bien aquel enredo de calles destartaladas y desiertas, en las que era imposible que viviera el presidente de una petrolera. Chuchi bajó la velocidad del toyota, señaló un apartamento de aspecto mugriento y deshabitado y me dijo:
—Ahí vivía la puta Selena. Estaba en el cuerpo de bomberos de Los Ángeles y me dejó por una domadora de delfines que se hacía llamar Afila, así que ya te puedes figurar cómo era. Atila trabajaba en el Marine World de San Diego. La puta Selena me dijo que Atila era mucho más femenina que yo, que por eso me dejaba.
Chuchi soltó una carcajada como un alarido que hizo que ladrasen los perros de tres o cuatro apartamentos cercanos. Luego puso el toyota como un cohete y se dedicó a hacer eslalon frenético por aquel laberinto de calles a medio asfaltar, y yo me imaginé enseguida que la peregrinación a la casa de su antiguo amor iba a terminar en el hospital o en chirona. Pero Chuchi dijo de pronto:
—Ya llegamos, esto es Glendale. En cinco minutos estamos en los Montgomery Studios.
Y era verdad que el paisaje había variado de sopetón. A lo mejor por culpa del susto yo no me había dado cuenta de cuándo se había producido el cambio, pero ahora estábamos en un sitio idéntico a North Hollywood, a Burbank, a Van Nuys, a cualquiera de las tranquilas ciudades del Valle. Entramos en una calle ancha y llena de semáforos perezosos, con casas caras con jardines cuidados a uno y otro lado de la calzada. Chuchi se puso a conducir como un ciudadano prácticamente ejemplar y un coche de la policía nos rebasó sin que los agentes volvieran siquiera la cabeza para observarnos. En el radiocasete del coche volvió a sonar, como por arte de magia, aquel concierto de gemidos roncos y venéreos que se parecía mucho al barullo de una perrera. Chuchi lo apagó.
—El del descapotable metalizado sí que puede vivir por aquí —dije.
—Después del edificio gris —dijo Chuchi—, la primera a la izquierda y la primera a la derecha, si no me equivoco.
No se equivocó, pero porque no se refería a la casa del supuesto presidente de una compañía petrolera, sino a lo que él llamaba, chuflón, los Montgomery Studios. A primera vista, era una casa corriente, típica de California, de madera pintada de gris verdoso y tejado de latón, con una pequeña yarda delantera cubierta de césped regado por dos aspersores rutinarios y un camino de grava que conducía a un porche con demasiadas macetas con plantas. Cuando Chuchi llamó al timbre de la puerta, casi enseguida abrió un fulano medio calvo y con bigote y vestido de policía de carretera, aunque con la camisa abierta hasta el ombligo y las mangas enrolladas hasta los sobacos. No era ningún Mister Olimpia. Chuchi preguntó por Tom y el fulano le miró con desconfianza, pero luego se fijó en mí y comprendí que le gustaba lo que veía. Abrió la puerta del todo y nos hizo una señal para que pasáramos.
El living de los Montgomery Studios era como el de la casa de Chuchi. Había un sofá de hule marrón, comprado seguramente en un garage sale, y, por el suelo, montones de cojines que pedían a gritos un lavado. En una esquina, una barra de bar con unos taburetes enclenques que no animaban mucho a sentarse en ellos, y una estantería con algunas botellas de tequila y de bourbon. Las paredes estaban llenas de fotos ampliadas de Tom Montgomery semidesnudo, o desnudo del todo, aunque de espaldas, con un culo realmente glorioso y su mandíbula de chico sanote y deportivo. Sobre una coffee table de estilo rústico que había a un lado del sofá, ejemplares atrasados de Blush enseñaban en la portada a Tom haciendo alarde de Empire State, como lo llamaba Chuchi, pero al poner en relación aquella delantera con aquel trasero de las paredes tuve la impresión de que el Empire State era artificial.
El fulano vestido de policía nos hizo señas de que esperásemos. Parecía mudo.
—¿Tom vive aquí? —le pregunté a Chuchi.
—No, chico. Vive por Studio City, con sus viejos. Esto es sólo su Paramount.
Las cortinas de la ventana que daba al porche tenían dibujos de Walt Disney. El fulano vestido de policía volvió y nos hizo señas para que lo siguiéramos.
—Es mudo —dije.
—Seguro que está concentrado —dijo Chuchi—. No es nada fácil que se te pare a capricho del director.
El director era el rubio de la portada de Blush y llevaba un albornoz a rayas blancas y negras, como los de los bañistas que aparecen en las postales antiguas de la playa de La Concha o de Biarritz. Estaba en aquel momento dándole instrucciones a un chico hispano de aspecto desnutrido, pero con un Empire State descomunal, que se había tumbado boca arriba, completamente desnudo, sobre una Harley-Davidson del tamaño de un tanque. El chico se manipulaba el rascacielos con mucha parsimonia, sin alterarse por las indicaciones del director, que le pedía que lo mantuviera en una dirección a todas luces inhumana. Cuando el chico consiguió mantener la contorsión que se le pedía, el director se quitó el albornoz en un santiamén, se encaramó sobre los estribos de la moto y, con una puntería digna de un Oscar al mejor montaje, se encajó el rascacielos hasta el esófago.
—Action! —ordenó.
La Harley-Davidson resplandecía bajo los focos. Tom Montgomery se agitaba como si estuviera encima de un toro mecánico. El chico del rascacielos ponía caras de víctima de un cólico nefrítico. Todo se desarrollaba en una especie de cobertizo construido con uralita y lonas militares en la yarda trasera de la casa, entre un desbarajuste de focos, trípodes, cables y cajas de todos los tamaños. Las tapias de la propiedad habían sido prolongadas en aquella parte con un cañizo para defenderse de miradas indiscretas, y un hombretón de rasgos medio apaches y con aspecto de picapedrero manejaba a mano la cámara, que puso muy cerca del check point, como dijo Chuchi. La toma duró poco más de media hora, y se tuvo que interrumpir cuando Tom Montgomery perdió el equilibrio y estuvo a punto de perder también la dentadura. Recuperado, dedicó diez minutos más a hacerse primeros planos jadeantes y extasiados, y otros diez a tomar primeros planos del chico del rascacielos resoplando como una locomotora.
—¿Tú serías capaz de hacer eso, chico? —me preguntó Chuchi.
—¿Resoplar? Claro que sí.
—No, lo de antes.
Lo pensé un momento.
—¿Lo del chico o lo de Tom?
—Lo del chico.
—No lo sé.
—¿Y lo de Tom?
—¡Eso sí que no!
Chuchi se puso a reírse por lo bajito como si algo empezara a hervirle dentro de la boca. Arrimó los labios a mi oreja y susurró:
—Brother, nunca digas nunca jamás.
El fulano vestido de policía, que se había quedado junto a nosotros durante el rodaje de la secuencia de la Harley-Davidson, salió corriendo hacia el set y se puso a hacer ejercicios de calentamiento delante del director. Pero los focos se apagaron y el tiarrón de la cámara se hizo cargo enseguida del cambio del atrezo. Arrastró la moto hasta dejarla apoyada en la tapia y luego sacó unos urinarios de pared que fue colgando en el fondo del cobertizo. Estaba claro que la próxima escena iba a tener lugar en unos meaderos públicos, en los de un parque o a lo mejor en los de una estación de tren. Volví a acordarme de Luisito y me lo imaginé al pobre con las manos en la masa y al policía enmascarado aguantando como un jabato hasta el momento exacto en el que ya no había posibilidad de dar marcha atrás. No estaba bien que me riese de Luisito, pero es que había que estar muy cegato o muy salido, qué risa, para confundir a Pepa Gutiérrez con un señor con bigote, porque seguro que el policía enmascarado llevaba bigote. El director le dijo al fulano vestido de policía de carretera que se lo jugase frío, como decía Chuchi, que se lo tomase con calma, y luego se volvió y se vino hacia nosotros.
Tom Montgomery era más bajito de lo que parecía en las fotos, sobre todo dentro de aquel albornoz que le ponía pinta de osito de peluche. Era rubio de bote, porque las raíces del pelo las tenía oscuras, pero de todas maneras su piel era clara y bonita, el bronceado le quedaba muy elegante y todo él era como un bizcocho doradito. De cerca, no tenía ninguna pinta de vicioso o de tiburón del negocio de la pornografía, y su sonrisa parecía la de un colegial. Saludó a Chuchi de un modo muy cálido y sencillo y le guiñó un ojo, y luego se dedicó durante una eternidad a retratarme de la cabeza a los pies. Dijo algo que no entendí del todo.
—Dice que te desparramas de sabroso —tradujo Chuchi.
Pero Tom había dicho algo de McDonald’s, eso seguro.
—Vamos a su despacho —dijo luego Chuchi, pero eso no tenía que habérmelo traducido porque lo entendí perfectamente.
El despacho de Tom daba a la yarda de atrás y, al contrario del living, estaba muy bien amueblado y arreglado. Además, en las paredes no había sólo fotos de Tom, también había una de Al Parker solo, y otra de Al Parker y Casey Donovan, los protagonistas de El otro lado de Aspen, una película gay pornográfica que estaba causando sensación. En la pared de detrás de la mesa de despacho Tom había colgado su diploma de graduado por UCLA y la foto con orla de su promoción, él casi en el centro de medio centenar de chicos y chicas con caritas de panecillos a medio cocer. También había sobre la mesa otras revistas del ramo, aparte de Blush, y muchas fotos de chicos con el rascacielos bien empecinado, como decía Chuchi. La mayoría de las fotos habían sido tomadas con máquinas Polaroid y todos los chicos, incluso los negros, tenían algo de internos en un hospital para enfermos de hepatitis.
—Tom dice que mejor que le enseñes el material, brother —dijo Chuchi.
Pero Tom había dicho algo de unas fotos, mi inglés alcanzaba hasta ahí.
—Vamos, chico. —Chuchi llevaba ahora toda la iniciativa, con mucho balanceo de torso y mucho alboroto de dedos—. Enséñale el material. La pinga.
Miré a Tom y él parecía dispuesto a verme la pinga, si eso era lo que Chuchi ordenaba. Me levanté. Chuchi seguía alborotando con los dedos para meterme prisa. Me desabroché el botón de la cintura del bluyín y me bajé la cremallera de la bragueta y Tom se puso cómodo en su silla de despacho, con expresión de muchachito desconcertado por una fiesta sorpresa de cumpleaños. Entonces me bajé de un solo golpe el pantalón y el slip y quedé con todo el material al aire, por delante y por detrás, y Tom puso cara de profesor de matemáticas agradablemente sorprendido por el buen examen de un alumno con pocos créditos. Se levantó y, desde la ventana, llamó a todos sus muchachos.
—Les ha dicho que quiere que vean al nuevo Jeff York —me dijo Chuchi.
Pero Tom no había dicho nada de eso, sólo les había pedido que viniesen to see something. Lo había pedido con bastante entusiasmo, eso sí. Jeff York era un modelo exclusivo de Fox Studio, uno de los más famosos grupos editoriales de material masculino para mayores de veintiún años, y todos los modelos que ofrecía eran ejemplares apoteósicos, pero Jeff York tenía un aspecto más finito de lo común en el catálogo de Fox, no era un mastodonte bigotudo y con pectorales como tinajas, era más esbelto y más proporcionado y tenía el pelo corto, espeso, liso y rubio, y grandes ojos azules un poco perplejos, y yo lo veía siempre en los Blueboy que Chuchi compraba de segunda mano, y le decía a Chuchi que Jeff era el más guapo, con diferencia.
Al cabo de diez segundos, todos los miembros del equipo de Tom estaban en el despacho y todos me miraron por delante y por detrás y, de pronto, no sé si por los nervios, o porque aquello sólo podía pasar en California y no era cosa de desaprovechar la ocasión, el rascacielos se puso a levantarse por su cuenta y todos aplaudieron.
Después, todos felicitaron a Chuchi antes de volver a sus ocupaciones. También Tom felicitó a Chuchi y me dio un cachete en las nalgas y dijo, con aquel acento rarísimo que tenía, no sé qué del monday.
—Quiere que hagas una prueba el lunes —dijo Chuchi—, pero ni una empinada más antes de firmar el contrato, brother.
Tom salió del despacho y Chuchi se fue detrás de él hablándole del contrato y Tom decía que sí con la cabeza a todo. Chuchi tardó más de media hora en volver, pero yo me quedé todo ese tiempo solo en el despacho de Tom Montgomery, mirando todas las fotos y todos los pósters de las paredes como un marqués rodeado de retratos de familia, convencido de que a partir del lunes pasaría a ser uno de ellos, empezaría a ser conocido en el sex shop de Hollywood Boulevard, y en todos los demás en los que enseguida se vendería gracias a mí la revista Blush, y después me haría famoso por las películas de Tom y ganaría mucho dinero porque ése era el cine que ahora estaba triunfando, entre los gays y entre los no gays, la pornografía se había puesto de moda aquel año en California, como las cazadoras de Members Only y como decir gorgeous todo el tiempo, no había más que ver abarrotados los cines en los que daban Garganta profunda, Deep Throat, llenos de parejas corrientes, de matrimonios muy respetables y muy entusiasmados, y eso que Linda Lovelace, la protagonista, la extraordinaria chica que tenía el clítoris en la garganta, a mí me parecía un coquito, y los tíos que ponían a prueba la capacidad de la dichosa garganta tampoco eran Robert Taylor precisamente, pero cualquiera diría que esa cochambrería medio zarrapastrosa, o Detrás de la puerta verde o El diablo dentro de miss Jones, las dos con una mulata que se llamaba Georgina Spelvin y que lo tenía profundo todo, no sólo la garganta, cualquiera pensaría que aquellos mediometrajes rodados de cualquier forma eran superproducciones como Lawrence de Arabia, y estaban arrasando en taquilla, en salas en las que antes habían puesto Easy Rider o American Graffiti, aunque también era verdad que Al otro lado de Aspen, con Al Parker y Casey Donovan, aún tenía que venderse por correo, sólo a mayores de veintiún años, y cada cinta costaba un dineral, pero no era nada más que cuestión de tiempo, yo estaba convencido, seguro que pronto serían más famosos que Julie Andrews, y quizás yo trabajaría con ellos dentro de muy poco, porque en California pasaban esas cosas, llegaba un desconocido como yo, llegaba de un país en el que lo único especial que pasaba era que se estaba muriendo Franco, y que a Luisito Soler lo había detenido la policía por hacer lo que ahora estaban haciendo en el cobertizo, delante de la cámara, el fulano vestido de policía y Tom Montgomery vestido de ejecutivo, yo los veía por la ventana del despacho, y me acordaba de Luisito y me daba la risa, me moría de pronto de ganas de llamarlo y decirle: Luisito, el monday voy a interpretarte, voy a hacer de muchachito ingenuo, pero bien jot, bien bravo, voy a magrearle la pinga en un meadero público a un policía y se lo voy a hacer con un noujau que ni te imaginas, a un policía vestido de policía, no como el tuyo, California es así, y encima nadie va a meterme en la cárcel, nadie me va a jailear, brother, encima van a pagarme un buen money, como todo me salga bien voy a convertirme no sólo en el nuevo Jeff York, que no te explico cómo es para que no te dé una embolia de la impresión, voy a convertirme en el nuevo Valentino, el nuevo César Romero, el nuevo Ricardo Montalbán, el nuevo Fernando Lamas, el nuevo latin lover de Hollywood, sólo que en el escrín del porno duro, el hardcore, ahí está el futuro, Luisito, no en aquellas muvis de señoritas atribuladas por pamemas y lechuguinos engominados, ni en estas moderneces revenidas de moteros que piden a gritos una londri o de brokers en esníquers que se enamoran de pobretonas con leucemia, ahí está el porvenir, aquí, en California, este sitio donde te puedes inventar toda tu vida sin que nadie te lo eche en cuenta y donde tienes que aprender a hablar de otra forma, ya ves, no sabes lo bien que se siente uno, lo libre que te sientes, pobre Luisito, hablando este desbarajuste.
Chuchi regresó y dijo, hecho todo un mánager de artistas:
—Nos vamos, todo okey, el lunes empiezas. Yo me quedo el veinte por ciento de tu payment. Ya te puedes aplicar una buena clínap general, por dentro y por fuera, el fin de semana.
—Yes —dije, feliz, lleno de buena onda.
Lo pronuncié a la española, exprimiendo bien la «y»: yes.