Al cabo de unos meses, dejé de ser remero. Un buen día Peter dejó de hablar en presente de mis hazañas deportivas sobre una piragua y pasó a referirse a ellas en pretérito, como si una grave lesión o la pérdida del necesario espíritu de sacrificio, que no la edad, me hubiesen retirado prematura y lamentablemente de mis viriles ejercicios sobre las aguas. No volví a subir a una piragua de competición hasta el verano del 74, en California.

Peter Martin y yo nos conocimos en 1971, en la Gran Vía de Madrid, una de esas tardes de finales de primavera en las que, a causa de los repentinos cambios climatológicos, se cruza por la calle gente en manga corta y gente con ropa de abrigo. Yo llevaba un Lacoste falsificado de color verde esmeralda que había comprado el verano anterior en Bangkok, durante el viaje de fin de carrera, y que entonces me ponía casi a diario porque, no sólo en mi opinión, me favorecía muchísimo: subrayaba el verde algo confuso de mis ojos y me quedaba pegado al cuerpo, con el faldón trasero alargado a la americana para poder llevarlo por dentro del pantalón sin que se formaran arrugas en el culo, y con los bordes de las mangas cortas ciñéndome los brazos, lo que me marcaba los hombros y los bíceps, bien definidos por pura consideración de la madre naturaleza. Pasaba por delante del hotel en el que Peter estaba hospedado y él, que salía en aquel instante, demasiado abrigado para la temperatura que hacía, me siguió.

Se puso a mi altura, me miró con una sonrisa de captador de los Testigos de Jehová, y me dijo:

—Tienes espaldas de rower.

Hablaba con un acento extraño, poco marcado para un extranjero auténtico, pero demasiado exótico para tener frenillo o no ser más que un cursi.

—¿Tengo espaldas de qué? —le pregunté, cauteloso.

—De remero —e hizo con los brazos el gesto de remar.

Entonces, sin dudarlo un instante, con una sonrisa de recién captado por los Testigos de Jehová y un leve movimiento de cabeza, le dije que sí, que había dado en el clavo.

—Eres un remero, ¿no es cierto? —insistió él.

Yes —remaché yo, pronunciando bien la «y» a la española.

Y así fue como me convertí para aquel norteamericano rico, guapo, maduro y elegante a la manera californiana, en un vigoroso remero —vasco, naturalmente— por las bravías aguas del norte de España, en las que, según le expliqué sin pestañear, competía todo el tiempo en regatas marítimas y fluviales y había conseguido trofeos prácticamente olímpicos.

Peter y yo estuvimos juntos ocho años y nunca me organizó un escándalo o una chirigota a propósito de eso. Y es que, la verdad, yo no he remado en mi vida. Más aún: pongo el pie en una barca y me mareo, aunque el mar o el río parezcan estar narcotizados. Pero, como tantos norteamericanos, Peter tenía un concepto novelesco del deporte y de la geografía, así que me instalé en sus fantasías eróticas como un aguerrido piragüista que surcaba aguas turbulentas y septentrionales bañado en sudor y sobrado de testosterona, un esbelto pero enérgico atleta acuático que sólo abandonaba los parajes ásperos y las corrientes peligrosas para verle a él un par de días a la semana y demostrarle que un rudo deportista también puede ser muy dulce. Y lo cierto es que yo mismo llegué a coquetear con el ensueño que me convertía en un musculoso y radiante remero, y seguro que resultaba muy convincente cuando, al principio de nuestra relación, le contaba a Peter mis durísimos entrenamientos en mar picado y en ríos feroces. Al fin y al cabo, también seguí durante mucho tiempo comportándome como corresponde al capricho español de un yanqui millonario, aunque tardé muy poco en descubrir que no era tan yanqui —sus padres, con Peter recién nacido, habían emigrado a Nueva York desde Venezuela en 1912, y él luego se cambiaría su apellido, Martínez, por el de Martin— ni tan millonario, porque yo conseguía no privarme de nada y en más de una ocasión comprendí que le provocaba momentáneos problemas de liquidez y una saturación desaprensiva de su tarjeta del Diner’s. Pese a todo, o tal vez gracias a aquellas ficciones tan desmesuradas y tan cinematográficas, aquella relación se consolidó, nos fuimos a vivir a un apartamento que él alquiló y convirtió en su hogar madrileño, aunque pasaba más de seis meses al año en su casa del californiano Valle de San Fernando o viajando por dudosas razones profesionales, y yo no tuve más remedio que interrumpir bruscamente, aunque no recuerdo bien en qué momento, mis impetuosos entrenamientos náuticos. Él nunca se quejó de que en ocasiones le pusiera en apuros económicos. Nunca me preguntó qué había sido de mis entusiasmos piragüistas y nunca bromeó sobre ello. Ni siquiera cuando, en nuestro primer viaje a Venecia, apalabramos un romántico paseo en góndola por los canales y lo tuvimos que interrumpir a los cinco minutos de apacible navegación, porque yo me puse malísimo.

El trabajo de Peter me pareció siempre un poco impreciso. Era incapaz de comprender que pudiera ganarse bien la vida con aquella pantomima que llamaba «relaciones públicas». En la España de 1971, aquello de «relaciones públicas» sonaba a camelo incompatible con cualquier actividad seria, sobre todo si se decía en inglés, public relations, que era como solía decirlo Peter cuando, en Madrid, alguien le preguntaba por su trabajo. Era public relations de una compañía de seguros de Los Ángeles, la Gordon National Life, que todos los años organizaba presentaciones por las localidades eternamente veraniegas del condado de San Diego. Los actos tenían lugar durante el mes de julio y Peter hacía de presentador y showman, como él se esmeraba siempre en recalcar, pero sus obligaciones empezaban, nunca supe por qué, a finales de abril con una gira por medio centenar de aquellas poblaciones del sur de California, en las que se reforzaba la publicidad de las pólizas de vida y los productos funerarios de la Gordon National Life. En esos actos, Peter desplegaba todo su engominado encanto de galán de cine de los años treinta.

—Yo hice más de cuarenta películas —me dijo en la habitación de su hotel de la Gran Vía, aquella tarde de primavera, después de verificar que mi constitución atlética no era pura fachada y de que yo le asegurase que había estado a punto de proclamarme el mes anterior subcampeón de España en individual de remo—. Trabajé con Lana Turner, con Cyd Charisse, con Glenn Ford e Ingrid Thulin, con Rock Hudson. Con montones de estrellas.

Pronunciaba los nombres de todos aquellos actores y actrices como yo no los había oído pronunciar jamás.

—Y estuve a punto de ser el protagonista de Golden Boy —añadió con un nebuloso deje de melancolía—. Rouben Mamoulian, el director, me prefería a mí, pero al final la Columbia se decidió por Billy Holden.

Peter siempre llamaba Billy a William Holden, como si aquella muestra de familiaridad le compensase un poco del disgusto de no haber entrado por su culpa en el firmamento de las estrellas. Pasado el tiempo, en alguna parte leí que la Columbia y la Paramount se habían asociado precisamente para que Holden protagonizara Golden Boy, adaptación de una ligeramente estrambótica obra de teatro de Clifford Odets sobre el mundo del boxeo, pero Peter alimentaba sin el menor desánimo el espejismo de su mala suerte, trenzada con hilos de injusticia, que le había impedido convertirse en estrella. En cualquier caso, Peter siempre recalcaba que el bueno de Billy, de quien llegó a ser tan amigo —decía—, no tuvo nada que ver en la decisión de la Columbia, ni siquiera en el caso de que fuera cierto lo que se rumoreaba entre los agentes de actores, el interés de uno de los gerifaltes de la productora por el guapo muchachote de Illinois que estaba causando sensación con su aspecto masculino y nada pretencioso, y al que esperaba propinarle al menos un buen repaso oral aprovechando el barullo de alguna fiesta alcohólica y desenfrenada. Yo le dije a Peter que a mí también me gustaba muchísimo William Holden, pero que el que más me gustaba de todos, con diferencia, era Rock Hudson.

—Es muy amigo mío. Cuando vuelva de América te traeré un autógrafo suyo —me prometió.

Cuando, en el mes de octubre, volvió a Madrid con el desganado propósito de tantear las posibilidades de expansión de la Gordon National Life en Europa, me trajo una postal de los Estudios Universal en cuyo reverso Rock Hudson me había dedicado un cariñoso saludo y su firma. Yo había visto pocas semanas antes la firma del actor en una revista de cine, sobre una fotografía en blanco y negro de los inicios de su carrera, y había recortado y guardado la foto sin acordarme de la promesa de Peter. Luego, encantado de que el apuesto y viril actor del que se rumoreaba que entendía me hubiese dedicado media docena de palabras —y tal vez hubiese tenido fantasías eróticas con aquel joven español que era remero profesional, en el jardín de su casa, tumbado en una hamaca de lona a rayas blancas y negras, mientras acariciaba la cabeza de su perrazo de color canela y disfrutaba de la elegancia de las columnas clásicas que rodeaban la fantástica piscina—, al comparar las dos firmas, la de la foto de la revista y la de la postal de los Estudios Universal, comprobé que no se parecían en nada. También comprobé que la letra de Rock Hudson, en cambio, se parecía un montón a la de Peter. A Peter nunca se lo dije.

A Rock Hudson tampoco, claro. Y eso que aquel verano de 1974, recién llegado a Hollywood, Peter me llevó a una visita guiada de los Estudios Universal, donde, además de atravesar el charco en el que Charlton Heston, disfrazado de Moisés, abrió las aguas del Mar Rojo en Los diez mandamientos, y de verificar lo falso que era todo en la meca del cine, asistí a dos o tres minutos del rodaje de MacMillan and Wife, aquella interminable serie de televisión sobre un comisario y su señora que protagonizaban Hudson y Susan Sáint James. Hudson estaba ya muy estropeado y aquel día no parecía muy concentrado en su papel, así que no era cosa de amargarle más la jornada con el cuento de que aquel desaprensivo le había falsificado la firma en el reverso de una postal en la que se veía la mano gigantesca en cartón piedra que había a la entrada de los estudios. Por fortuna, la mirada de Hudson y la mía se cruzaron durante un instante, y aquello me bastó para imaginar que Rock, al volver a su casa y tumbarse en la hamaca y acariciar a su perro y contemplar el reflejo de las columnas clásicas en las aguas increíblemente azules de su piscina, tendría fantasías eróticas con aquel muchacho de aspecto europeo y anchos hombros de piragüista cuyos ojos verdosos no conseguía olvidar.

En 1974, a los tres años largos de haber terminado la carrera, yo no había conseguido aún ningún trabajo fijo, y Peter entonces me propuso unas largas vacaciones veraniegas en California, con todos los gastos pagados, por supuesto. Él daba por hecho que los gastos tampoco iban a ser excesivos. Viviría en su casa en North Hollywood, una casa de estilo español que compartía con el vicepresidente de la Golden National Life, según un arreglo muy conveniente para ambos, y ya se sabe que donde comen dos comen tres, y que un lavado más en la lavadora a la semana no arruina a nadie, y que en un coche cabe otro pasajero, y ellos no iban a cometer la grosería de reclamar mi parte del combustible, y además el vicepresidente de la Gordon National Life, George Ryker, pequeñito y pelirrojo y con una soriasis que le devoraba todo el cuerpo, era el hombre más generoso del mundo. Tan generoso que yo enseguida sospeché que entre George y Peter alguna vez hubo algo más que una buena amistad.

—Te presentaré a gente divina —me dijo Peter.

Me presentaría a César Romero, a Ricardo Montalbán, a Fernando Lamas, a Raquel Welch, a todo el firmamento latino, incluida La Gran Ynka, y, desde luego, a Rock Hudson, aunque de latino no tuviese un pelo. Yo sabía, más o menos, quiénes eran todos, menos La Gran Ynka, y entonces Peter hizo que el vicepresidente de la Gordon National Life le enviase por correo aéreo certificado una cinta de Ynka Pumar en la que aquella señora pegaba sin respiro unos alaridos indecorosos y capaces de descerrajar una puerta.

—¿Y yo qué digo en casa?

—Que vas a trabajar como periodista. También te presentaré a Hugo de la Cuesta, que es el director de Panorama, la revista en español para la comunidad latina de Los Ángeles, y ya verás como te publica algo que le puedes mandar a tus padres para que vean que te ganas tu dinerito.

Aquella primavera, en Semana Santa, fuimos a Londres a recoger algunos cuadros que le había dejado a Peter en su testamento su cuñada Gabrielle Levy, porque Peter se había casado en su vida dos veces, y las dos con respetables ancianas podridas de dinero que le paseaban por medio mundo como a gift from heaven. De las dos se divorció —o, mejor, las dos se divorciaron de él— y de las dos recibió una compensación económica respetable, aunque no tanto como la que habría recibido de haberlas heredado. Aquellos óleos y acuarelas sin enmarcar que se amontonaban en un enorme piso de Kensington eran el último obsequio de su familia política, y yo aún tengo en el salón de mi casa un típico desnudo femenino de academia que resulta de lo más incongruente.

Un fin de semana fuimos a París, donde Peter aseguraba haber tenido una novia que bailaba en el Moulin Rouge después de la Primera Guerra Mundial, y durante un largo puente festivo estuvimos en Venecia, en cuyo canales naufragó para siempre mi historial deportivo.

A mediados de abril, Peter regresó a Los Ángeles, porque entonces tenía que cumplir sus verdaderos compromisos con la Gordon National Life, y yo, antes de que terminara el curso, a punto estuve de escaparme a las antípodas con un fornido y barbudo granjero australiano que me prometió construirme con sus propias manos un chalé de ensueño y tratarme como a un rajá. No me decidí porque siempre me han dado aprensión los hombres barbudos.

Así que, cuando llegó el verano, Peter me mandó un billete de ida y vuelta con tarifa apex, y el primero de julio subí en Barajas a un avión de la TWA con cincuenta dólares en el bolsillo y un guardia civil de Lladró que había comprado de regalo para Peter y George. Ni se me pasó por la cabeza que enseguida iba a ganar 147 dólares sólo por acompañar a una vieja gloria emperifollada, en calidad de regalo del cielo, a un concierto de Sinatra en el Hollywood Bowl.