Cuando, al concluir la quinta entrevista que mantuvimos, el head hunter me reveló que la empresa era Anaheim España, dije:
—Caramba, esto es como volver a California.
En Anaheim, a pocas millas de Los Ángeles, está Disneyland, el primero de todos los parques de atracciones construidos por los Estudios Disney en Estados Unidos o en cualquier otro lugar de mundo. Peter y George me llevaron a visitarlo un fin de semana, aquel agosto del 74, cuando California era el paraíso y alguien me esperaba cada día, en cualquier parte, con los brazos abiertos, y también allí los vigilantes me exigieron que, en nombre de la decencia familiar, supongo, me abotonara la camisa, que yo siempre llevaba desabrochada hasta el estómago. En Anaheim España llevé, desde el primer día, chaqueta y corbata, pero con el tiempo podría comprobar que también ahí la decencia familiar la entendían a su manera.
Anaheim España es una de las filiales europeas de Anaheim Entertainment Company, con sede central en Santa Ana, y, en contra de lo que puede indicar su nombre, no se dedica a la producción de espectáculos musicales o a la organización de concursos de belleza o a la prostitución de lujo, sino a la fabricación de programas informáticos recreativos. Hace nueve años, la filial española buscaba un asesor para el Departamento de Comunicación y encargaron la selección a una consultora de «cazadores de cabezas», expresión que, considerada con benevolencia, no deja de tener un tufillo a viejas películas del Oeste. Yo entonces trabajaba a tiempo parcial, sólo por las mañanas, con un sueldo discreto, pero con muchas facilidades para organizar mi horario laboral y para compensar a mi gusto las ausencias o los excesos de dedicación, en ocasiones muy concretas, como asesor del presidente para las relaciones con los medios en una federación sectorial de organizaciones de servicios estratégicos, galimatías difícil de entender incluso para mí mismo y, por tanto, casi imposible de explicar sin que a los desconcertados interlocutores les resultara sospechoso o hilarante. En cualquier caso, a través de uno de aquellos escurridizos servicios estratégicos, un «cazador de cabezas» que me conocía y que apreciaba, por lo visto, mis nebulosas capacidades profesionales, me llamó para proponerme un buen puesto en una potente empresa de matriz norteamericana y con fabulosas perspectivas de expansión en el mercado español de la producción informática de ocio y cultura de gama alta. La retribución era excelente, sobre todo si se renunciaba a una relación laboral reglada y se firmaba un contrato mercantil por prestación de servicios profesionales, con cláusulas que discutir y acordar con la mejor voluntad por ambas partes. Yo insistí en la flexibilidad en el horario como condición inexcusable, con absoluta disponibilidad cuando las ocasiones lo requiriesen, y fijamos un blindaje económico que a mí se me antojó excesivo cuando mi abogado lo propuso, pero que Anaheim España aceptó sin más resistencia que un inicial asombro simbólico. Y así fue como di con mi cabeza, científicamente cazada, en aquella compañía cuyo nombre tuvo la peligrosa amabilidad de recordarme la California en la que tanto y de manera, en el fondo, tan inocentona había yo desbarrado treinta años atrás. Claro que, con el tiempo, alguien me reprocharía haberme dejado precisamente la cabeza en el camino.
Al año de empezar mi trabajo en Anaheim, tan suculentamente retribuido, cambié de casa y, tres años después, me convencí de que merecía la pena compartirla con Álex, un espectacular muchacho valenciano que había terminado los estudios en una importante escuela de negocios, se proponía hacer algún master que mejorase su expediente académico y sus perspectivas de trabajo, y recibía una asignación mensual repentinamente escasa tras el reciente y turbulento divorcio de sus padres. Un escritor amigo mío, con quien una vez, cuando los dos éramos treintañeros, inventé una absurda, pero bastante divertida ficción amorosa —que luego se prolongaría en esa amistad, tan frecuente entre los devotos de san Corydon, que se parece mucho a un parentesco cercano—, me preguntó si había perdido la cabeza y yo le dije que seguramente sí, pero que nunca es tarde para dejarse llevar por el corazón y por lo que cae un poco más abajo del corazón. Además, para compensar, y para que el batacazo, con un poco de suerte, acabara siendo apoteósico, Álex, a sus veinticuatro años, tenía la cabeza en su sitio.
—Me llamo Álex, y estoy aquí porque necesito pelas y esto es más descansado que subirse a un andamio o servir copas toda la noche —me dijo cuando le conocí, en una sauna del centro de la capital en la que se favorecían encuentros discretos entre señores de cierta relevancia social, o precavidos hombres de negocios, y chicos rigurosamente controlados por el encargado del local.
A pesar de tan diáfana declaración de intenciones, Álex parecía primerizo, mal entrenado y poco animado a trabajar en la prostitución a destajo, por eso había elegido aquella sauna, y no la más conocida de la especialidad, más concurrida y bullanguera, pero mucho menos exigente en la selección de clientes y muchachos y con tarifas mucho más bajas. De hecho, me dijo que era la primera vez que estaba dispuesto a irse con alguien por dinero, y le creí. También me dijo que, a pesar de todo, yo le gustaba, y también le creí. He ido muy pocas veces en mi vida a una sauna —nunca fui a la que había en North Hollywood, en Vineland Avenue, a quince minutos andando de la casa de Peter— y, cuando lo he hecho, siempre he sido incapaz de relajarme y me he sentido incómodo e impaciente, con ganas de terminar cuanto antes, y me prometía no volver nunca más. Por eso le propuse a Álex que saliéramos juntos enseguida, pero él me dijo que necesitaba hacer como mínimo treinta mil pesetas. Le dije que yo se las daba y me preguntó si vivía lejos, pero le aclaré que no quería hacer nada con él, sólo charlar un rato en alguna parte, cenar juntos si le apetecía, quedar en otro momento. Muy profesional, dijo que no aceptaba dinero a cambio de nada, y yo le dije que lo aceptase a cambio de su compañía, pero dijo, en un tono orgulloso que se me antojó encantadoramente infantil, que él no vendía su compañía, él sólo vendía su cuerpo. Yo le dije que no tenía el menor interés en comprar su cuerpo, y que lo único que esperaba era que su compañía fuese lo bastante agradable como para sentirme bien ayudándole con el dinero que necesitaba, y que, si lo prefería, lo considerase un préstamo, que me devolvería cuando fuese millonario. Me dio un abrazo muy cálido y un beso fraternal, y pasamos una noche estupenda hablando de su vida, de sus ilusiones, de sus proyectos inmediatos y no tan inmediatos y, desde luego, de sus necesidades. Cenamos en un restaurante frecuentado por caballeros solteros y acomodados, o dispuestos a aparentarlo aun a costa de no poder pagar a fin de mes el recibo de la luz, que se quedaron boquiabiertos —y, por tanto, a punto de morir de inanición— ante aquel monumento con pinta de niño bien, y luego le llevé al hostal en el que, según me dijo, vivía en espera de poder permitirse algo mejor. Le di el dinero que necesitaba y quedé en llamarlo al día siguiente.
No lo hice. Tampoco él me llamó, pese a que nos habíamos intercambiado los números de teléfono y nos habíamos prometido darnos la oportunidad de conocernos mejor y, en cualquier caso, cumplir sin agobios todo lo que habíamos dejado pendiente. Una noche, meses después, nos encontramos por azar en una discoteca gay cuya clientela tenía una media de edad que no bajaba de los cincuenta años, y eso porque siempre había media docena de muchachos con aficiones arqueológicas. Me aseguró que era la primera vez que iba por allí, y le creí. Tampoco yo frecuentaba mucho aquel local, entre otros motivos porque los jóvenes arqueólogos eran siempre los mismos y pasaban de ruina en ruina con la comprensible ansiedad de quien conoce los riegos de una afición tan alejada de la lozanía, y, encima, para ellos, a mí me faltaban unos cuantos años y bastantes kilos para ser una antigüedad apetecible. Pero a veces iba con algún amigo, después de cenar o al salir del cine, y me dedicaba a la repugnante diversión de echarme más años de los que en realidad tenía, y a demostrar que, pese a las apariencias, también atesoraba mis michelines, cuando alguno de aquellos benditos muchachos me preguntaba la edad, la profesión —todos me encontraban una seductora pinta de ejecutivo—, el peso y, con frecuencia, si estaba casado. Desde el día en que Álex se vino a vivir a casa, las pocas veces que salía sin él y terminaba en algún tugurio para señores maduros y sus jóvenes admiradores, a esa última pregunta respondía que sí, que estaba casado, pero nunca aclaraba con quién. Álex se vino a vivir a casa tres meses después de nuestro reencuentro en la discoteca.
Mi trabajo en Anaheim España era sencillo y entretenido. En la práctica, me limitaba a encargarlo casi todo: los actos de promoción y representación, las campañas publicitarias, la organización de ruedas de prensa, los encuentros del presidente o del director general de la compañía con algunos bien seleccionados representantes de medios de comunicación, los folletos y publicaciones, los viajes de recreo para proveedores y distribuidores. Asistía a las reuniones del Comité de Dirección con voz, pero sin voto, y asesoraba al director de la revista interna que publicaba cada mes el Departamento de Recursos Humanos. En ocasiones, tenía que redactar textos absurdos sobre los cada vez más asombrosos programas informáticos de entretenimiento y de interés cultural que sacábamos al mercado, o borradores de discursos del presidente o del director general en los actos más variopintos, y en abril de 1996, un mes después del primer triunfo electoral del PP, mandé una carta firmada por el presidente de la compañía, y otra personal, a Luisito Soler, felicitándole por su nombramiento como secretario general en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Luisito le respondió al presidente con una rutinaria carta redactada sin duda por su jefe de gabinete, y a mí me envió otra similar, aunque, de su puño y letra y con rotulador azul, añadió: «Tenemos que vernos».
A estas alturas, al cabo de casi ocho años, nunca hemos encontrado el momento de cumplir con esa emotiva obligación. Yo a él lo he visto alguna vez en alguna foto de periódico o en algún telediario —Álex decía que estaba buenísimo—, y él, esté ahora donde esté —quizás en el Parlamento Europeo— y se dedique a lo que se dedique, quizás me haya visto también en los periódicos, hace unos meses.
Álex entró hace año y medio a trabajar en una compañía de asesores y gestores de inversión. El horario de trabajo era abusivo, y el sueldo, enclenque, pero el prestigio de la firma jugaba a favor del aguante de los empleados, y un buen currículo como el suyo, abarrotado de excelentes y carísimos cursos de posgrado —uno de ellos, de un semestre, en una escuela de negocios vinculada a la Universidad de Yale; yo corrí con todos los gastos, como regalo de cumpleaños, pero él me dijo que aquélla era, con diferencia, la mejor inversión que había hecho en toda mi vida—, permitía confiar en una promoción rápida a un puesto más desahogado y mejor remunerado. Compramos un buen coche, a tono con sus expectativas, para que no tuviera que depender de mí ni en su jornada laboral ni en sus fines de semana, cuando salía con amigos y amigas de su edad o se iba a visitar a su madre a Valencia, y en vacaciones hacíamos, siempre a principios de septiembre, un largo y aparatoso viaje cuyos preparativos ponían a prueba mis nervios, e incluso mi fe en el funcionamiento de las parejas desiguales, pero que a él le servía, además de para conocer mundo y vivir conmigo experiencias memorables, para adornar su currículo personal de cara a su familia, sus jefes, sus compañeros y sus amistades. Juntos conocimos China, Hawai, Kenia, Jamaica, Miami, Nueva York, Bali y Río de Janeiro. Nunca fui con él a California.
Bueno, nunca fui con él a California si exceptuamos la escala que hicimos en San Francisco de camino a Honolulu y, de forma simbólica, el día en que le pedí que me acompañara a la cena de gala con la que aquella especie de Disneylandia electrónica y deslocalizada que era Anaheim España celebró el quinto aniversario de la inauguración de su sede en Madrid. En aquel momento ya había conseguido yo insertar publicidad de nuestros productos en algunos números de revistas dirigidas al colectivo gay, después de una animada discusión en el Comité de Dirección, dividido, en principio, entre quienes consideraban el colectivo gay un mercado emergente y apetitoso y, por tanto, imposible de despreciar, aunque hubiera que hacer de tripas corazón, y quienes opinaban que la clientela de nuestros programas de entretenimiento e interés cultural era, primordialmente, la familia tipo de clase media-alta y, por consiguiente, aferrada a unos valores tradicionales entre los que chirriaban concesiones demasiado visibles y contraproducentes a la presión cada vez mayor de lo que algunos de los directivos llamaban lobby homosexual, y otros, más castizos y peliculeros, mafia rosa. Mi asistencia a la cena en compañía de Alex causó sensación, y eso que elegí para nosotros una mesa llena de chicas solteras o separadas, con un par de moscones domesticados por el desenfado y la picara cordialidad de ellas. La cena fue un viernes, y el lunes, al finalizar la reunión que teníamos cada mañana para organizar la semana de trabajo, Patricio, el director general, me dijo, muy risueño:
—Guapo el muchacho con el que fuiste a la cena.
Yo pensé: «Mucho más guapo, desde luego, que la gallareta de tu mujer, mamarracha del culo». Pero le dije:
—Además de guapo, es un broker con mucho talento y mucho futuro.
—El presidente preguntó si era tu hijo. —Patricio, el pobre, es uno de esos paletos de espíritu que están convencidos de tener mucha retranca y lo único que consiguen es parecer todo el tiempo abadesas estreñidas, pero sonrientes porque ofrecen sus incomodidades intestinales a Dios Nuestro Señor.
—Llamaré al presidente —le dije— y le aclararé que es mi novio.
—No hace falta, hombre. Ya lo sabe todo el mundo, incluso él.
—Te lo agradezco.
—¿Cómo dices? No tienes que agradecerme nada.
Pensé: «Llevas razón, grandísima zorra, lo suyo es agradecérselo sólo a esa víbora medio pulgarosa, como decía Chuchi, que tienes por lengua». Pero le dije:
—No seas modesto, Patricio. Seguro que tú te encargaste de informar al presidente del tipo de parentesco que tengo con ese muchacho, que por cierto se llama Alex, y seguro que lo hiciste con toda la delicadeza y todo el respeto hacia los demás que te caracterizan.
A las mamarrachas bien trajeadas y encorbatadas como Patricio les ofende mucho que alguien se burle de su retranca, sobre todo si es insinuando que cualquiera puede tener más retranca que él.
—No tienes que tomártelo así, Carlos. —Sonreía con los dientes apretados, como si la víbora que tenía dentro de la boca estuviera a punto de empezar a soltar litros de pus—. Yo respeto mucho a los maricones.
Pensé: «A lo mejor por eso respetas tanto a tu santo padre, morcilla cochambrosa, porque lo que es al resto de la Humanidad, siempre que no esté por encima de ti, le tienes tanto respeto como un buitre a un crucificado». Luego me arrepentí, porque a lo mejor su padre no tenía la culpa de nada y, en caso de tenerla, había formas más decentes de insultarlo que la de utilizar, con la misma ruindad que la petarda de su hijo, la palabra maricón. Así que le dije:
—En mi despacho tengo siempre un frasco de Listerine. Puedes ir a desinfectarte la boca siempre que quieras.
El director general lo encontró divertido y se levantó al mismo tiempo que yo y me pasó el brazo sobre los hombros y me acompañó hasta la puerta de su despacho. Después me pasé toda la mañana redactando un texto de promoción de un videojuego sobre los Sanfermines en el que los toros podían desperdigarse por toda Pamplona y causar incontables destrozos si el jugador no era todo lo hábil que se requería. Por más que intentaba hilvanar frases divertidas que despertaran el deseo de comprar Toros en San Fermín —para el mercado estadounidense, Hemingway’s Bulls—, sólo me salían sarcasmos e insinuaciones de que comprar aquello no dejaba de ser una contribución al maltrato de los animales. Al final, conseguí rematar cuatro párrafos desangelados que decidí revisar al día siguiente, con un poco más de calma.
Por la noche, en los informativos de todas las cadenas se explayaron con la noticia de los cortes de electricidad que se estaban produciendo en California, y dieron unas imágenes de Los Angeles en penumbra que no fui capaz de reconocer. Álex llegó tardísimo y le conté lo de los sorprendentes y continuos apagones californianos, pero no le dije nada de lo que había pasado con Patricio ni de lo obtuso que había estado en el trabajo durante toda la mañana. En cualquier caso, Álex había decidido no volver a acompañarme a nada que tuviera que ver con Anaheim España, porque no estaba dispuesto a pedirme a mí que le acompañase a alguna comida o alguna fiesta de su empresa. No debíamos comportarnos, me dijo, como si fuéramos Paul Newman y su señora, joder.
Unas semanas más tarde, mi amigo el escritor me llamó para presentarme a los chicos de una revista gay que querían proponerme algo y, por las mismas fechas, tuve las primeras noticias del «caso Peralba».