Capítulo XXXVII

Creo que debería marcharme ya, o trasladarme a casa de Petra y el maestro, que reciben viajeros. Verdaderamente, es lo mejor que podría hacer…

Nicolás se ha decidido ya a hacer trabajar a su rubia dama, unciéndola a un bonito vehículo que él mismo ha construido y guarnecido con hierro. La dama transporta ahora fiemo, artículo que escasea un tanto en la pequeña finca, con poco ganado todavía. También tira la yegua del arado con el mismo garbo que si arrastrase solamente la cola. Nicolás afirma que nunca tuvo noticia de un animal que se le asemejase, y su mujer asiente a las palabras del marido.

He dado un paseo por el campo nuevo, recién labrado, y he estado observándolo por todos sus extremos. He cogido un puñado de tierra en la mano, y lo he examinado con aire de aprobación, cual si yo fuese perito en la clasificación de las tierras; es de marga superior.

Proseguí mi paseo, alejándome hasta descubrir las cabezas de dragón del hotel de Petra… pero hice un rápido desvío del camino para internarme en el bosque, en busca de lugares apartados con amentos y «tu lulu lú». La atmósfera era serena y presenta la proximidad de la primavera.

Aquellos fueron mis devaneos de toda una jornada.

Vivo muy a gusto y me siento feliz. ¡Ojalá pudiera quedarme aquí! Pagaría bien, me haría útil y agradable y ni un gato se quejaría de mí. Sin embargo, aquella noche di a entender a Nicolás que había llegado ya la hora de mi partida, pues no estaba bien que yo… en fin, él mismo podría hacerse cargo de ello.

—¿No le agradaría a usted fijar aquí su residencia por algún tiempo? —me dice Nicolás—. Verdad es que aquí, para usted, no…

—Al contrario, Nicolás, y que Dios te bendiga, pues precisamente es así, pero se aproxima la primavera que es la estación en que viajo, y precisaría que estuviese muy caduco para renunciar a mi costumbre inveterada. Además, ustedes deben de estar ya fatigados de mi presencia, Ingeborg sobre todo.

Claro está, también de esto podría él hacerse cargo.

He decidido hacer mi mochila y esperar, pero no viene nadie a detenerme la mano e impedir mi partida. Así es que Nicolás se habría hecho cargo, pero no abría la boca para decírmelo. Cogí, pues, mi mochila y la deposité sobre una silla en medio de la habitación, cerrada y ostensible a todas las miradas, porque me voy. Continué esperando hasta la mañana del día siguiente, ahora ya habrán visto la mochila; pero nada. Aguardé el momento en que el ama de casa me llamó al mediodía para comer y, señalando hacia la silla que está en el centro de la habitación, le dije:

—Parece como si me fuera a marchar hoy de aquí.

—¿Sí? ¿Por qué? —me pregunta.

—¿Por qué? ¿No le parece a usted misma?

—Ya lo veo. Pero usted debería quedarse, precisamente ahora que las vacas salen ya a pastar y tienen leche más abundante.

Sin pronunciar ni una palabra más, salió.

¡Muy bien, Ingeborg! ¡Que el diablo me lleve si tú no vales un ducado! El recuerdo de Torezinnen vuelve a acudir a mi imaginación, como otras muchas veces, y se me ocurre que ahora es muy cercana la semejanza entre ella y Josefina, pues apenas las distingue el proceso de sus pensamientos, como su peculiar fraseología. Los doce años de escuela no habían edificado nada en el espíritu de esta muchacha, antes bien destruyeron cimientos que eran muy sólidos. Que sea ahora su voluntad y esta no flaquee.

Nicolás tiene que ir al mercado en busca de harina y se lleva el carro. Esta será la ocasión oportuna para irme también con él y alcanzar el vapor correo de pasado mañana; así se lo dije a Nicolás y le pagué mi hospedaje. Al tiempo que él guarnecía la yegua para uncirla al vehículo, estuve metiendo mis prendas otra vez en la mochila a toda prisa. ¡Siempre errabundo! Apenas he terminado de ordenar mi equipaje en un sitio, vuelvo a desordenarlo en otro, sin crearme un hogar ni echar raíces en ninguna parte. ¿Es sonido de campanas lo que oigo? ¡No, es que la señora Ingeborg ha echado las vacas al campo! Es el primer día que van a los prados, así abundará ahora la leche… Por fin, me llama Nicolás para la partida. Allá voy con mi mochila…

—Dígame, Nicolás, ¿no le parece que es demasiado pronto para que las vacas salgan al campo?

—Sí, señor. Pero no hay manera de hacerlas estar quietas en el establo.

Ayer fui al bosque y quise sentarme, pero no es posible sentarse sobre la nieve. Esto no puedo hacerlo yo ahora, como diez años atrás. Me es preciso aguardar hasta que haya donde pueda sentarme. No sería mal asiento una piedra, pero nadie puede utilizarlo en mayo durante mucho rato.

Nicolás miraba inquieto hacia afuera a través de la ventana.

¡Sí, es hora de partir…! Tampoco había mariposas allí. ¿Sabe usted? Aquellas mariposas que tienen alas como pensamientos, no había ninguna.

Y cuando en el bosque no se albergaba todavía la alegría y Dios mismo no había ido todavía allí, es demasiado pronto.

Nicolás escucha mi cháchara sin despegar los labios. El curso de mis palabras es alterado, como mi ánimo impregnado de suave melancolía.

Vamos a la puerta.

—Nicolás, no me voy.

Dio media vuelta y me abarcó con una mirada sonriente y bonachona.

—Nicolás, siento como si una idea pugnara por abrirse paso en mi cerebro, una idea luminosa, en estado de gestación todavía, que bien pudiera convertirse en una brasa de hierro. No debo impedir este proceso de ignición. Me quedo.

—Muy grato para nosotros, más todavía si su permanencia en estos campos le es favorable y…

Un cuarto de hora después vi alejarse a Nicolás guiando, brida en mano, camino abajo. Ingeborg salió al patio con el niño en brazos, al que distraía mostrando las vacas inquietas de un lado para otro.

Aquí estoy, pues, yo. Está visto que soy un viejo refinado.

Nicolás está ya de regreso y ha traído consigo mi correspondencia, bastante voluminosa por cierto, que se ha ido acumulando durante varias semanas.

—¿Usted desatiende su correspondencia, a lo que veo? —me dice Ingeborg, no sin ironía. Nicolás se ha sentado y nos escucha.

Yo le respondo:

—No me interesa gran cosa, bastará un gesto de usted para que la eche al fuego sin leerla.

Insospechadamente pálida, apoyó su mano con aire jocoso sobre el montón de cartas, rozando ligeramente mi diestra. Percibí un breve instante como un flujo de sangre intensamente caldeada, pero un instante no más, pues volvió a retirar la mano, diciéndome:

—Tenemos que impedir que usted las destruya.

Su palidez de un instante cedió a un subido rubor de sus mejillas.

—Una vez quemó su correspondencia delante de mí —explicó ella a Nicolás, alejándose acto seguido de nuestro lado para atender a algo junto al hogar; al poco rato volvió para interrogar a su marido interesándose por su marcha, si había encontrado buen camino y si la yegua había acreditado el buen concepto que de ella tenían.

Aquello fue un pequeño rasgo de espontaneidad, sin importancia para nadie. No debí haber parado mientes en él.

Habían transcurrido algunos días más.

Como el aire comienza a ser cálido, la ventana está abierta; he querido que mi habitación permanezca cubierta a todos los vientos y sumida en beatífica quietud. Apoyado en el alféizar de la ventana, oteo el paisaje.

Cargado con un hato informe, un hombre llega al patio de la vivienda. No he podido distinguirlo bien y, suponiendo que sea Nicolás, de regreso con provisiones, me aparto de la ventana, para sentarme a la mesa.

No tardo en oír una voz en la estancia de abajo que grita los buenos días.

No ha respondido Ingeborg al saludo, pero hasta mí llega su voz conminatoria que pregunta.

—¿Qué quieres? ¿A qué vienes aquí?

Y una voz varonil desconocida, responde:

—Para dar los buenos días.

—Mi marido no está en casa. Ha salido.

—Es lo mismo; no importa.

—¡Ya lo creo que importa! ¡Vete en seguida de aquí!

Ignoro cuál será el gesto de la mujer en este instante, pero su voz es ronca y entrecortada por las lágrimas y la emoción.

Me precipité abajo.

Aquel hombre era Solem.

¿Solem aquí? Solem estaba en todas partes. Nuestras miradas se cruzaron.

—¿No te han ordenado que te vayas? —le dije.

—¡Poco a poco! —me contestó medio en noruego y medio en sueco—. Soy comprador de pieles y las busco de casa en casa. ¿No hay nada para vender aquí?

—¡No! —le gritó el ama de la casa con voz desgarrada. La pobre mujer, fuera de sí, cogió un jarro y lo hundió presurosa en un líquido que hervía en el hogar, con la evidente intención, de arrojárselo, pero…

En aquel mismo instante, en el umbral de la puerta apareció Nicolás.

Los ojos de mirar apacible del corpulento campesino brillaron repentinamente, pues adivinó en el acto. ¿Conocía a Solem y le había visto entrar allí? Nicolás entró riendo y sonriendo, hasta que al fin enmudeció. Su rostro intensamente pálido, se contrajo con una lúgubre mueca de los labios, que parecían debatirse con un espasmo de carcajada demente. Solem había tropezado por fin con un macho de idéntico fuste, pronto a hacerle frente a él, con el ímpetu y la contumacia de un caballo. Nicolás volvía otra vez a reír. «¡Je, je!». «Bueno, ya veo que aquí no hay pieles», dijo Solem y se fue por la puerta seguido de Nicolás, siempre sonriente. Una vez fuera en el patio, este ayuda a Solem a cargar el hato sobre sus espaldas. «¡Gracias!», le dice Solem con el ánimo acobardado. Nicolás levanta el enorme lío de pieles y pellejos y lo deposita sobre las espaldas de Solem, quien, bajo la presión de aquella carga extraordinariamente, innecesariamente pesada, dobla la rodilla, cae en tierra y profiere un quejido; las piedras del piso son muy duras en aquel patio. Solem permanece tendido unos instantes, para volverse a ponerse en pie dificultosamente; ya no parece el mismo, su cara está abollada y los ojos inyectados en sangre. Intenta un movimiento para mejor acomodar sobre las espaldas la pesada carga que se inclina sobre un hombro, y sin haberlo conseguido, se pone en marcha seguido de Nicolás, siempre sonriente. Se fueron por el camino que conduce hasta el bosque y desaparecieron el uno detrás del otro.

¡No siempre somos humanos! Aquella tremenda caída bajo el peso de la enorme carga era venganza muy cruel.

En la estancia oigo sollozar a Ingeborg que se ha dejado caer en una silla. ¡En su estado!

Poco a poco empieza a serenarse; y pacientemente la exhorto a recobrar sus fuerzas, entablando conversación.

—Ese hombre… ¡Oh! Usted no le conoce, es horroroso, acabaré por matarle. Ese… ese… fue el primero ¡ya!, pero ahora, ahora me las pagará con creces, se lo aseguro a usted. Él fue el primero, fui honesta hasta entonces, y él fue el primero. Aun esto para mí no tenía gran importancia, no era mejor que soy ahora y aquello me fue indiferente; pero más tarde lo comprendí. Fue el punto inicial de mi degradación, pues me hundí hasta las rodillas. El culpable fue él. Entonces comencé a comprenderlo todo. Ahora pido a Dios que ese hombre me deje vivir en paz y no quiero que vuelva a presentarse ante mi vida. ¿Le parece a usted que es mucho pedir? ¿Pero no le estará destrozando Nicolás? ¡Nicolás va a causar una desgracia, le matará! ¡Por Dios, acuda usted…!

—No lo hará. Él es un hombre de mucho sentido común. ¿Sabe él tal vez el daño que le infirió a usted?

Ella alzó su mirada a mis ojos:

—¿Me interroga usted o está reflexionando para sí mismo?

—¿Cómo habré de entender?

—¿Habla usted consigo mismo? A veces siento como si usted estuviese buscando en mi fuero interno. No, no he revelado nada a mi marido. Usted juzgará de mi honradez como mejor le parezca. Solamente algo le he dicho, muy poco… que aquel hombre no cesa de hostigarme. Ya estuvo en otra ocasión aquí, él fue el sujeto a quien Petra quería dar hospedaje un día, pero me negué a ello y dije a Nicolás: ese individuo no debe entrar aquí. Algo más le referí, pero no le hablé de mí; ¿qué opinión tiene usted de mi honradez? Ni ahora ni nunca se lo diré a él. ¿Por qué? Esta explicación no debo dársela a usted. Pero, sí; a usted le voy a decir el porqué. No vaya usted a creer que, de revelarle la verdad a Nicolás, tema su cólera; temo su perdón y continuar viviendo juntos, cual si nada hubiera sucedido. Él me perdonaría, es la inclinación de su naturaleza; además me quiere de veras y es campesino, y un campesino no interpreta esas cosas tan al pie de la letra. Pero le reputaría un mal sujeto si me perdonase, y no quiero que lo sea. Dios lo sabe, prefiero ser mala yo. Quizás en ambos haya existido algo que permanezca oculto, pero cuanto ahora poseemos, común a los dos, tenemos que defenderlo celosamente, para vivir como humanos, no como bestias. Yo pienso en nuestro porvenir, en nuestros hijos… Usted debiera abstenerse de provocar estas confesiones mías. ¿Por qué me hace usted hablar? ¿Por qué me interroga?

—Quise decir, si nada sabe Nicolás, que ninguna razón tendrá él para matarlo, como usted temía. He querido tranquilizarla, nada más.

—Usted siempre ha sabido penetrar en las reconditeces de mi ser, que no acierta a sustraerse a sus miradas inquisitivas. Me arrepiento de haber iniciado a usted en situaciones pretéritas, cuyo secreto quería que la muerte sellase. De hoy en adelante, habré descendido a los ojos de usted hasta el último peldaño del deshonor.

—Todo lo contrario.

—¿Cómo? ¿De veras, no me juzga usted deshonrada?

—Todo lo contrario. Considero muy cuerdos sus razonamientos en todos sus extremos y bellamente pensados.

—¡Dios le bendiga a usted! —exclamó ella entre sollozos.

—Basta de lágrimas, ya. Vea usted, por ahí llega otra vez Nicolás tan sereno y apacible como se ha ido.

—¿De veras? ¡Alabado sea Dios! Es un hombre bueno y nada pretérito puedo reprocharle, he sido ligera en mis suposiciones. Aunque intentase escudriñar en su fuero interno, nada podría descubrir. Verdad es que, a veces, deja escapar alguna que otra palabra…; pero no, esto no es por él, sino por su hermana. Voy a salir fuera a recibirle.

Era tal su turbación, que, como buscase algo con que abrigarse la espalda, tardó unos instantes en dar con lo que quería, al punto de que Nicolás entraba en el patio.

—¿Viniste tú ya, por fin? ¿No habrás cometido ningún desatino?

Las facciones del rostro algo contraídas todavía, responde Nicolás:

—Le he acompañado hasta casa de su hijo.

—¿Cómo, tiene Solem un hijo? —interrogo yo.

Nadie me contesta; Nicolás vuelve a salir al campo seguido de su mujer, para hundirse otra vez en el trabajo.

Una luz brilla de repente en mi cerebro: es el hijo de Sofía.

Entonces vuelvo a recordar el día en Torezinnen cuando Sofía la maestra vino a contarnos la última novedad de Solem: el dedo envuelto en un trapo que el cerril del mocetón decía no tener tiempo para cercenárselo. Entonces se conocieron, y más tarde volvieron a encontrarse en la ciudad. Solem estaba en todas partes.

Sin embargo, aquellas señoritas veraneantes de Torezinnen… ¡Bah! Solem no era un ángel, ni mucho menos, ni mejoró de condición en tal vecindad. Allí fue donde tropezó con aquella muñequita, que no tenía de la vida otros conocimientos que los indispensables para llegar a ser profesora…

Debiera haberlo comprendido antes, pero ahora soy lento de comprensión.

Me ha ocurrido una cosa.

Esta cosa es que por pura casualidad, se ha despertado en mi ánimo la sospecha de que mi estancia en su casa le es grata especialmente por razones interesadas, pues el dinero que les entrego por mi hospedaje sirve para pagar la yegua. Está fuera de duda.

Antes debí darme cuenta, pero soy viejo. Además tengo que aducir, descartando interpretaciones equivocadas, que el cerebro se marchita más presto que el corazón. Esto se ve en todos los abuelos.

Al principio, cuando hacía un descubrimiento, exclamaba: «¡Bravo, Ingeborg! ¡Vales un ducado!». Ahora, en cambio, me sentía herido; menguada es la condición humana. Lo más cuerdo sería que les pagase el caballo y me fuese; esto lo haría de muy buena gana. De todos modos, para nada habrá de servirme. Nicolás movería la cabeza como escuchando un cuento de hadas. Por lo demás, calculo que no debería faltar mucho para completar el precio de la yegua, acaso nada, quién sabe si está pagada ya del todo…

Ingeborg está siempre activa y trabaja afanosamente… en tanto que su labor no le sea excesivamente violenta. Raras veces se sienta, a pesar de demandárselo su creciente redondez; hace las camas, cuida de la cocina, atiende al ganado, cose, remienda y lava. Greñas grises le cuelgan, las más de las veces, sobre ambas mejillas, mientras trabaja; ¡qué le va a hacer ella si su cabellera es corta y no puede sujetarla bien con las horquillas! Esto no impide que sea bella, maternalmente hermosa, de cutis impecable y boca irreprochable; el grupo formado por el niño, la madre, entrambos abrazados, es una revelación de belleza suprema. No hay que decir que yo, en el último tiempo, le he acarreado agua y leña; sin embargo, mi presencia ha acrecentado su trabajo, y cuando paro mientes en esto, me sonrojo.

¿Cómo puedo yo imaginar que, a mis años, me quisieran en cualquier parte, por mí mismo? Para ello fuera preciso que no tuviese tantos años de más ni tan poca fogosidad. Menos mal que, al fin, lo había descubierto.

Mi descubrimiento me aligeró el ánimo para la partida y esta vez iba de veras cuando me puse a hacer la mochila, a pesar del niño, de su niño, que me era sincero en su afecto y gustaba encaramarse en mi brazo, para que yo le mostrase objetos. Era el instinto del niño que simpatizaba con la ancianidad.

Una hermana de Ingeborg vino a la finca para prestarle ayuda, seguramente. Rencoroso conmigo mismo, no ceso de hacer mi equipaje, y, decidido a no molestar a Nicolás ni a su yegua, resuelto a marchar a pie hasta el embarcadero; quiero prescindir, además, de toda fórmula de despedida: ni decir adiós, ni estrechar la mano a nadie. ¡Fíjate bien en mis palabras!

Claro está que no partí sin decirles adiós, ni estrecharles la mano y agradecerles su hospitalidad. No podía ser de otra manera. Me había detenido junto al umbral de la puerta, con la mochila ceñida ya sobre mis espaldas, y con aire jocoso y desenvuelto les comuniqué mi partida inmediata y mis deseos de volver a pasear un poco mis ojos por el mundo.

—¡Ah! ¿De veras se va usted? —pregunta Ingeborg.

—Como usted misma puede ver.

—¿Así, tan repentinamente?

—¿No les he advertido ya ayer?

—Sí, pero… ¿no quiere usted que le lleve Nicolás?

—No es necesario, muchas gracias.

Otra vez volvía a mostrar algo nuevo al niño, quien al verme equipado con una mochila y luciendo traje de viaje sembrado de botones extraordinariamente raros, quería venir a mí. «¡Vamos, ven conmigo, pero un momento nada más!». No fue uno, sino varios momentos, pues hube de volver a abrir la mochila, claro está. En eso acertó a llegar Nicolás.

Ingeborg me dijo.

—Con toda seguridad, usted cree que por haber venido mi hermana…; pero esto no importa, pues tenemos otra habitación; además, ahora, en verano, ella podría dormir en el granero.

—Sí, pero, mi querida señora Ingeborg, algún día tenía yo que… Además, tengo que atender a algunos asuntos.

—Lo comprendo —me dice Ingeborg, cesando de insistir.

Nicolás se ofreció a llevarme en su vehículo, decliné y no volvió a insistir.

Salieron afuera para verme partir, el niño en brazos de la madre.

Al llegar abajo al recodo del camino, me volví para decir adiós con la mano desde lejos al niño, naturalmente a nadie más que al niño. No vi a nadie en el patio de la alquería.