A todo se acostumbra uno, incluso a ver pasar dos años más de vida.
Otra vez ha vuelto la primavera.
Es día de feria en la ciudad junto a la frontera, y se altera la paz en este refugio mío. Hay música en la pradera, un «carrousel» que no cesa de dar vueltas, y saltimbanquis que parlotean a la puerta de sus barracas; en la población pulula el gentío de un extremo a otro. Es día de fiesta grande, también han venido algunos noruegos del otro lado de la montaña, relinchan jadeantes los caballos, mugen las vacas y se multiplican las transacciones entre los mercaderes.
En el escaparate del platero, frente a mi esquina, han expuesto estos días una enorme vaca de plata, hermosa vaca de cría, que los campesinos contemplan embobados. «Es demasiado fina, para mi monte», exclama uno. «¿Cuánto podrá costar?», pregunta otro, y se echa a reír. «¿La quieres comprar?». «¡No! Hay escasez de pienso este año».
En esto llega un hombre con paso reposado y se detiene frente al escaparate. Le veo por detrás y observo sus poderosas espaldas durante un buen rato; permanece inmóvil en actitud indecisa, rascándose la barba de cuando en cuando. De pronto da un paso y penetra en la tienda. ¡Dios me asista! ¿Irá a comprar la vaca de plata?
Transcurre un buen rato sin que el campesino vuelva a salir. ¿Qué estará haciendo ahí dentro? Como he estado espiándole desde un principio, no quiero hacer las cosas a medias y me decido a coger el sombrero, para bajar también al escaparate del platero. Allí me paro junto a otros mirones y vigilo la puerta.
No tarda en salir mi hombre… es nada menos que Nicolás, idénticas manos e idénticas espaldas, pero se ha dejado crecer la barba y está hecho un guapo mozo. ¡Caramba, Nicolás el carpintero, por estos andurriales!
Nos saludamos mutuamente y me tiende la mano, pesado y lento. Entablamos conversación: «Hay que luchar —dice él—, pero vamos adelante; claro está que habrá venido con intención de mercar». «¿Usted no habrá tenido la ocurrencia de comprar la vaca de plata?». «¡Oh, ni mucho menos! No he hecho nada ahí dentro, ni he comprado nada…». Poco a poco acabó por decirme que había venido para mercar un caballo, quiere tener ahora un caballo. Me dijo que ya había roturado el campo, que lo había transformado en una verdadera pradera, y su señora… está bien de salud, muchas gracias.
—Dígame usted, ¿ha venido por la montaña hasta aquí?
—Sí, en invierno, el mes de diciembre.
—¡Si lo hubiera sabido!
Le dije que entonces no me había sido posible detenerme en su casa, por ir apresurado, había un asuntillo…
—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó él.
Nuestra conversación no tardó en languidecer, pues Nicolás era parco en palabras, lo mismo que tiempo atrás. Le quedaban todavía algunas diligencias por hacer y, como no podía ausentarse por mucho tiempo de su alquería, emprendería el regreso el día siguiente. «¿Ha comprado usted ya el caballo?». «No, señor, todavía no». «¿No han llegado ustedes a entenderse todavía?». «Veremos. Yo quiero que me rebaje la mitad de veinticinco coronas».
Al cabo de algunas horas volví a ver a Nicolás, que entraba en la tienda del orfebre. ¡Qué actividad! Ahora tendré compañía para pasar la montaña, pienso; ha llegado la primavera, y en primavera siempre me fui de viaje. Procedí a preparar la mochila.
Nicolás ha vuelto a salir de la platería, lo mismo que ha entrado. Abro la ventana y le pregunto si al fin compró ya el caballo. «¡No, señor, no quiere ceder!». «¿No podría ceder aquel?». «Quizá —me responde—, pero a duras penas reúno yo tanto dinero». «¿Quiere usted que yo contribuya con dos chelines?». Nicolás sonrió, moviendo la cabeza, juzgando mi ofrecimiento como un sueño. «¡De todos modos, muchas gracias!», me dijo disponiéndose a marchar. «¿Adónde va usted?», le pregunto. «Voy a ver otro caballo. Es más viejo y no tan bueno, pero…».
¿No me intereso demasiado por el caballo de Nicolás y me acerco a él sin ton ni son? ¿Por qué?
¡Qué sé yo! Se dolió porque yo pasé cerca de su campo sin detenerme, y ahora quiero reconciliarme con él, eso es todo. Sin embargo, para no reprocharme ningún otro móvil, cesé de hacer mi mochila decidido a no ofrecer mi compañía a Nicolás.
En cambio, me fui a pasear por la ciudad. Estaba en mi derecho, como todo el mundo.
En una calle tropecé con Nicolás, que conducía una caballería joven, y cambiamos un par de palabras: «¿Lo ha comprado usted, por fin?». «Sí, señor, el hombre acabó por ceder», me respondió sonriente.
Reanudamos la marcha juntos, llevamos la caballería a la cuadra, le dimos el pienso y lo acariciamos con unas palmadas en la grupa; es una yegua rubia con crines y cola casi blancas, una verdadera dama.
Por la noche vino Nicolás a verme, por propio impulso, y nos entretuvimos hablando de la yegua y de los caminos que conducen montaña arriba. Al despedirse de mí, ya junto a la puerta, me preguntó: «¿Me podría usted permitir, además, que le invite a acompañarme? ¡No tendrá que llevar la mochila al hombro!».
¿Era posible que yo vacilase, para volver a mortificarle por segunda vez?
Hicimos una jornada entera, pernoctamos en la montaña en una choza fronteriza y volvimos a ponernos en marcha. Nicolás lleva mi mochila sobre sus espaldas todo el camino, además de su equipaje personal. Como le dijese que depositase la carga sobre el lomo de la yegua me contestó que no pesaba gran cosa. Estaba visto que Nicolás quería evitar molestias a la damita rubia.
Poco antes de mediodía, vimos surgir el fiordo a nuestros pies. Nicolás se detuvo, volviendo a acariciar a la yegua con extremado amor. Conforme descendemos, va creciendo la opresión en mi pecho y siento que me falta aire para respirar; debe de ser el aire del mar. Nicolás me pregunta si me sucede algo, contesto que no es nada.
Arribamos, al fin, abajo, a su morada; el patio ha sido pulcramente barrido y junto a la puerta descubrimos una mujer arrodillada de espaldas a nosotros, que está fregando el suelo. Hoy es sábado.
—¡Brr! —exclama Nicolás, más fuerte de lo necesario, y se para.
Se vuelve entonces la mujer que está de rodillas junto a la puerta; son grises sus cabellos, pero es ella, la señorita, digo, la señora Ingeborg. «¡Jesús!», exclama ella, y se inclina de nuevo, para dar dos frotes rápidos en el suelo y terminar de una vez.
—¡Sí, señor, aquí se lava mucho! —dice Nicolás bromeando—; la dueña es así.
No creía a Nicolás capaz de bromear; verdad era que todo el camino había venido muy contento y orgulloso de la dama que conducía consigo, y a la llegada redobló las caricias.
Se ha levantado del suelo la señora Ingeborg, con la ropa tiznada y mojada y muchas canas en la cabeza; no acierto a salir de mi asombro, y, con el fin de darle también tiempo para reponerse, he dado media vuelta.
«¡Hermoso caballo!», oí que decía a su marido.
Nicolás, que no cesaba de dar palmaditas a la yegua, dijo a su mujer:
—He traído también conmigo a otro huésped más.
Me acerqué a saludarla, con aire de exagerado desenfado según creo, y estreché su mano húmeda, no sin que ella se avergonzase al tiempo que me la tendía. A fuer de hombre sociable, no volví a soltarle la mano sin antes sacudirla dos o tres veces, mientras le repetía mis saludos.
—¡Buenos días tenga usted! ¡Oh! ¡Qué sorpresa! —exclamaba ella.
—La culpa la tiene su marido, que se empeñó en arrastrarme hasta aquí.
—¡Bien venido! —me contestó—. Menos mal que en este preciso instante acabo de «hacer sábado» de la casa.
Guardamos un instante de silencio, sin apartar la mirada el uno del otro; dos años mediaban desde la última entrevista hasta ahora. Por hacer algo, nos pusimos los tres a admirar la yegua. Nicolás reventaba de satisfacción. Por la puerta llega desde dentro a nuestros oídos la voz de un niño, y la joven madre acude presurosa, volviéndose para decirnos que la sigamos.
Al entrar en la estancia, me di cuenta en el acto de la transformación que habían operado en ella desde mi última visita; allí había penetrado cierto gusto por los adornos discretos; cortinas blancas pendían en las ventanas, varios cuadros adornaban la pared, una lámpara colgaba del techo y una mesa redonda con sillas en el centro de la habitación, chucherías sobre un estante, una rueca pintada de flores y un florero. De todo había allí. La señora Ingeborg estaba acostumbrada a aquellos objetos desde jovencita y juzgaba que eran de buen gusto. Cuando gobernaba Petra, la habitación parecía más clara y espaciosa.
—¿Y tu madre? —pregunté a Nicolás.
Tardó en contestar, según costumbre suya. Su mujer respondió por él.
—Está muy bien.
«¿Pero dónde está?», quise preguntar de nuevo, sin llegar a hacerlo.
—Mire usted por aquí lo que voy a enseñarle —me dijo la señora Ingeborg.
Era el niño, un varoncito gordo y hermoso, que no tendría más allá de un año, un verdadero mozo en ciernes. Cuando me vio, arrugó el entrecejo, pero no tardó en serenarse, para contemplarme confiado desde los brazos de su madre.
Se veía que aquella joven madre estaba hermosa y era dichosa. Imaginaos aquellos ojos con un místico mirar que antes no habían poseído.
—El niño es una verdadera hermosura —le dije, con acento de lisonja.
—¡Ya lo creo! —respondió la madre.
A todo se acostumbra uno en este mundo; no me oprime ya el aire del mar y, con sosiego absoluto, puedo conversar con ella, que es el alma de la casa. También ella me habla a sus anchas, pareciéndome como si hubiera estado mucho tiempo sin abrir la boca. ¿De qué hablábamos? No por cierto de los grados de un ángulo ni de la retórica de Shakespeare.
Nunca hubiera creído que su cultura normal le sirviera para terminar aquí, en un establo, y haciendo limpieza los sábados.
¡Pícaro engendrillo[29]! Había estudiado doce cursos para adquirir algunos conocimientos de sabiduría infantil y, cuando tropezaba con un hombre de cultura general, se quedaba con la boca abierta. Otras eran ahora sus cuitas: su hogar, su familia y las vacas en el pesebre. Verdad era que, como la madre de Nicolás se había llevado la mitad, ahora quedaba poco ganado.
—¿Se fue Petra de aquí?
Se casó con el maestro de escuela. No, Petra no quiso permanecer aquí cuando llegó la nueva señora. Una noche llegó al patio un hombre. Petra quería darle albergue, la señora Ingeborg se opuso, pues le conocía, y exigió que se fuera. De ello nació la incompatibilidad entre la señora vieja y la joven. Además Petra se lamentaba de que la joven ama era torpe en el pesebre. Y tenía razón cuando decía que no era lista en tales labores, pero no menos cierto que ponía toda su inteligente voluntad en el aprendizaje, evitando pedir consejo, por preferir aguzar el ingenio y observar la labor de los demás en los caseríos de la vecindad. Claro está que ciertos detalles escapaban a su atención, pues exigían haber nacido y haberse criado en aquel ambiente. La mujer de un funcionario, oriunda por lo general de las ciudades pequeñas, cuando se avecina en el campo lo ignora todo, pero consigue aprenderlo. Mas nunca llega a aprenderlo todo y tiene que resignarse a saber hacer lo corrientemente usual en la vida cotidiana del campesino. Para saber hilar es preciso haber nacido junto a la rueca, para cuidar el ganado es indispensable que una haya prestado ayuda a su madre, desde la infancia. No es imposible aprenderlo, pero para dominar la labor no hay como llevarlo en la propia sangre. Además, no todas tienen a su lado a un Nicolás, robusto y forzudo animal enamorado de su compañera con toda la fuerza de su rústica pasión. Además, Nicolás era sumamente indulgente y admiraba a su mujer como la más inteligente entre todas. Claro está que ella se entregaba a la labor en cuerpo y alma y no en balde se abrieron surcos en su frente y encanecieron sus cabellos. Y por si no bastase, hacía unos dos meses se había roto un diente comiendo una perdiz blanca que tenía perdigones. Ella no se atrevía a volverse a mirar en el espejo, pues se veía desconocida. Pero qué más me da, con tal de que Nicolás… Figuraos que el día que estuvo en el mercado le compró en casa del orfebre un broche, ¿verdad que es bonito? ¡Ah, sí! Ese Nicolás era un niño loco; por eso ella asentía en todo cuanto a él le era agradable. ¡Ya ve usted, del dinero que se llevó para marcar el caballo, me compró el broche! ¿Dónde estará en estos momentos? ¡Apostaría que está otra vez acariciando a la niña! ¡Ja, ja, ja!
—¡Nicolás! —gritó ella afuera.
—¿Qué hay? —respondió él desde el establo.
Ella volvió a sentarse y cruzó la pierna sobre la otra. Estaba un poco colorada, asaltada acaso por algún pensamiento o recuerdo, y sensiblemente favorecida en su agitación. Su vestido, perfectamente amoldado a su cuerpo, hacía resaltar los relieves que mantenía ocultos, mientras acariciaba su rodilla con la mano.
Por decir algo, pregunté:
—¿Duerme el niño?
—Está durmiendo. ¡Es un ángel! —exclama ella—. ¿Ha visto usted alguna vez maravilla mayor? Permítame que me entusiasme. Nació hace un año.
¡Nunca sospeché que los niños fueran tan adorables!
—¿Lo está usted viendo?
—Ya lo creo que lo estoy viendo. Muy distinta era mi opinión en otro tiempo, pero entonces era una tonta. ¡Los niños! ¡El mayor de los milagros!
Y cuando llega el momento, la única alegría, la última alegría. Quisiera tener muchos, amigo mío, muchos niños y niñas, para alinearlos uno tras otro de mayor a menor como los tubos de un órgano. ¡Qué lindos estarían…! Pero lo que siento es que se me haya roto el diente, porque ahora tengo aquí como un punto negro; me duele por Nicolás. Claro está que podría hacerme poner uno postizo, pero por nada en el mundo he de intentarlo; he oído decir que costaría caro. Además, prefiero renunciar a los artificios en mi persona, ojalá se me hubiera ocurrido antes. Caí en la cuenta demasiado tarde; creo que en ello se consumieron mi infancia y toda mi juventud. Estaba ya en mis años cabales cuando fui a pasar el verano a los sanatorios; debiera haber tratado de resarcirme de las fatigas dejando pasar los días sin el menor provecho. Y de ello me arrepiento con toda el alma, pues podría haberme casado diez años antes y ahora tendría el hogar con muchos niños y mi hombre desde entonces; ahora ya soy vieja, he perdido diez años, tengo la cabeza llena de canas y me falta un diente…
—¿Lamenta usted la pérdida de un diente? Pues, a mí, en cambio, ya no me queda más que uno solo.
Después de decírselo, para consolarla, me arrepentí. ¿Qué necesidad había de que porfiase en aparecer peor de lo que realmente soy? ¿Para qué agravar el mal? Hice aspavientos de disgusto, reí, refunfuñé, todo para que ella viera mi boca: «¿Usted ve?», le decía. Temí que se diese cuenta de que estaba haciendo comedia.
Sin embargo, tuvo para mí palabras de consuelo, como hacen las personas de talento que saben prodigarlo.
—¡Ja, ja, ja! ¿De manera que ya empieza usted a volverse caduco también?
—¿Ha visto usted al maestro de escuela? —le pregunté a quemarropa.
—¡Ya lo creo! Usted deberá recordar lo que me contó una vez de él: Por el camino llegaron un caballo y un hombre montados… Es listo, codicioso y muy astuto; desde que tenemos una rastra nueva y excelente, siempre nos la pide prestada. Han construido una casa donde albergaban a los viajeros que van al valle, un verdadero hotel con sirvientas en traje nacional y todo. Nicolás y yo asistimos a la boda, y Petra estaba guapa porque sí. No vaya usted a creer que Petra y yo seguimos enemistadas, ni mucho menos; me he congraciado con ella desde que descubrió mis progresos en los quehaceres domésticos, y el verano pasado me mandaron a buscar con frecuencia para que hiciera de intérprete o algo por el estilo cerca de los ingleses… yo sé poco más o menos cómo se llama el jabón, la comida, el coche, la propina, en el «idioma»… ¡Ah, Señor! No había nacido gran hostilidad, que digamos entre Petra y yo, pero acertó a venir Sofía, usted sabe, la que es maestra en la ciudad. Era tanto lo que ella había bregado contra mí, que, francamente, no podía quererla, lo confieso; llegó a casa tan desabrida y altanera como siempre conmigo, y en todo quería aparecer superior. Así fue que, mientras me aplicaba aquí, para aprender a vivir, se le ocurrió venir para empujarme hacia atrás, porque sabía al dedillo la Guerra de los Siete Años, nada menos (como que había sido la tesis del examen para el grado). Además, encontraba que el lenguaje era demasiado vulgar y esto la molestaba. Tenía razón Nicolás: ¿Qué venía a buscar aquí aquella muñeca de trapo? ¿Qué moños eran aquellos, los de su hermana? Tiempo después, volvió a venir otra vez a casa… había tenido novio y hubo de solicitar licencia de seis meses. El niño lo guarda Petra, la abuela, y está bien, también ha sido un chico, pero está calvo, mientras que el mío tiene mucho cabello. No dejaba de ser un gran perjuicio para Sofía que había consumido la herencia y los años para llegar a ser maestra, pero ella, mujer orgullosa e insoportable, se consolaba diciendo que a ella no la habían dejado cesante como a mí. Le dije que se marchase, y se fueron Sofía y su madre. Pero ya le he dicho a usted que con la madre pude reconciliarme; sin embargo, no vaya usted a creer que ella nos ha facilitado el dinero para comprar el caballo. Ni muchísimo menos. El dinero nos lo ha prestado el Banco, pero no le hace, pues esta es nuestra única deuda. Nicolás ha construido todo lo que hay aquí dentro, la mesa y las estanterías; no hemos comprado nada de lo que usted ve, todo ha sido obra de él. También el campo nuevo lo ha labrado él; además hemos adquirido varias reses, usted mismo verá qué novilla tan hermosa… Tampoco la comida era del agrado de Sofía; las conservas eran más prácticas, por consiguiente debíamos comprar conservas. Era francamente insoportable. Yo había aprendido a hacer calceta, instruida por una vecina muy hábil, y me hacía las medias yo misma: ¡qué disparate! Sofía compraba sus medias en la ciudad. No podía ser más empalagosa. «¡Fuera de aquí!», le dije, al fin, un día. Y se fueron las dos. ¡Ja, ja!
Entra Nicolás.
—¿Me llamaste?
—No… pero si quieres subir conmigo arriba, quisiera arreglármelas para colgar algo en la estufa, una cuerda; ven conmigo…
Me quedé solo abajo, pensando:
¡Ojalá Dios permita que esto se consolide! Allí está exaltada y apoyada en sus nervios. Otra vez se halla en estado interesante. Admirable es la fuerza de voluntad de que hace gala, que tan radicalmente ha transformado su vida estos dos últimos años. ¡Cuánto le habrá costado!
¡No desmayes, hija, no desmayes!
Había sabido vencer a Sofía, la maestra, que tanto había intentado contra ella en el ánimo de Nicolás. ¡Fuera, fuera de casa! Esta pequeña victoria por ella obtenida, había creado la íntima satisfacción que se traslucía en las palabras de Ingeborg. Aquellos incidentes habían agitado su vida, tan metamorfoseada ahora, y, al recordarlos, se exaltaba tirándose de los dedos, según el viejo hábito de la escuela. ¿Por qué no había de vanagloriarse? Un pequeño triunfo de ahora valía tanto como otro mayor de sus tiempos pasados. No era idéntico el punto de partida, pero tampoco menor la íntima satisfacción experimentada.
¡Atención! …Oigo el murmullo de su voz en lectura reposada. Hoy es sábado, y, por ser ella la mejor instruida en la Biblia, desempeña la función de leer las oraciones. ¡Muy bien! También ha sabido asimilarse esta práctica de la religión, tradicionalmente ortodoxa. Está visto que aquí no son beatos, pero tampoco descreídos; no es posible vivir sin creer. Arriba están rezando la oración, no ha estado mal la excusa de la cuerda.
También se ha transformado en una cocinera experta a la manera campesina, y sabe condimentar una sopa… exquisita, sin macarrones, pero tal como debe ser: con sémola, zanahorias y tomillo. Esto no lo aprendió antes en la escuela de labores domésticas. Es indiscutible que actualmente ha adquirido muchos conocimientos. ¿Aquel símil suyo de alinear niños como tubos de un órgano, no sería exaltación de su fantasía? Podría ser, tal vez; mas, conforme hablaba de ello, dilatábansele las aletas de la nariz como los de una yegua. Bien conocida me era la aversión hacia la infancia, corriente en la clase media, y cuán fugaz es el amor en esta esfera: la unión es afectada durante el día, por el bien parecer de la gente, pero la noche los separa. Aquí, en cambio, ella quería que su hogar fuera la mansión de la concepción: marido y mujer permanecían separados durante casi todo el transcurso del día por sus labores respectivas, pero por la noche se unían siempre.
¡Muy bien, Ingeborg!