Capítulo XXXV

Grande fue la sorpresa de mi patrona a mi regreso.

—¡Ah! ¡Buenas noches! ¡Qué buen semblante tiene usted! ¡Ahí le espera a usted un montón de cartas!

—Puede aguardar el montón. Pero, señora Henriksen, usted es una perla.

—¡Ja, ja, ja!

—Ya lo creo que lo es usted. Es usted una bellísima persona, aunque ha descubierto mi dirección a una persona.

—De ninguna manera; Dios sabe que no.

—Perfectamente, entonces no ha sido usted. Tiene usted razón, me encuentro muy bien y mañana me levantaré temprano, para bajar al puerto.

—En cambio, he mandado redado —dice mi Patrona—, a una señora, que quería verle a usted urgentemente a su regreso. ¿He obrado mal?

—¿Cómo? ¿Una señora? ¿Le ha mandado usted un recado?

—Inmediatamente, al llegar usted. Una señora joven y guapa, puede usted estar seguro. Podría ser hija suya.

—Muchas gracias.

—Sí, señor, sin ambages, ni rodeos. Dijo que quería verle en seguida, por tener que hablar con usted.

Mi patrona me dejó solo.

La señorita Torsen quería verme aquella misma noche. Sus razones debía tener. Nunca me había visitado en mi casa. Miré en torno mío, y lo encontré todo a mi gusto. Procedí a lavarme y arreglarme. «Le ofreceré aquel sillón», me dije, y encendí también la otra lámpara. Este es el momento oportuno para sentarme a leer mi correspondencia. Será de buen tono, y mejor todavía si coloco encima las cartas con la menuda letra femenina, para excitar un poquito sus celos, eso es. ¡Ay, Dios mío! Diez o quince años antes, todavía le estaba permitido a uno apelar a tales habilidades, ¡pero ahora…!

Al fin, llamó y entró.

No le tendí la mano; ella tampoco lo hizo, pero le ofrecí el sillón.

—Perdóneme usted que venga tan apresuradamente —me dijo—. Supliqué a la señora Henriksen que me avisara en seguida, pero no se trata de nada grave, ahora lo siento, pero…

Comprendí que algo grave la traía y mi corazón, palpitaba aceleradamente. ¿Por qué latía así mi corazón?

—Es la primera vez que la recibo a usted en mi habitación —le advertí prudentemente.

—Es muy bonita —exclamó sin mirar nada, y procedió a anudar y estirar los dedos de ambas manos, hasta hacer colgar las puntas de los guantes, revelando extremado desasosiego.

—¿He hecho por fin algo que pueda agradarle a usted? —me dice arrancando un guante.

Llevaba un anillo en un dedo.

Bien. De buenas a primeras no sentí emoción alguna, pero no tardé en darme cuenta de aquello y le pregunté:

—¿Está usted prometida?

—Sí —respondió, mirándome sonriente, pero sin conseguir reprimir el temblor de los labios.

También la miré y le dije algo como «¿Sí? ¡Caramba!». Incliné mi cabeza paternalmente y le hice una reverencia: «¡Pues, que sea enhorabuena!».

—Sí, señor, hasta esto he llegado —me dice—; creo que es lo mejor que podía hacer. Quizá le parezca a usted un tanto inconsciente o acaso casquivano o… ¿qué le parece a usted?

—¡Qué sé yo…! ¿Por qué?

—Era lo más prudente. Y yo quería decírselo a usted.

Me levanté, provocando en ella un movimiento de temblorosa nerviosidad. Pero me había levantado sin otra intención que la de contener el humo que salía de la lámpara, situada a sus espaldas.

Siguió un momento de silencio. Si nada me decía ella, ¿qué iba a decirle yo? Pero, como el mutismo se prolongase, me decidí a preguntarle:

—¡Bien! ¿Por qué quería usted comunicármelo a mí?

—Pues, porque…

—Usted ha vuelto seguramente a creer que es el punto céntrico del mundo, pero…

—Así es, efectivamente.

Abrió los ojos de mirar inseguro y miró en torno suyo, para terminar levantándose del sillón donde había permanecido como sentada sobre un ascua. También me levanté, me sentía sin duda hombre desgraciado, pero ¿qué podía hacer yo, Dios santo? Había venido para decirme que se había prometido, y parecía afligirse por ello. ¿Había lógica en su actitud? Al verla ahora en pie, pude observar que por debajo del sombrero asomaban los cabellos sedosos y plateados en las sienes, embelleciéndola. Elevada y esbelta estatura, el pecho ascendía y descendía, pecho exuberante de senos generosos que su agitación estremecía. El rostro es moreno y la boca, pronta a entreabrirse, está seca, febrilmente seca…

—Señora Ingeborg —le digo por primera vez, extendiendo la mano tímidamente; no sé si ella quiere estrecharla o acariciarla, no lo sé…

Pero ha vuelto a recobrar su aplomo y se mantiene ingrávida, firme. Sus ojos, fríos ahora, me rechazan a mi asiento y acto seguido se dirige a la puerta.

De mis labios escapa un «¿No…?».

—¿Qué desea usted? —me interpela.

—No se vaya usted tan pronto. Vuelva a sentarse y reanude usted la conversación.

—No, señor. Usted está perfectamente en lo cierto. No soy el punto céntrico del mundo. He venido para confiarle a usted mis cuitas, mientras que usted… ¡Vea usted, su correspondencia le espera!

—Nada de eso, créame y vuelva a sentarse; no me interesa mi correspondencia, dos o tres cartas a lo sumo, a lo mejor de personas desconocidas. Siéntese usted otra vez y cuénteme todo lo que tiene que contarme. Va usted a ver lo que me interesa la correspondencia.

Cogí todas las cartas a una y las arrojé a la estufa de azulejos.

—¿Pero qué está usted haciendo? ¡No haga usted eso! —gritó, corriendo a la estufa, para salvar las cartas.

—Deje usted hacer —le dije—. Las cartas no me traen ninguna alegría, y no me gusta adelantarme a las inquietudes.

Al tenerla tan cerca de mí, sentí impulso de rozarla, de rozarle el brazo, pero me contuve y me dominé. Un momento antes habría ido ya más lejos de lo conveniente, por eso le dije ahora, simplemente compasivo:

—Querida niña, no es posible que usted sea desgraciada, no debe desesperar, usted misma verá. Siéntese usted… gracias a Dios.

Mi inesperada excitación habíala sorprendido tanto, que se dejó caer en la silla como un autómata. Me dijo:

—No soy desgraciada.

—¿No? ¡Tanto mejor! —Di rienda suelta a mi charla, esforzándome por afectar cierta reserva, como si fuese un tío suyo. Le hablaba sin otro móvil que el de distraerla y distraerme a mí mismo, y dejé que la conversación se deslizara al azar. ¿Qué podía decirle yo? Mucho y poco, de todo:

»Bien, bien, niña. ¿Quién va a ser el afortunado, por fin…? ¿Quién, vamos a ver? Le agradezco muchísimo la atención con que usted me distingue, apresurándose a comunicármelo antes que a nadie, ahora me hago cargo. Ya ve usted, acabo de llegar de regreso y, como durante el viaje no pude conciliar el sueño, mis nervios no estaban reposados… ¿Sabe usted…? Pero de todos modos, el viaje, la gente, el estrépito de los cabrestantes… En fin, que no he podido dormir. Llego a casa, viene usted, señorita Ingeborg, y agradezco su visita… Yo soy un padre y usted una niña, por eso la llamo Ingeborg. Pero cuando usted me contó todo, yo, falto de descanso y sin la serenidad necesaria, no he podido reflexionar tranquilo para darle mi opinión. Ahora puede usted calmarse y hablarme, que soy todo oídos. ¿Es joven o viejo, claro está? Me imagino los cambios que van a producirse ahora en usted, Ingeborg, en circunstancias nuevas para usted, ya lo comprendo; seguramente será muy distinto a sus hábitos actuales, pero Dios la acompañará, de esto estoy seguro.

—¿De veras, no sabe usted quién es él? —me pregunta, mirándome otra vez con ojos temerosos.

—No, no lo sé. Ni es necesario que lo sepa, si usted prefiere esperar. ¿Quién será? Algún señorito Pequeño, muy fino, esto se ve en la sortija; quizá un profesor, algún profesor joven e inteligente.

Ella movía la cabeza.

—Entonces un hombretón a quien agrada bailar con usted.

—Tal vez —dice ella, tímidamente.

—Lo adiviné, ya lo ve usted. Un oso que la cogerá a usted en sus garras. El día de su cumpleaños… ¿Sabe usted qué le regalará el día de su cumpleaños?

Debí de parecerle entonces ñoño e insípido, pues, por primera vez desde su entrada, se distrajo mirando los cuadros de la pared, uno tras otro. Pero no era fácil contenerme, después de las semanas que había pasado en silencio y en mi excitación de ahora, Dios sabe por qué causa.

—¿Cómo le ha sentado a usted el campo? —me preguntó de pronto. Y como ignoro adonde quería ir a parar, sin cesar de mirarme, prosigue—. ¿Estaba usted en casa de la madre de Nicolás?

—Efectivamente.

—¿Qué le ha parecido ella?

—¿Le interesa a usted?

—¡Qué sé yo, Dios mío! —me responde, fatigada.

—¡No está mal ese tono, para una recién prometida! ¿Qué tal me ha ido en el campo…? Vea usted: He visto a un maestro de escuela, solterón viejo y taimado, que afirmó conocerme ya y me puso en los cuernos de la luna; le dije que había ido allí exclusivamente para visitarle a él. «¡No es posible!», me contestó. «¿Por qué?», le repliqué. Lleva cuarenta años de profesión docente, es hombre de prestigio, devoto de la iglesia, alcalde pedáneo con puchero y hogar. Un día asistí a la clase en calidad de oyente; ¡estupendo! El maestro estuvo perorando sin cesar, tenía un oyente, algo así como una visita de inspección. «¡Tú, Peder! ¡Hum! Llegan un caballo y un hombre, uno montado encima de otro, ¿quién iba montado, Peder?». «El hombre», responde Peder. «Lo mismo acontece con el pecado; Satán va a horcajadas sobre nuestras espaldas…».

Ella volvía a distraerse mirando la pared y se me escapó de las manos otra vez. Hube de volver la página.

—Ya lo comprendo, usted prefiere que le hable de personas conocidas, de Torezinnen, pongamos por caso. Josefina estuvo aquí a verme.

—¿Ah, sí? —dijo, afirmando con la cabeza.

—¿Recuerda usted al abuelo de Torezinnen? Creo que no le olvidaré nunca en mi vida. Dentro de tantos y tantos años, yo seré igual a él; no tardarán muchos. Entonces, de puro viejo volveré a ser niño. Un día salió al campo, le vi con los mitones. Figúrese usted, comía cualquier cosa, se tendió en tierra y se puso a comer heno.

Ella le miraba atónita.

—El viejo parecía no haber probado nunca el heno, seguramente porque estaba podrido. Era el heno que había quedado sin recoger, ¿recuerda usted? El que dejaron pudrir hasta la siguiente temporada de turistas.

—Usted está imponiéndose la tarea de divertirme —decía ella, sonriendo— suponiendo que sufro. Él es seguramente demasiado bueno para mí; por lo menos así opina su hermana, que tanto ha bregado en contra mía. Sea como fuere, me daré el gusto de ignorar a esa hermana. Quedamos en que no sufro y no es tal el motivo que me ha traído aquí. Le prefiero a cualquier otro, puesto que no tendré a quien quiero.

—Esto ya me lo ha dicho usted una vez, niña… así se explicaba usted este invierno. Pero el que usted quería siguió su propio camino, ¿no es cierto? Usted misma reconoció que no se adaptaría a él, mejor dicho, que él no se adaptaría a usted… es decir…

—¿Adaptar? No me adaptaré en ninguna parte. ¿Se imagina usted, por ventura, que me adaptaré adónde voy a ir? Soy, desgraciadamente, una inadaptable. ¡Qué sé yo con quién podría emparejar cumplidamente en todo el país! El problema estriba en saber si llegaré a conseguirlo… o si él podrá soportarme. Por mi parte, pondré todo mi empeño en ello, es mi firme resolución.

—¿De quién se trata? ¿Le conozco yo? ¿Por qué razón no ha de congeniar usted? No lo comprendo. Con toda seguridad él debe de estar enamorado, también usted llegará a enamorarse. Abrigo el convencimiento, señorita Ingeborg, de que usted saldrá victoriosa en su empeño, pues usted es inteligente y sensata…

—¡Sí, sí…! —exclamó ella y se levantó del asiento.

Ella titubeaba y parecía cobrar valor para hablar, luego se detenía. Al fin, fue hasta la puerta y desde allí, a distancia, y dando tirones a sus guantes, preguntó:

—¿Es usted de opinión que yo deba hacerlo?

Muy sorprendido por aquella pregunta, le dije:

—¿Hacerlo? ¿Pero no es cosa hecha?

—Desde luego, ya lo es; es decir… sí, ya lo hice, estoy prometida. Usted mismo acaba de decirme que he obrado bien.

—No, esto lo ignoro. Es imposible que yo lo sepa —le contesté acercándome a ella en la puerta—. ¿Quién es su prometido?

—¡No, no! ¡Dios! ¡Déjeme usted, no puedo más! ¡Buenas noches!

Le alargué la mano, mas como ella mirara al suelo, nuestras manos no se encontraron; abrió la puerta y desapareció. Le grité, rogándole que aguardase, entré a coger el sombrero y salí corriendo detrás de ella en su persecución. Nadie había en la escalera. Bajé y abrí el portal, pero en la calle a nadie vi.

«Intentaré encontrarla mañana», pensé.

Pasaron un día, dos días, pero no pude dar con ella, no obstante espiar su camino habitual. Otro día más… tampoco. Finalmente resolví subir a su casa y preguntar por ella, no creyendo que hubiera nada de pecaminoso; pero conforme fui acercándome a su domicilio se me ocurrió que algo se pierde cuando uno se pone en ridículo. ¿Era yo algún tío suyo? Claro está que no, pero…

Entretanto, pasó una semana, y luego dos semanas, tres… La joven no aparecía. ¿Le habría ocurrido alguna desgracia? Subí la escalera y llamé a su domicilio.

Se había ido de viaje recién casada, la semana anterior. Se casó con Nicolás, el carpintero.

Estamos en marzo. ¡Vaya un mes! Pasó ya el invierno, pero nadie sabe cuánto durará todavía en marzo. Por algo es marzo.

He pasado otro invierno y he visto las piruetas de los negros en el Teatro de los Anglosajones. También tú estuviste allí, amiguito mío, y fuiste espectador de nuestras proezas; tomaste parte en ellas e incluso te llevaste como recuerdo una costilla rota. Esto lo vi a pequeña distancia, dos millas a lo sumo, ningún hombre a la vista, pero siete cielos sobre mi cabeza.

Pronto leeré las estadísticas oficiales de las cosechas de nuestro país, los ingresos en este teatro que se llama Noruega… dólares, libras esterlinas.

Y el alegre profesor de estadística nadará como pez en el agua. Ahí viene oronda y segura y satisfecha de sí misma la Mediocridad en su espléndida majestad. El año siguiente conducirá consigo más gentes clarividentes y engalanará a Noruega, más atrayente aún si cabe, para los anglosajones. Vengan más dólares y libras esterlinas.

¿Quién gruñe por ello?

Suiza.

Será preciso que invitemos a Suiza a comer y espetemos un discurso de circunstancias: «Estimado colega: Nuestro único modelo es equipararnos a ti; ¿quién será capaz de emular la industria hotelera de tus Alpes y quién de limar tantas ruedas Para relojes como tú? ¡Oh, Suiza! Haz como si estuvieras en tu casa, nada queremos arrebatarte. Nosotros los comensales no somos carteristas. ¡Salud!».

Por si esto no surtiera efecto, todos deberíamos fundirnos en un haz prontos a luchar, todavía quedan noruegos en la vieja Noruega. Entablemos el combate con… Suiza.

La señora Henriksen entra en mi habitación con flores de amento en un vaso.

—¿Cómo, ya estamos en primavera?

—Sí, señor, ahora va a empezar.

—Entonces me iré de viaje. Créame usted, señora Henriksen, que de buena gana me quedaría, pues, a decir verdad, aquí es donde debo permanecer; ¿pero qué haré yo aquí? No trabajo, vivo y eso es todo. ¿Acertaría usted a explicárselo? Me paso el tiempo amodorrado, y el corazón se me llena de arrugas. Toda mi distracción estriba en jugar a cara o cruz: echo una moneda al aire y espero. Cuando regresé a su casa el otoño pasado, no estaba tan deprimido, muy al contrario, tenía medio año menos que ahora pero me había quitado diez años de encima. ¿Qué ha sido de mí? ¡Nada! Solamente que ya no soy el mismo del otoño pasado.

—¡Pero usted ha pasado todo el invierno tan ricamente! Y hace tres semanas regresó del campo encantado de la vida.

—¿De veras? Lo habré olvidado ya. Además, no van las cosas tan de prisa que digamos, ni me ocurrió nada de particular durante estas tres semanas. Se acabó el asunto, ahora me voy de viaje. Cuando apunta la primavera, salgo de viaje, así lo hice siempre y quiero desempeñar el mismo papel. Pero, por favor, siéntese usted, señora Henriksen.

—No, gracias, tengo mucho quehacer, no tengo tiempo.

—¿Usted no tiene tiempo? No es eso, usted trabaja, usted no tiene diez años menos; he observado que incluso los domingos es usted incapaz de descansar. Querida señora Henriksen, usted y su hijita zurcen medias para toda la familia, usted realquila su habitación y atiende a toda la familia junta como una verdadera madre. No vaya a dejar usted a la pequeña Luisa años enteros en los bancos de la escuela, pues entonces casi nunca verá usted a la niña en su primera juventud, y ella no sentirá su atención maternal ni aprenderá nada de usted. Claro está que algún día aprenderá a tener hijos, pero no aprenderá a ser madre; el día que haya de fundar un hogar propio y gobernar una familia no será capaz de hacerlo. Sabrá idiomas y matemáticas, e historia, que no son ningún alimento para la vida de la mujer, y en cambio habrá pasado doce años de perenne hambre para su naturaleza.

—Dispénseme usted que le interrumpa. ¿Por dónde piensa usted viajar?

—Lo ignoro, sólo sé que voy a viajar. ¿Adónde debo ir? Subo a bordo de un buque y navego; cuando me canso de navegar, desembarco y me voy a tierra. Si después de haber deambulado por tierra, encuentro que he avanzado demasiado o tal vez he ido poco lejos, entonces vuelvo a subir a bordo de un vapor y navego otra vez. Una vez fui a pie a Suecia, llegué a Kalmar y después más allá, hasta Oland; como era muy lejos, volví grupas. A nadie le importa en dónde estoy; a mí menos todavía.