Pasadas las fiestas de Navidad, me fui con Nicolás a su lar. En el taller de carpintería había calma entonces, y decidió irse a su casa y hacer acopio de leña para el hogar.
Es una mansión espaciosa, agrandada ya por el padre de Nicolás con un piso y completada por el hijo hasta el tejado, de manera que era de dos pisos la casa. Aquí hay espacio más que suficiente para mí y estoy instalado en una excelente habitación.
Su madre es activa y despabilada, tiene varias vacas a su cargo, y se la ve siempre lavando algo, aunque no sean más que sacos usados; cuida del yantar en el hogar, y limpia tazas y platos, que deja brillantes como una patena. Es extremada su pulcritud, por eso cuela siempre la leche utilizando para ello un colador con un tamiz muy sutil que luego lava en dos aguas diferentes. Pero los restos de comida que se pegan entre las púas de los tenedores los extrae con una horquilla del cabello.
De la pared de la estancia penden retratos de la familia imperial de Alemania y un crucifijo; hay además dos estantes con varios objetos, entre otros un salterio y un libro de moral cristiana. Los habitantes de estas comarcas son fielmente ortodoxos. Los demás objetos que ocupan la estancia, sillas, mesa, un pedestal y un armario artístico, son obra personal de Nicolás.
La pesadez de movimientos y la avaricia de palabras, características en Nicolás cuando estaba en la ciudad, le caracterizan en el campo; el día de la llegada fuese al bosque sin avisar a su madre. Al preguntarle por él, me respondió: «Le vi alejarse en el trineo; habrá ido al bosque, seguramente».
Se llama Petra la madre, que no creo pase mucho de los cuarenta, a juzgar por el rostro ligeramente sonrosado, recio de perfiles y de claro cutis; algunas canas espolvorean sus espesos cabellos. Los ojos oscuros compaginaban con los cabellos, ojos de mirar algo cansino ya, pero no tanto que le impidieran otear a sus anchas más allá del fiordo. También era lacónica como todos los campesinos de la comarca y tarda en despegar los labios de la apretada boca.
Le pregunté cuánto tiempo hacía que era viuda y me dijo que casi abarcaba la vida de una generación, sin mentir. «Sofía, que está en la ciudad, cumplió ya los veinticuatro años, y al año de su nacimiento murió el padre, al cabo de dos de su matrimonio. Nicolás había cumplido veintisiete».
La escuché sin levantarme de mi sitio y esforzándome por resolver aquella cuenta, pero como ya soy viejo y torpe no acerté en el cálculo.
Petra estaba muy orgullosa de sus hijos, especialmente de Sofía, que fue a la escuela, obtuvo el diploma y tenía a su cargo una plaza de mucha responsabilidad. Claro está que en ello se le había ido toda la herencia. «Sofía es guapa moza, vea usted su retrato».
Le dije que ya la había conocido en Torezinnen.
—¿Ah sí? ¿En Torezinnen? Efectivamente, había ido allí para codearse con personas de su clase, cosa muy natural. Pero no dejaba de venir a casa ningún año. ¿De manera que en Torezinnen?
Alguna que otra vez, acompaño a Nicolás cuando va a recoger la leña y, si se presenta el caso, le ayudo también un poco. Es fuerte como un caballo y casi insensible al dolor físico; un corte en la piel, o un golpe en un ojo, no parecen producirle el menor dolor. Resulta, sin embargo, que su cabeza trabaja intensamente: quiere tener un caballo, pero, para mantener un caballo, necesita de antemano disponer de más pienso. Y no podía agenciarse más tierra de labor, sin reunir de antemano el dinero necesario. Ahora trabajaba en la ciudad y se perfeccionaba en el oficio, pero regresaría a casa y ganaría dinero. Entonces compraría el caballo.
También he visitado la vecindad de la comarca; las fincas son de reducida extensión, pero la gente cosecha lo que necesita e ignora la pobreza. Allí no lucían tiestos de flores en las ventanas, ni adornaban con cuadros las paredes, como en casa de Petra; mantas y pieles de cordero pendían en el patio y la chiquillería aparentaba robustez y nutrición. Los vecinos sabían ya que me hospedaba en casa de Petra, por ser costumbre que los visitantes de la comarca parasen allí y así recordaban haberlo visto siempre. Ninguna animadversión contra Petra se traslucía a través de las parcas palabras de aquellas lacónicas gentes, pero el viejo maestro fue más expansivo y desempeñó la tarea de la murmuración. Era soltero y cuidaba de su casa, que le pertenecía, por sí mismo. ¿Quién sabe si el buen hombre no habría puesto los ojos alguna vez en Petra, la viuda?
El maestro de escuela dio rienda suelta a la cháchara.
En vida de los padres de Petra había sido también lo mismo; allí paraban los viajeros. Había un desván y una habitación, allí vivía el ingeniero encargado de jalonar la carretera real, allí se hospedaban los predicadores cuando recorrían la comarca, y, sobre todo, los mercaderes ambulantes que iban y venían durante todo el año. Conforme fue transcurriendo el tiempo, crecieron los chicos y Petra se hizo mujer. Acertó a llegar Palm, un sueco, negociante de grandes vuelos, para lo que eran aquellos tiempos, que transportaba la mercancía en una barca de su propiedad e incluso traía consigo a un criado. Entonces aparecieron las ventanas de cristal en la casa de los padres de Petra y hubo carne los domingos, pues Palm sabía hacer las cosas bien, y regalaba a Petra vestidos y cosas de valor. Así fueron pasando los meses y Palm trasladóse con sus negocios a otras comarcas. Pero Petra dio a luz un chico, Palm regresó, vio el niño y ya no volvió a ausentarse. Casaron, y Palm hizo añadir dos habitaciones a la casa, seguramente con el propósito de abrir un comercio; cuando todo estuvo bien y lindamente construido, Palm murió. Quedó la viuda con dos criaturas, pero bien provista de todo, pues el difunto era rico. ¿Por qué no volvió a casar Petra? No le hubiera sido difícil dar con un pretendiente, no obstante el inconveniente de los hijos pequeños aún, pero Petra era todavía joven. Estaba visto que ella siempre había pensado por cuenta propia, desde que Dios la mandara a este mundo, decía el maestro de escuela, puesto que volvió a ser franqueada de nuevo la puerta de la casa a viajeros, y a suecos, y a vendedores ambulantes, y la viuda les atendía a todos. Algunos permanecieron allí semanas enteras comiendo y bebiendo, pero sin trabajar en nada, y al final se marchaban; era una vergüenza hablar de tales cosas. Nada malo vieron en ello los padres; mientras vivieron estaban acostumbrados a ello, y al fin y al cabo les reportaba chelines, y así fueron transcurriendo los años. Bien pudo casarse cuando los niños fueron ya mayores, y Sofía se marchó a la ciudad; le quedaba la mitad de la fortuna y los hijos no constituían un obstáculo alguno, de manera que todavía no era demasiado tarde. Pero, no, señor. Petra no quiso: era tarde, decía ella; ahora tenía que casar a los chicos.
—Seguramente tendrá ya alguna edad, ¿no es cierto? —inquirí yo.
—No pasan los años en balde —respondió el maestro—. Ignoro si este año se le habrá presentado algún pretendiente, pero, de todos modos, hubo uno el año pasado, sí, señor, según he oído contar. Petra continuaba en sus trece; sería curioso saber a quién espera.
—Con seguridad, no espera a nadie.
—Bien pudiera ser así, a mí lo mismo me da. Pero prosigue hospedando en su casa a quienquiera que pase; y encastillada en su terquedad, toda la comarca está indignada.
Cuando me hube despedido del maestro de escuela, camino de casa, vi claro en la cuenta de los años que no supe compaginar en el relato de Petra.
Nicolás ha vuelto a la ciudad para reanudar el trabajo, pero yo me he quedado. Lo mismo me da estar en una parte que en otra; el invierno suprime en mí toda actividad.
Para distraerme, me entretengo en medir el pedazo de tierra que Nicolás tiene intención de roturar tan pronto disponga de dinero; calculo que, en resumen, una vez cavado, costará unas doscientas coronas. Entonces tendrá forraje para un caballo. Es un deber facilitarle el dinero necesario, si su madre no puede. Entonces habrá un poco más de pradera en la comarca.
—Dígame, Petra, si usted pudiera dar a Nicolás doscientas coronas, el muchacho tendría forraje Para un caballo.
—Y además cuatrocientas para el caballo —murmuró ella.
—En junto, seiscientas.
—No poseo seiscientas coronas.
—¿Pero tendría para el pienso del caballo?
Tras un instante de silencio, dijo:
—Le bastará roturar la tierra él mismo.
No rae produjo la menor sorpresa semejante razonamiento. Todo el mundo se debate con sus propias ideas y Petra también. Lo notable es que cada mortal sostenga la lucha, como si le quedaran por vivir cien años más.
Conocí una vez a dos hermanos, los Martinsen, dueños de una extensa granja, que comerciaban con el producto de la finca. Ambos eran solteros y no conocían heredero; y eran tuberculosos, más el joven que el mayor. Al llegar la primavera agravóse el menor y hubo de guardar cama, lo que equivale a decir que se apresuraba el fin. Ello no impedía que se interesase por todo cuanto atañía a su finca. Un día percibió su oído una voz extraña en la cocina y llamó a su hermano para preguntarle: «¿Quién está ahí?». «Es alguien que quiere mercar huevos». «¿A qué precio se venden ahora?». «A tanto y cuanto…». «Entrégale los más pequeños…». Murió pocos días después. Le sobrevivió el hermano hasta la edad de sesenta y siete años, tísico también. «Vino alguien a comprarte huevos y se llevó los más pequeños…».
—No será provechoso para Nicolás —objeté a Petra—, que se roture el campo él mismo. Puede ganar más en su oficio.
—Aquí pagan muy poco por los trabajos de carpintería —replicó Petra—; todo el mundo compra ahora mesas y sillas en casa del mueblista, por encontrarlo más económico.
—¿Entonces, por qué ha ido Nicolás a aprender el oficio?
—Lo mismo me digo yo. Nicolás se obstina en ser carpintero, pero provecho no obtendrá ninguno. Que haga lo que le parezca.
—¿Qué puede ser más provechoso?
Tardó en responder Petra, que mantuvo sellados los labios un instante. Al fin me dijo:
—Aquí es ahora muy importante el tráfico con veraneantes que vienen de Torezinnen y también de abajo de la Landspitze. Un día llegaron dos daneses, que se hospedaron en mi casa; vinieron a pie. «Si tuvieses un caballo, podrías haber evitado que llegásemos a pie», me dijeron. «¡Tienes razón —pensé—, ahora empieza!».
«Tienes una casa grande con cuatro estancias —decían los daneses—; en esta comarca hay cumbres elevadas y bosques frondosos, peces en el fiordo y peces en el río y otras muchas cosas; además, una buena carretera —decían. Nicolás estaba presente escuchándoles—. Aquí hemos llegado, pero no podemos ir a ninguna parte —prosiguieron—; de manera que no nos queda más remedio que marcharnos».
Por decirle algo, pregunté:
—¿Cuatro estancias en la casa? ¿Entonces son más de tres?
—Sí, señor, desalojando el taller —contestó aquella boca grande.
«¡Eso es! ¿Verdad?», dije para mi caletre, y volví a preguntar:
—Para conducir a los turistas, ¿no necesitaría Nicolás un caballo?
—Pensaríamos en los medios para tenerlo —replicó Petra.
—Cuatrocientas coronas.
—Eso mismo —me dijo—, y ciento cincuenta más para el vehículo.
—Pero le faltará el pienso para el caballo.
—¿De dónde sacan los demás el forraje para sus caballerías?
—Compran un saco en la Landspitze.
—Vale dieciocho coronas.
—Diecisiete, nada más. En el primer viaje estarán pagadas.
Era mucha mujer, Petra; posadera de nacimiento y criada de posada, teníalo ya todo muy bien calculado. Además, sabía cocinar y echaba nada menos que macarrones italianos en la sopa de trisarraceno. El dinero del café, la cama y los bizcochos por la mañana habían aumentado tanto en su valor, a sus ojos, que ella lo escondía, para enriquecerse atesorándolo. No le interesaban los frutos del campo, como es común entre las campesinas; de ninguna manera nadie puede ocuparse en varias faenas a la vez; Petra era una parásita, no quería vivir con lo que ganaba ella, sino con lo que ganaban los viajeros.
Aquí viene también gente de postín, y además los ingleses. ¡Si todo le fuera bien…! Así será.
Estamos en el mes de febrero. Me ha asaltado un pensamiento insinuante del que me apodero, para que no se me escape: esperar hasta que reblandezca el hielo en los campos y haya menos nieve, para atravesar la montaña y emigrar a Suecia. Cosa resuelta.
Para poner en ejecución mi proyecto, preciso que mi ropa esté a punto; pero Petra es tan escrupulosamente limpia, que la lava en varias aguas distintas. Mientras tanto, yo distraigo mis ocios en el taller de Nicolás, bien surtido de cepillos, sierras, taladros y un torno; me entretengo fabricando curiosidades. Para un chico de una alquería vecina, estoy construyendo un molino de viento, impulsado, naturalmente, por el viento, que rechina y zumba que es un encanto. Recuerdo que cuando era niño designábamos este artefacto con el nombre onomatopéyico de carracas de viento.
También paso el tiempo merodeando por las cercanías de cuando en cuando, y procuro desentumecer mi cabeza invernal lo mejor que puedo. No le echo la culpa al invierno, no se la atribuyo a nadie, no; pero me faltan el hierro candente, la juventud y el poder supremo. ¡Oh, Señor! Si durante horas enteras avanzo por la senda que se interna en el bosque, con las manos sobre mis viejas espaldas, puede acontecer que, de pronto, me asalte un repentino recuerdo dorado, que perdura unos instantes; entonces me detengo enarcando las cejas y penetro la lejanía con mirada atónita. ¿Va a surgir un hierro candente? ¡Nada, evaporación, no más! Y me quedo atrás, tristemente sosegado.
Para practicar como en los tiempos de mi juventud, hago como si una fuerza bienaventurada me impulsase. ¡Oh, no murió todavía! La fantasía revive y suenan las estrofas de una canción:
Venimos alegres
de la gran pradera
cubierta de césped,
Tu-lu-lu-lú.
Nos miró una estrella
y vio nuestro beso
como tú no hay nada
tan santo y tan bueno.
Días juveniles.
edad pastoril,
nada hay como esto
si no vedme a mí.
Zumban las abejas
y los cisnes bogan…
mas hoy nada vi.
Tu-lu-lu-lú.
Me interrumpo, vuelvo a hundir el lápiz en el bolsillo, al tiempo que todavía percibo el eco fugitivo de alguna tonada, y me consuelo al pensar que algo, aunque poco, me ha sido dado saborear.
Ha llegado una carta para mí. ¿Quién conoce mi retiro? La carta dice:
Dispénseme si le escribo, tengo que hablarle de acontecimientos. Cuando regrese usted a la ciudad, quisiera celebrar una entrevista. No se trata de nada malo. Le suplico no me conteste que no.
Suyo
Ingeborg Torsen
Repetí la lectura muchas veces. ¿Un acontecimiento? Pero me voy a Suecia, quiero hacer un poco de ejercicio, en vez de inmiscuirme en los asuntos de gente extraña. ¿Por ventura soy el tío de la Humanidad, a quien se pueda llevar de la Ceca a la Meca, para pedirle consejo? Usted me perdonará, digo para mi caletre, haciéndome el interesante; ahora precisamente que los caminos son propicios, voy a emprender un viaje hasta muy lejos, un viaje de negocios, puedo asegurarle, y de capital importancia para mí…
¡Cuán complejo y sorprendente es el espíritu humano! Mientras, sin abandonar mi asiento, dialogo internamente con mi propia insensatez, e incluso profiero alguna que otra expresión de disgusto, que bien pudiera llegar hasta donde está Petra; en el fondo, no me desagrada haber recibido la carta, y me alegro tanto, que siento vergüenza. Pero es porque volveré a ver la ciudad, los muelles helados y los buques.
¿Cómo explicármelo? ¿Habría estado en mi domicilio y allí le darían mis señas? ¿O habrá visto a Nicolás?
Partí en el acto.