Capítulo XXXIII

Hoy, primero de octubre, hace cuarenta años, en mi pueblo íbamos subidos en un quitanieves. Por desgracia, recordaba aquellos tiempos de hace cuarenta años.

Nada escapa todavía a mi atención, pero de todo soy mero espectador, nada más. Sentado en la galería, miro a todas partes. De haber sido Nicolás el carpintero mejor observador, hubiérase dado cuenta de mi ridiculez, que trataba de disimular, agravándola con remilgados visajes, que amenizaba tecleando la baranda. A Dios gracias, él era un niño todavía. Por fin, me alejé de allí, para reintegrarme a mi puesto. Mi dirección es esta: en el rincón, junto a la estufa.

Ya estamos en invierno otra vez; nieve en el Norte y teatro anglosajón. Es la estación del hastío; cesa de moverse mi rodaje, el cabello no me crece ni las uñas tampoco; nada crece, excepto los años. No está mal que crezcan mis años; de ahora en adelante estará bien.

Nada notable tengo que registrar durante el transcurso del invierno… es decir, sí: Nicolás se comprado un abrigo. No tenía gran necesidad él, lo compró por puro adorno, decía él; ¡y no le había costado caro, total valía veinte coronas, pero lo consiguió en dieciocho! Nicolás, con su abrigo, era con toda seguridad más feliz que Flatón con el suyo.

A propósito, me olvidaba de algo concerniente a Flatón: sus amigos le ofrecieron una cena, como despedida de soltero, pues se iba a casar. Me lo refirió la señorita Torsen un día en que volví a tropezarme con ella casualmente, leyendo junto a un farol.

—Eso le habrá entristecido a usted, ¿verdad? —le pregunté.

—No lo crea usted —respondió sonriente—. Era cosa prevista para mí, desde hace mucho tiempo. Además, creo que no soy muy constante. Me parece…

—Opino que acaba de dar usted en el blanco.

Se quedó suspensa.

—¿Por qué me lo dice usted?

—A mi parecer, ha cambiado usted bastante desde el verano acá. Usted se mostraba entonces alegre y decidida, sabiendo muy bien lo que se proponía. ¿Qué ha sido de aquellos ribetes de amargura? ¿Pasaron ya para usted las preocupaciones?

Era muy doctoral el tono del interrogatorio, pero el interés no dejaba de ser muy paternal.

Echó a andar, bajando la cabeza en actitud reflexiva y, expresándose con sincera cordura, dijo:

—En verano, me vi privada de pronto de mis medios de vida. Había perdido mi colocación, y la cosa no era para ser tomada a la ligera. Lo refiero tal como fue. Mis cavilaciones no me dejaron vivir durante algún tiempo, esta es la pura verdad. Pero no sé… tengo ya algunos años, mas no tantos que pueda considerarme vieja. Tengo dos hermanas, que son constantes y trabajadoras y están casadas, a pesar de ser más jóvenes que yo. Ignoro lo que haré.

—¿Quiere usted venir conmigo al concierto? —le pregunté.

—¿Ahora? No, gracias, no estoy vestida para ir allí. ¡Pero qué amable ha sido usted proponiéndomelo! —exclamó alborozada, después de una breve pausa—. Me gustaría ir, pero… no, le voy a referir a usted lo de la cena aquella. ¡Dios santo, y qué cosas se les ocurrían a aquella gente!

Tenía razón, habían sido muchas las locuras que se les ocurrieron a aquella gente moza, unas sin ton ni son e infantiles, otras de mayor monta. Para dar principio a la fiesta, escanciaron vino de 1812, mejor dicho, empezaron a mandar a Flatón una invitación, naturalmente, pintada en un cuadro atrevido, encerrado en su correspondiente marco. Escribieron en él fecha y lugar y las siguientes palabras: Balada, «Ofenbacada», Bacanal. Hubo discursos de los que se juzgaban abandonados por él y, ahogando el chocar de los vasos, voces que destrozaban el tímpano. Después, música que no cesó de tocar, y, al empezar la noche, se presentaron unas muchachas disfrazadas que estuvieron bailando bastante rato, pero hubieron de marcharse, pues la cosa se ponía mal. Entonces aquellos señores decidieron bajar a la puerta del hotel con el propósito de pescar alguna «ocasión» que valiera la pena. Acertó a pasar por allí una mujer joven con un niño en brazos y un lío de ropa; iba con la cabeza inclinada hacia la criatura, como para protegerla de la nieve. «¡Birr! —exclamaron los caballeros, cogiéndola por un brazo—. ¿Es tuya esta criatura?». «¡Sí, es mía!». «¿Es un chico?». «¡Sí!». Prosiguieron así la conversación con aquella mujer joven y delgada, una sirvienta seguramente, sin retirar la vista del niño; Helgesen y Lind, que eran miopes, limpiaron los lentes para observarlo mejor. «¿Vas a echar el niño al agua?», se le ocurrió a uno de ellos, «¡No!», contestó azorada la muchacha. «Es muy grosera la pregunta», le reprocharon los compañeros, y el imprudente, comprendiéndolo, se quitó el impermeable y abrigó con él a la muchacha. Después se puso a decir monadas a la criatura, hasta hacerla reír… una delicia de angelito, harapos y suciedad, todo revuelto. «¡Lástima de criatura —exclamó—, hija de madre soltera! ¡Hijo de una virgen!». «Por eso es tan hermoso», observaron los demás. «¡Bueno, ahora vamos a lo práctico! —dijeron a la madre—: ¿En dónde vives?». «En tal y tal sitio he vivido», respondió ella. «Ha vivido», dijo uno de ellos, llevando la mano a la cartera (gesto imitado por los demás) y depositando una cantidad de dinero en la mano de la muchacha. «¡Alto!, he dado muy poco, para lo grosero de mi pregunta de antes», advierte uno. «Lo mismo que yo —añadieron los demás—, por haber pensado igual que tú; reunamos dinero para el hijo de la virgen». Helgesen hace de cajero. Bengt llama a un coche de punto y hace subir a la muchacha; después de ella sube él también. «Un momento nada más —les grita—, me llegaré hasta la calle Laga». «Bengt lleva el niño a casa de su madre», se dijeron los demás. Después de unos instantes de silencio, volvieron a parlotear: «Tienes unos ojos escandalosamente llorones, Bolt; parece mentira que llores así cuando sueltas dinero».

«¡Y tú sollozas como una vieja!», replica Bolt. Volvió el buen humor y con él nuevas «ocasiones». Acertó a pasar por la calle un labriego que conducía una vaca al matadero. «¿Cuánto quieres cobrar por consentir que nuestro anfitrión monte un rato tu vaca?», se le ocurrió al joven Rolandsen.

El labrador limitóse a sonreír, moviendo la cabeza. Los juerguistas se agenciaron un papel, escribieron en él unas palabras dedicadas a una conocida suya, y lo pegaron sobre la piel de la vaca.

«¡Ve a casa de esa señora!», dijeron al labriego. Cuando hubieron puesto fin a esta diligencia, llegó Bengt de vuelta. «¿Adónde has ido?», le preguntaron sorprendidos. «¡La vieja ha dicho que sí!», contestó brevemente. «¡Hurra!», gritaron todos a la vez. «Vamos a beber a la salud del niño. Vamos al café». «¿De veras te ha dicho que sí? ¡Hurra también por la vieja!». «¿Qué estamos haciendo aquí? ¡En marcha, al café!». «¿En marcha? —se burlaron algunos—. ¡Camarero, un auto!».

El camarero acude presuroso al teléfono. Pasa un rato muy largo, se hace tarde, pero los señoritos esperan pacientes. Es ya hora de cerrar, y los cafés vomitan la parroquia a la calle. Al fin, llegan diez automóviles, uno para cada uno; suben los señores. «¿Adónde?», preguntaban los chóferes. «A la primera puerta», responden los viajeros. Los automóviles arrancan y se detienen frente a la primera puerta del mismo edificio; allí está el café, descienden los señores y pagan muy serios la carrera. El café estaba cerrado. «¿Vamos a echar la puerta abajo?», consultan entre ellos. «¡Naturalmente!». «¡Bum!». Ya está abierta la puerta. Sale gritando el vigilante de noche, le rodean, le abruman con palmadas y le abrazan; abren los armarios y se apoderan de unas cuantas botellas para él y para todos, bebiendo a la salud del niño y de la madre de Bengt, por la madre de la criatura, por el vigilante, por la vida y por el amor. Una vez realizada la hazaña, tapáronle la boca al vigilante con unos cuantos billetes de Banco, sujetándoselos con un pañuelo de bolsillo. Acto seguido subieron otra vez a la sala y se hicieron servir la cena. Una zapatilla de seda encarnada con forro de cristal era el plato de Flatón. Comieron y bebieron y derrocharon a troche y moche, transcurrieron las horas y rompió el alba. Entonces procedió Flatón a distribuir recuerdos entre los amigos. A uno le da el reloj, la cartera a otro, pero ya vacía; a un tercero el alfiler de corbata; quitóse las botas y las distribuyó entre dos de los amigos restantes, y así prosiguió distribuyendo su ropa hasta quedarse en cueros vivos en la silla. Entonces subieron a habitaciones superiores del hotel y bajaron alfombras y tapetes de seda encarnada, para abrigar al anfitrión. Quedóse dormido Flatón bajo la custodia de sus nueve amigos, durante una hora larga; era ya de día y le despertaron. Flatón surgió de entre las alfombras, crudamente desnudo, y mandó un criado a casa, en busca de ropa de repuesto. La juerga volvió a comenzar de nuevo…

A continuación comentamos el relato de la señorita que completo con algún episodio que antes había pasado por alto. Al finalizar, me dijo:

—Menos mal que aquella noche fue provechosa para la muchacha con el niño en brazos.

—Y para el niño también —afirmé yo.

—Efectivamente. ¿Ha visto usted qué ocurrencia? La anciana le admitió.

—Posiblemente, algún día opinará usted de otra manera.

—¿De veras? Mejor hubiera sido que me hubiesen dado todo el dinero a mí.

—También sobre esto opinará usted un día de otra manera.

—¿Por qué? ¿Cuándo?

—Cuando usted tenga un niño que le sonría.

—¡Uf!„¡qué ocurrencias tiene usted!

Creí haberla herido, pero me equivoqué, pues su molestia era infantil. Para congraciarme con ella, le pregunté sin reflexionar.

—¿Qué sirvieron en la cena?

—Lo ignoro —me contestó.

—¿Cómo, no lo sabe usted?

—¿Cómo podría saberlo, sin estar presente? —replicó sumamente admirada.

—¡Claro está que no! Pero yo creía que…

—¡De manera que usted lo creía, usted! —exclamó más ofendida todavía, anudando los dedos de ambas manos, como el verano último, y estirándolos.

—No, puedo asegurarle que no. Pero creí que tendría usted cierto interés doméstico. Me dijo usted que estaba aprendiendo a guisar.

—Esto ya es otra cosa y podemos proseguir la conversación sobre este tema. Sitúa usted sus observaciones al nivel de mis horizontes.

Hubo una pausa.

—A decir verdad, quizá tenga usted razón. Debí de haberme enterado de la minuta, pero olvidé preguntarlo.

—Esta noche, estaba evidentemente irritada. ¿Acaso le interesaba todavía Flatón? No sin temor, me aventuré a preguntar:

—Todavía no me ha dicho usted con quién va a contraer matrimonio Flatón.

—No es ninguna belleza —respondió rápida—. ¿Qué más le da a usted? Usted no la conoce.

—Ahora, Flatón se ocupará de los negocios de su padre, seguramente… —proseguí.

—¡Pobre Flatón! Se interesa usted por él más que yo misma. Si Flatón va a ocuparse en los negocios de su padre, es cosa que ignoro.

—Yo creía que, puesto que se ha casado…

—También ella es rica. Él no tiene necesidad de interesarse en los negocios de su padre. Me dijo un día que tiene intención de fundar un periódico. ¿Por qué se ríe usted?

—No río.

—Bien veo que usted se ríe. Pues, sí, señor. Flatón quiere editar un periódico. Desde que Lind publica un periódico para perros, está decidido Flatón a publicar un periódico para hombres.

—¿Un periódico para humanos?

—¡Sí, señor! ¡Al que debería usted suscribirse! —me disparó ella de pronto.

Era evidente su irritación incomprensible para roí, por lo que opté por no replicar. Le dije solamente:

—¿Que debiera suscribirme? ¡Quizá tenga usted razón!

Ella rompió a llorar.

—¡Vamos, niña, no llore usted; cesaré de torturarla!

—Usted no me tortura.

—¡Sí, he estado torpe! ¡No hallo el término justo!

—Prosiga usted hablándome… no es eso… no sé…

¿Sobre qué tema convendría conversar ahora? Pensando que nada interesa tanto a una persona como ella misma, le dije:

—Alguna causa ha provocado la nerviosidad de usted, pero todo pasará. Es muy probable que, aunque no instantáneamente, no haya dejado de afectarla a usted que él haya resuelto seguir un camino aparte… Pero, reflexione usted que…

—No está usted en lo cierto —me dijo ella negando con la cabeza—. Es asunto que no me afecta gran cosa; estuve una vez algo enamorada de él, pero pasó ya.

—Sin embargo, usted me dijo que él era el único…

—¡Bah! Crea usted que pudo parecérmelo alguna vez. Pero no me ha impedido, de todos modos, que me interesara por otro lado. No, Flatón es simpático, y algunas veces me ha llevado consigo de paseo, o al baile o a distracciones por el estilo. A mí me halagaba que no me desdeñase, no obstante haber perdido mi plaza. Con toda seguridad habríame sido fácil conseguir un empleo en el almacén de su padre pero… ahora busco un empleo.

—¿De veras? ¡Ojalá encuentre usted una buena colocación!

—Esa es la cuestión. Pero no me sale nada. Es decir, ya encuentro, pero… La tienda del viejo Flatón no es para mí.

—¿Paga mal, acaso?

—Con toda seguridad. Además… no sé, me parece que sé demasiado. Mis dichosos diplomas contribuyen a perjudicarme. Vamos a despedirnos, es ya tarde, tengo que irme.

La acompañé hasta la puerta de su casa, le di las buenas noches y regresé también a mi domicilio. Me fui entregado a mis cavilaciones, por las calles mojadas, bajo el cielo encapotado y en una temperatura francamente invernal. Tampoco ella es apta para el matrimonio; ningún hombre hallará acomodo uniéndose a una mujer que estudia.

¡Nadie en todo el país acierta a descubrir lo que conviene a la juventud femenina! El relato que la señorita Torsen me hizo de aquella orgía de solteros, era prueba elocuente de los deseos en que ardía de estar presente para iniciarse y participar en el concierto general. Lo había conseguido sin olvidar detalles, pero en su mayoría fueron tonterías a las que ella, sin embargo, atribuía una importancia de la que carecían. Yo había sostenido una larga conversación con una alumna adulta, con una eterna estudiante que, a fuerza de estudiar, había disipado la vida.

Cuando llegué a mi puerta me sorprendió encontrarme otra vez en presencia de la señorita Torsen; era evidente que me había ido pisando los talones durante toda mi caminata, pues su respiración no revelaba cansancio.

—He olvidado disculparme —me dijo.

—¿Por qué, hija mía?

—Por lo que le he dicho. Usted no tiene necesidad de abonarse al periódico. Lamento habérselo dicho. Le pido mil perdones.

Se apoderó de mi mano, sacudiéndola, mientras la estrechaba.

Era tal mi sorpresa que no se me ocurrió más que una necedad:

—¡No ha estado mal la broma! ¡Un periódico Para humanos! ¡Ja, ja, ja! Pero usted está helada vuélvase a poner los guantes. ¿Se va usted a casa?

—Sí señor. Buenas noches. Perdóneme lo de esta noche.

—Voy a acompañarla; espéreme un momentito…

—No, muchas gracias.

Soltó mi mano después de estrecharla fuerte mente y se marchó.

No quiso exponer mis viejos huesos a la inclemencia de la noche. ¡Que se vaya con todos los diablos! Pero la seguí a hurtadillas y me convencí de que llegaba a su casa, sana y salva.

También Josefina vino a la ciudad, aunque personalizaba el trabajo en Torezinnen. Se informó de mi domicilio y vino a verme. La recibí bromeando y llamándola Josefín.

¿Cómo iban las cosas en Torezinnen? Todos bien, pero cuando hablaba de Paal, movía la cabeza. Paal no bebía tanto como antes mas no hacía absolutamente nada y su capacidad para el trabajo era nula por completo. Ahora quería vender, y pensaba en un negocio de transportes, en el Stortal. Le pregunté si encontraba compradores. ¡Ya lo creo! Einar, uno de los gañanes que trabajan a jornal, tenía muchas ganas de quedarse con la finca. El asunto dependía de la decisión de Brede, el rico negociante, que tenía una hipoteca sobre la casa.

Recordé al padre, el viejo aquel del otro mundo, el de las manos enguantadas, a quien era preciso alimentar con mermelada por tener ya noventa años y que apestaba como un cadáver antes de reventar. Pregunté a Josefina:

—El abuelo, que pasaba todo el tiempo en la habitación de arriba, ¿murió ya?

—No, señor, a Dios gracias —respondió—. Está mucho mejor de lo que era de esperar. Nosotros podemos darnos por muy satisfechos de tenerlo todavía.

Llevé a Josefina al cinematógrafo y al circo y todo le gustó sobremanera; pero las amazonas, tan ligeras de ropa, le hicieron torcer el gesto. Quiso también ir a una de las iglesias mayores y supo encontrarla sola. Permaneció en la ciudad algunos días que aprovechó para efectuar alguna compra, sin dar nunca muestras de pesares o de preocupaciones; la víspera de la partida vino a despedirse de mí.

—¿De manera que de regreso otra vez?

—Sí, señor.

Había despachado ya todas las diligencias. También se había entrevistado con la señorita Torsen, cobrando la cuenta del comediante, pues este nada mandó. La señorita Torsen estaba indignada por semejante proceder y se ruborizó muy avergonzada. Le pareció que la señorita no estaba muy desahogada, pues pidió un día de espera, pero al día siguiente le entregó el dinero. De manera que nada le quedaba ya por hacer a Josefina, en la ciudad. En aquel instante venía de casa de la señorita Palm, a quien había ido a visitar, pero no había podido dar con Nicolás el hermano, que vino a la ciudad para hacer el aprendizaje en una carpintería. A ella le era indiferente —decía Josefina— pues la última vez que habló con él nada concreto salió de la conversación. No le importaba. No tenía necesidad de mendigar, pues disponía de sus ahorrillos, poseía varias reses y también unas cuantas libras, y tampoco estaba desnuda ni mucho menos pues tenía ropa para cambiarse por dentro y por fuera. Además, ahora pensaba empezar a tejer.

—¿Estás ya prometida? —le pregunté, sorprendido—. ¡No sabía nada!

—¡No, señor!

No se había prometido ni mucho menos; es decir, no se había tratado de petición solemne con cambio de anillos. Pero la intención había existido. Si no, ¿a santo de qué había mandado la maestra Josefina Palm a su hermana para que se quedara en Torezinnen dos años sin pagar un céntimo, Pero, eso sí, viviendo como una señorona? ¡Nunca más le volvería a suceder cosa semejante! En fin, como me había dicho Josefina, había pensado alguna vez, pero Dios no lo quiso y más valía así, Pues sólo miseria le hubiera reportado.

De pronto algo acudió a la memoria de Josefina.

—¡Diantre! Olvidé comprar el añil[28] para los lienzos. Menos mal que a última hora se me ha ocurrido. ¡Con Dios! ¡Muchas gracias por todo!