Capítulo XXXII

Interrogué a la señorita Torsen:

—¿Ha vuelto usted a ver, desde entonces, al carpintero?

—¿A qué carpintero? No, por cierto. Le he hablado a usted de él por tratarse de persona conocida, en cierto modo.

—¿Le conocía usted ya?

—Tanto como usted. Es decir, hasta cierto punto. Pues es hermano de Palm, la maestra que estaba con nosotros en la pensión Torezinnen.

—La verdad es que el mundo es pequeño. Todos pertenecemos a una misma familia.

—Por esta razón he hablado de él.

—Pero a bordo, él no citó a su familia —advertirle yo—; por consiguiente, le ha visto usted otra vez después. ¿No es cierto?

—Sí y no; es decir, le vi un par de veces, pero sin detenerme. Nos hemos cruzado alguna que otra palabra de cortesía, nada más. Entonces me dijo que era su hermano.

—¡Ah, ya!

—De paso, nada más y por pura casualidad.

Juzgué la ocasión oportuna para decirle:

—¿Qué no acontece sin ser casual? La casualidad quiso que yo me detuviera al pie de un farol de gas, para buscar algo, leer un par de líneas. ¡Ha resultado que usted vive aquí!

—Efectivamente.

—Usted y el carpintero formarán pareja —le digo.

—¡Ca! ¡No! Yo no quiero casarme.

—¿De veras, no?

—Precisa ser muy confiada para casarse.

—No sé. Quizá nos convenga ser un tanto confiados. No todo ha de ser habilidad. ¿Adónde conduce la habilidad? Suele acontecer que sus desaciertos son mayores. Nadie puede hacer alarde de suficiencia.

—Pero la suficiencia debiera ayudarnos a evitar los yerros, las más de las veces. Si no, ¿para qué serviría?

—Efectivamente. Para algo habrá de servirnos. Pero, desgraciadamente, si confiamos demasiado en nuestra suficiencia, entonces erramos. O dejamos paso libre a los acontecimientos, sin preocuparnos gran cosa por ella; no faltaba más, ya recurriremos a nuestra suficiencia.

—¿Según eso, no queda esperanza?

—En este último sentido, sí. Así opinaba usted el verano pasado.

—Lo recuerdo. Creía… ¡Vamos, no lo sé! Pero luego regresé aquí, a la ciudad, y fue como si…

Guardamos silencio unos instantes.

—Estoy desorientada —me dijo ella.

—Pero yo soy viejo y prudente. Vea usted, señorita, en otro tiempo no había tanta sapiencia, escuela superior y derecho electoral en cada cabeza mortal. Uno vivía su vida en otro sentido y era confiado. Quisiera saber si ello no ofrecía un muro igualmente consistente donde apoyar las espaldas. Ciertamente, a veces se erraba, pero el dolor era menos artero y se soportaba con la energía de un animal. Nosotros hemos debilitado nuestra sana capacidad de resistencia.

—Empieza a refrescar —dijo ella—. ¿Quiere usted que regresemos a casa? Todo cuanto usted dice es pura verdad, pero nosotros somos de nuestro siglo. No nos es dado rectificar nada, a mí no me queda otro recurso que seguir la corriente del tiempo.

—Eso lo dice El Diario de la Mañana, porque antes lo dijo La Nueva Prensa Libre. Pero el hombre que algo vale, procura caminar hasta cierto punto por su propio camino, cuando la mayoría marcha por otro.

—Voy a hacerle a usted una confidencia —me dijo ella, deteniéndose de pronto—: Actualmente sigo una buena escuela.

—¿De veras?

—Estoy instruyéndome en los quehaceres domésticos. ¿Verdad que hago bien?

—Conforme. Está aprendiendo a cortarse usted misma los panecillos y untarlos con mantequilla. ¿No es eso?

—¡Ja, ja!

—¿Por qué no quiere usted casarse?

—¡Qué sé yo!

—¡Bien! Usted contrae nupcias con él y se instala en el campo. Pero ante todo, quiere usted instruirse en los quehaceres domésticos y hacer bollos o budín, por si pasa algún viajero o algún inglés.

—¿En el campo? ¿Qué campo?

—Mejor será que usted vaya a casa de la madre de él, para aprender a su lado la ciencia casera que usted necesita.

—¡Nada de eso, óigame! —me dice ella, riendo y reanudando la marcha—. Su pista de usted es falsa. No es él, no es nadie.

—Lo siento por usted. Debiera ser alguien.

Sí, pero ¡si no es el que yo quiero!

—Pues él es el que usted quiere. Alto, guapo e inteligente, como usted.

¡Ya, ya, muchas gracias…! ¡Ya, ya, mil grabas, por esta noche! ¡Buenas noches…!

¿Por qué interrumpí la conversación tan de repente y se alejó de mí, apresurada, casi corriendo? ¿Se iba llorando? Yo quería decirle algo más, despacio y en tono grave, para darle algunos consejos útiles, pero hube de verla partir, no sin cierta 1 sorpresa.

Otro día me sucedió una cosa.

—Hace mucho tiempo que no le he visto —me dijo ella, la primera vez que volvimos a encontrarnos—. ¿Quiere usted acompañarme un ratito? Tengo que ir…

—Con una carta, según veo.

—Sí, con una carta. Se trata de… bueno, nada…

Nos fuimos con la carta a la administración de un periódico. Se trataría de alguna oferta de servicios, quizá buscaba colocación.

Al salir de la administración del periódico, la saludó un señor. Ella se ruborizó como una amapola. Se detuvo en el peldaño superior de los dos que descendían de la puerta, inclinando la cabeza sobre el pecho, como si hiciera ademán de tomar precauciones al bajar. Volvieron a saludarse, el desconocido le tendió la mano y entablaron conversación.

Era hombre de la misma edad que ella, de buen aspecto y tenía la barba espesa y suave y cejas oscuras, acaso teñidas. Cubría su cabeza un sombrero de copa, y el abrigo desabrochado lucía forro de seda.

Oí que hablaban de una tarde que habían pasado juntos la semana anterior, en la alegre compañía de otras amistades. Se habían divertido de lo lindo en el paseo en coche, y durante la cena —recordaron ellos en el curso de su conversación—. La señorita Torsen hablaba poco pero atendía absorta, linda y sonriente. Yo me distraía en la contemplación de unas ilustraciones expuestas en el escaparate.

De pronto se me ocurrió: ¡Diablos, esta chica está enamorada!

—A propósito, voy a proponerle una cosa —le dijo él. Parlotearon unos instantes, pusiéronse de acuerdo sobre algo y ella asintió con la cabeza. Acto seguido, él se alejó.

Lenta y silenciosa vino a mí. La invité a examinar las ilustraciones del escaparate.

—¡Ah! ¡Sí! ¡No! ¿Ha visto usted? —exclamaba ella deteniéndose para ver, pero sin mirar objetivamente. Reanudamos nuestra marcha en silencio y tardamos unos minutos en enhebrar la conversación.

—Hans Flatón es el mismo de siempre —me dijo ella.

—¿De veras? ¿Quién era aquel señor? —pregunté yo.

—Se llama Flatón.

—Creo recordar este nombre por haberlo citado usted alguna vez el verano pasado. ¿Quién es?

—Hijo de un rico negociante.

—¿Pero, él?

—Su padre es el dueño de los almacenes aquellos tan importantes en la calle de Almes, ¿sabe usted?

—Efectivamente; pero ¿qué hace el hijo?

—Ignoro si se ocupa en algo determinado; es estudiante. Su padre es muy rico.

—Sí, ya lo sé.

El comercio del viejo Flatón era un negocio sólido de labradores. Por las mañanas estaba el patio ocupado por caballos, cuyos dueños efectuaban sus compras en el interior del almacén.

—Es siempre muy rumboso —prosiguió—; hay que ver con qué indiferencia deja el dinero y los billetes sobre la mesa. Cuando se va, todo el mundo dice a su alrededor: «Es Flatón».

Quise ser chistoso y dije:

—Viste como si se llamase Platón.

—Cierto —dijo ella, picada—. Ya lo creo, viste muy bien; siempre ha sido así.

—¿Le quiere usted? —le pregunté bromeando.

Ella guardó silencio un instante y me dijo al punto, afirmando rotunda con la cabeza:

—Sí, señor.

—¿Cómo? ¿De veras?

—¿Qué hay de particular en ello? Somos viejos amigos, compañeros de bachillerato, y hemos pasado muchas horas en compañía. El fundamento de nuestra amistad es del todo sano. Es el único a quien he estimado en mi vida, durante muchos años. Es verdad que, de cuando en cuando, le olvido; pero, en cuanto vuelvo a verle, me enamoro intensamente. Yo se lo he dicho a él, y los dos nos reímos, pero nada más. Es curioso lo que me ocurre.

«Probablemente es demasiado rico para hacerla su esposa», pensé yo y decidí no hablar más del asunto.

En cambio, al despedirnos, pregunté:

—¿Dónde trabaja Nicolás, el carpintero?

—No lo sé —me contestó—. Es decir, espere, sí que lo sé. Está en nuestro camino, venga usted conmigo un trecho y le enseñaré la casa. ¿Para qué quiere usted verle?

—Para nada. Estaba pensando si habrá encontrado una buena plaza y un buen maestro.

Pues, señor, ¿qué me importaba a mí Nicolás, el carpintero? Sin embargo, fui a verle y entablamos amistad. Es un verdadero mulo, robusto, feo y taciturno; espantoso. El sábado por la tarde íbamos juntos por la ciudad, no sé por qué; seguramente porque lo quise así.

Me había aproximado al carpintero por mí, y por distraer mi soledad, pues ya no volví a ir a los bancos del puente, porque hacía mucho frío. La señorita Torsen me interesaba ahora poco; había cambiado mucho desde que regresó a la ciudad. No solamente en un sentido, sino en todo; era ahora una muchacha adocenada como las demás. Se interesaba por fruslerías e insensateces pareciendo haber olvidado sus amargas y sanas ideas del verano sobre su existencia. Ahora había vuelto a una escuela, y distraía las horas libres en compañía de un tal Flatón. O ella era un temperamento sin fondo o estaba ya maleada desde los decisivos primeros años de su juventud.

—¿Qué puedo hacer yo? —me decía ella—. Verdad es que he vuelto a una escuela; nunca hice otra cosa desde que era niña. Yo no sirvo para otra cosa, solamente sirvo para la enseñanza, por pura costumbre. Me es difícil pensar y obrar por mi propia cuenta; esto no es muy divertido. ¿Qué puedo hacer yo?

¡Claro está, ella no podía hacer otra cosa…!

Fui con Nicolás el carpintero al circo. Poco hubo allí que provocara la admiración del muchacho, o hizo como si ninguno de los números del espectáculo le pareciese cosa del otro mundo. «¡El salto sobre el caballo, desde luego que sí…; pero el tigre…! ¡Vamos, yo creía que un tigre sería algo mayor!». Por lo demás, el carpintero tenía su cabezota distraída en otros pensamientos y siguió las evoluciones de las amazonas con aire desentendido.

Al finalizar el espectáculo, cuando íbamos ya camino de casa, me dijo:

—Voy a pedirle a usted una cosa que es un desatino. ¿Quiere usted acompañarme, mañana por la tarde a «La Corona»?

—¿Qué es «La Corona»?

—Un baile.

—¡Ah! ¡Vamos! ¡Una sala de baile! ¿Dónde está? ¿De manera que se le ha despertado a usted la afición al baile?

—Tanto como eso, no; pero…

—Comprendo, le gusta ver lo que pasa por allí.

—Eso mismo.

—Conforme, le acompañaré a usted.

Era domingo por la tarde, la tarde de mozos y mozas; el carpintero y yo fuimos al baile.

Se equipó con ropa almidonada y una voluminosa cadena de reloj…; pero ello no impedía que fuera muy joven, y la juventud siempre es bella, a pesar de todos los pesares. Estaba dotado de tanta fuerza, que nunca tenía precisión de ceder, ni le hubiese sido fácil hacerlo con naturalidad. Cuando alguien le dirigía la palabra, tardaba en contestar, y si cualquiera le daba con la mano en la espalda, se volvía lentamente para ver quién era. En el trato era bueno y apacible.

Cuando nos acercamos a la taquilla, vimos que estaba cerrada. Pero un aviso, colgado encima, anunciaba que el local estaba reservado, durante las dos primeras horas de la tarde, a una peña particular.

Mientras permanecimos allí, llegaron algunos jóvenes, leyeron el aviso y volvieron a marcharse. El carpintero no quería irse, miraba de un lado a otro y, al fin, se decidió a ir a la puerta en busca de alguien.

—Aquí no hay nada que hacer —le grité yo.

—Ya lo veo —me contestó—. Pero yo quisiera saber…

Entró en un patio interior y levantó la cabeza para escudriñar en las ventanas.

Un hombre acudió por la escalera.

—¿Qué se le ofrece a usted? —interrogó.

—Con toda seguridad quiere una entrada —respondí yo por él; el carpintero no acertaba a destapar la boca.

Vino a mí el hombre, y supe que era el dueño; me repitió lo mismo que anunciaba el letrero de la ventanilla: una peña de amigos había alquilado el local las dos primeras horas.

—Ya ve usted como no hay remedio —grité a mi compañero.

Pero no se dio prisa por venir y entabló conversación con el dueño, haciéndome esperar.

—Sí, señor, una reunión muy fina. Vendrán ocho parejas nada más, pero de la orquesta no faltará nadie; gente de dinero.

De cuando en cuando iba señorío de rumbo, alquilaba el local por dos horas, llevaba refrescos y champaña en abundancia y se ponían a bailar a pierna suelta. ¿Por qué? Pues por ser gente moza y rica que los domingos por la tarde se aburría en casa y quería aturdirse bailando, para desquitarse en dos horas del tedio de la semana. No era la primera vez que lo hacían. «Yo gano con ello, en dos horas cortas, más que durante la tarde entera —decía el dueño—. Son gente que puede y no para mientes en el dinero. Además, el suelo no se desgasta, pues no bailan con tacones».

El carpintero le escuchaba a alguna distancia.

—¿Qué clase de gente acostumbra a venir? —tercié yo—. ¿Industriales, militares o…?

—Perdóneme usted que guarde reserva —respondió el dueño—. Forman coto cerrado, esto es cuanto me está permitido decir. Hoy mismo, ignoro quiénes serán; me han enviado el dinero por un mandadero.

—Es Flatón —interrumpió el carpintero.

—¿Flatón, dice usted? —inquirió el dueño, como ignorándolo—. El señor Flatón ha venido ya otras veces aquí; todo un caballero, sociedad de lo más fino. ¿De modo que…? Con el permiso de ustedes, voy a echar una ojeada por la sala.

El dueño volvió otra vez adentro.

Pero el carpintero le siguió y preguntó:

—¿No podríamos verla nosotros también?

—¿A la hora del baile? ¡Imposible!

—En un rincón, desde cualquier parte.

—No, no puede ser. No lo autorizo a mi mujer, ni a mis hijas, ni a ningún ser viviente. La peña no me lo ha consentido nunca.

—¿Viene usted, por fin, o…? —le grité conminatorio por última vez.

—Vámonos respondió el carpintero.

Yo le pregunté:

—Usted sabía ya algo de esa reunión, ¿no es cierto?

—Sí, señor. Desde el viernes; me lo dijo ella.

—¿Quién se lo dijo? ¿La señorita Torsen?

—Sí. Me dijo que podría presenciarla desde la galería.

Salimos a deambular por las calles, entregado cada uno a sus propias cavilaciones que acaso eran idénticas, pero yo iba furioso.

—No, amigo Nicolás, nosotros no tendremos la ocurrencia de comprar una entrada, para contemplar al señor Flatón bailando con sus damiselas.

—Tiene usted razón.

La curiosa idea de la señorita Torsen, invitándole a verla bailar, era una genialidad muy suya; ¿no había cuidado también, el verano pasado, de ponerse al alcance de mis oídos, mientras bogaba a todo trapo? Este recuerdo me hizo preguntar al carpintero, con afectada indiferencia:

—La señorita Torsen quería también, con seguridad, que yo la viera desde la galería, ¿no se lo dijo a usted?

—No, señor.

«¡Mientes —díjeme para mis adentros—, y es más que seguro que ella te recomendó que no la descubrieras!». No amainaba mi irritación por ello, mas no conseguí obligarle a decir la verdad.

Detrás de nosotros oímos el rodar de carruajes que se detenían frente a «La Corona». Nicolás se vuelve atrás y hace ademán de querer ir allí; pero, viendo que prosigo mi marcha adelante sin detenerme, se para un instante y resuelve seguirme. Cuando me alcanzó, le oí proferir un suspiro muy hondo.

Durante una hora larga estuvimos paseando sin rumbo fijo, fue calmándose poco a poco mi irritación y volví a mostrarme sociable con mi compañero. Entramos en un cinematógrafo y después en un tiro al blanco. Al final, fuimos a un juego de bolos, y así fue pasando el tiempo. Nicolás fue el primero en mostrar deseos de marcharse, consultó el reloj, y, de pronto, como poseído de gran prisa, se empeñó en abandonar la partida.

Teníamos que volver a pasar por «La Corona…». Los carruajes no estaban ya allí. «¡Me lo figuré!», exclamó el carpintero, desalentado; con toda seguridad quería ver la salida de las parejas. Miró varias veces, con sumo interés, el desplazamiento donde se habían alineado los coches y repitió otra vez: «¡Me lo figuraba!». Entonces dijo que quería irse a casa.

—¡No, señor! ¡Ahora, adentro los dos! —le repliqué yo.

La sala era espaciosa y acogedora; la orquesta estaba instalada en la tribuna y el piso casi desaparecía bajo las plantas de la numerosa concurrencia que ocupaba el local. Nosotros nos sentamos en la galería y miramos abajo a nuestras anchas.

Vimos gente de todos los pelajes, artesanos, marineros, camareros de hotel, horteras y jornaleros; el bello sexo estaba representado por modistillas, criadas de servicio, dependientas de las tiendas y aves volanderas sin ocupación fija a la luz del sol. Allí se bailaba de lo lindo, al amparo de un policía destacado para terciar en caso de necesidad, y de un inspector del baile, que, con una especie de alabarda en la mano, daba vueltas por toda la sala, velando por las buenas maneras: al final de cada baile, los hombres tenían que desfilar frente a la tribuna de los músicos y pagar diez ores. Si alguno intentaba escurrirse, el inspector de baile le llamaba la atención con un amistoso golpecito de alabarda en el brazo; aquel a quien fuera preciso prodigarle los golpecitos en el brazo, Se hacía sospechoso y, si convenía, se le expulsaba del local. En la sala reinaba un orden excelente.

Valses, mazurcas, chotis, valses…

Me llamó la atención un hombre que no cesaba de bailar, baile tras baile. Elevada era su estatura, y su presencia, la de un árabe; un diablo de mocetón expedito de movimientos, a quien las mujeres seguían con evidente satisfacción: «¿No se parece a Solem aquel que está cortando el bacalao allí abajo?», dije para mi caletre.

—¿Qué, no baila usted? —pregunto a Nicolás.

—¡Ca! —responde sonriente.

—Entonces podemos marcharnos, si le parece.

—¡Por mí, vámonos! —contesta, pero no se mueve del sitio.

—¿Verdad que su cabeza está en otra parte?

Silencio.

—Estaba pensando que en mi campo no tengo ningún caballo. El fiemo y la leña, he de acarrearlos yo mismo.

—Precisamente por eso está usted tan robusto.

—Me parece que un día de estos tendré que ir a mi casa, para cortar la leña para el invierno.

—Hará usted muy bien.

—Tengo que decirle a usted una cosa —prosiguió con tono ceremonioso… y guardó silencio.

—¿De qué se trata, vamos a ver?

—¡De nada, no es nada! Me alegraría mucho si usted quisiera acompañarme este invierno, pero… es tan miserable el albergue que yo puedo ofrecerle…

—¿Yo? ¿Por qué? ¡Hombre, no está mal pensado!

—¿Verdad que no? ¿Le agradaría a usted? —exclamaba el carpintero.

A esto llega a mis oídos, desde abajo el nombre de Solem. Es él mismo en persona; abajo está, con aire de chulo, Solem el del sanatorio Torezinnen. Está solo y excitado, discurseando y diciendo que él es Solem, ¡sí, señor!, Solem. A juzgar por las apariencias, ha venido sin pareja, yo he observado que elegía la pareja al azar. A lo mejor saludaba inclinándose ante una joven que tenía su caballero al lado, este negaba con la cabeza y Solem daba en falso. ¡Hum!, pero se le apuntaba. Dejaba en paz a la pareja y, al terminar el baile, volvía a acercarse, para insistir otra vez. Nueva negativa.

No era del todo vulgar la dama; acaso refinada, acaso pura. Dios debería saberlo. Sus cabellos eran de un rubio oscuro, elevada la estatura, perfil griego y vestida de negro; ningún abalorio encima. Era muy modosa y discreta aquella mujer. Seguramente era una hetaira, pero humilde cual una sacerdotisa del vicio. La nitidez de sus facciones evocaba la placidez de la pecadora arrepentida. ¡Oh, flor sin igual!

Aquella era la mujer que necesitaba Solem.

Como el caballero volviera a denegarle su autorización, se creció y se puso a decir que él, allí donde le veían, era Solem, y que no le gustaba hablar en balde: ¡él era hombre de pelo en pecho, y ahora lo iban a ver! No hacían gran mella sus palabras en el auditorio, que está acostumbrado a tales discursos. Acercóse el inspector del baile, para llamarle al orden, señalando con la alabarda hacia la puerta, donde permanecía sentado el guardia de seguridad, pronto a levantarse. Renació la calma, mientras Solem decía para sus adentros: «Será mejor así, sin ruido». Pero no perdió de vista a la griega con su pareja.

Dejó pasar dos bailes, buscó otra pareja y se puso a bailar. Rebosaba de bailarines la sala a aquellas horas, cercada por los rezagados que no encontraban sitio para bailar y aguardaban la ocasión para precipitarse los primeros en el torbellino.

Sensación.

Una pareja de bailarines ha caído al suelo. Ha sido Solem. Al levantarse hace caer al suelo a otra Pareja, la griega y su caballero, que han caído en toda su longitud. Es tal la torpeza de Solem, que no ha sabido incorporarse sin derribar también, con sus manazas y patazas, a otra pareja. De ello se originó una confusión indescriptible, una pareja tras otra tropezaba y caía, con gran confusión de gritos y maldiciones, puñadas y patadas; una verdadera catástrofe diabólicamente gobernada por Solem, premeditadamente certera. Al punto acudió el inspector del baile, rozando con su alabarda a los caídos, para invitarlos a levantarse; también hubo de acercarse el guardia, y la orquesta cesó de tocar. Solem aprovechó la confusión que se produjo en la sala, para escurrirse por la puerta cobardemente.

Poco a poco, uno tras otro, fueron levantándose los caídos; se frotaban los miembros doloridos, ponían orden en sus ropas; el compañero de la griega, herido en la sien, se sostenía la cabeza con las manos chorreantes de sangre. Una pregunta surgió al punto: ¿Quién era aquel individuo grandullón, que tanto había insistido en querer bailar? ¿Cómo se llamaba? «Solem», respondieron algunas mujeres. Una lluvia de denuestos cayó sobre Solem; él era el causante de todo el barullo, había que buscarlo, para que no se fuese sin castigo. «¡Pero si él no lo había podido remediar!», decían las damas.

¡Ay! ¡Solem y las mujeres!

De aquella refriega, salió la griega como si llegara de la playa. Toda la arenilla del suelo se había adherido al vestido negro, y parecía como incrustada de estrellas. Estaba avergonzada de haber permanecido en el suelo, debajo de todos, entre brazos y piernas de los demás; cuando le advirtieron que llevaba una peineta rota en las trenzas griegas, sonrió.