Capítulo XXXI

¿Qué hacer ahora?

Carecía de objetivo. Estaba a dos pasos del invierno, mi verano lejano ya, y no me atormentaban preocupaciones, anhelos, ni ambiciones. Siéndome indiferente el lugar de mi residencia, ocurrióseme que bien podría ir a una ciudad conocida. ¿Por qué no? Nadie está obligado a eterna inacción a orillas del mar, y si uno decide alejarse de allí, no será motivo para que algún suspicaz atribuya al hecho una interpretación capciosa. Si alguien se decide a interrumpir su soledad, esto no lo hicieron muchos antes que él, para satisfacer el inocente capricho de ver barcos, caballos y jardinillos helados en determinada ciudad. Y a su llegada podrá distraer el ocio discurriendo si conoce a algún ser humano que more en esta ciudad desmesuradamente grande. Las noches son bellas, noches de luna, y él siente gran placer en señalarse un destino determinado para detenerse Por etapas al anochecer, cual si tuviera algún motivo especial para ello. Como en otra parte nadie le espera, dispone del tiempo a su antojo. Bien pudiera ocurrir que una noche le sorprendiese una mujer, leyendo a la luz de un farol de gas, se detuviese, suspensa por un instante, avanzase unos pasos hasta él con mirada escrutadora y exclamase: «¿Eres acaso…? ¡Oh, perdone! Me parecía…».

—¡Efectivamente, buenas noches, señorita Torsen!

—¡Ah, buenas noches! ¡Me había parecido! Muchas gracias por la mochila. Muchas gracias; comprendí al punto… en seguida comprendí que…

—¿Vive usted aquí? ¡Qué coincidencia!

—¡Sí! Vivo aquí. Vea usted aquellas ventanas. ¿Permite usted que le invite a subir conmigo? ¡Pero no! ¡No!

Allí abajo hay unos bancos junto al puente.

—¿Quiere usted venir si no le teme al frío? —insinúo yo.

—No, no le temo al frío. Le acompañaré con mucho gusto.

Nos fuimos camino de los bancos y parecíamos padre e hija. Nada en nosotros llamaba la atención, y permanecimos juntos en amable coloquio, sin darnos cuenta de las horas que pasaban. Volvimos a vernos las noches siguientes, por breves momentos de amistosa charla, durante todo el mes del otoño frío. Refirióme las incidencias del corto viaje de regreso, algunas por alusión somera, otras, íntegramente, de cuando en cuando, humillando la cabeza, y otras veces, cuando yo la interrogaba, por monosílabos o sencillos movimientos de cabeza. Esto lo anoto de memoria; tendría importancia para ella y tenía importancia para otros más.

Por lo demás, dentro de cien años todo estará olvidado. ¿Por qué luchamos tanto? Cien años más tarde, al leer las cartas y memorias, se dice uno: ¡Cómo luchaba y cómo sufría la pobre! ¡Je, je!

Otros seres hubo de quienes nada se ha escrito ni leído; su vida hundióse con ellos en el sepulcro. Lo mismo ha sido de estos que de aquellos…

¡Cuántas preocupaciones, y qué amargas las suyas! El día en que su dinero fue escaso para pagar la cuenta del hospedaje, era ella el punto céntrico del mundo entero; su cabeza le zumbaba y no sabía dónde asirse. De pronto, oyó una voz hombruna que preguntaba desde el patio: «¿No habéis dado hoy agua a Blakka —el caballo— todavía?». Esto era también una preocupación; por consiguiente ya no era ella punto céntrico del mundo.

Después ausentáronse de la casa ella y el compañero. ¿Punto céntrico? Ni mucho menos. Un día por la montaña, otro día por el valle, comiendo en las chozas que les deparaba la casualidad y bebiendo de los arroyos. Si durante la marcha se cruzaban con otros caminantes, les saludaban; nadie era menos ni más punto céntrico en este mundo que ellos. Su compañero caminaba silbando, indiferente a todo.

Una vez se detuvieron a comer en una posada.

—Paga por mí, por ahora.

Ella vaciló, pero respondió concisa y resuelta que no podía pagar por él, todo el camino.

—Claro está que no, de ninguna manera —replicaba él—. Una vez más, solamente; cuando lleguemos abajo, al valle, quizá podamos tomar algún préstamo.

—No acepto nada a préstamo.

—¡Ingeborg! —exclamó él, fingiendo un suspiro.

—¿Cómo?

—¡Nada! ¿Acaso no puedo llamar Ingeborg a mi propia mujer?

—No soy tu mujer propia, ni mucho menos —advirtió ella levantándose.

—¡Bah! Esta noche éramos marido y mujer. Así consta en el registro de viajeros.

Ella guardó silencio. Efectivamente, aquella noche fueron marido y mujer, para economizar una habitación y viajar prudentemente. Habían cometido una solemne tontería.

—¡Señorita Torsen! —dijo él entonces con voz quejumbrosa.

Prosiguieron caminando. Al detenerse en la posada inmediata, volvió a pagar ella por ambos, sin chistar, cena, cama y desayuno. Esto acabó por ser cosa convenida. Y volvieron a emprender la marcha. Al llegar al final del valle, próximos ya al mar, reprodujo ella de nuevo su protesta:

—¡Vete, vete por tu camino; no quiero verte más en mi habitación!

Esta vez no le valieron sus tretas y, como él asegurase que así ahorraría ella dinero, respondióle que por su parte no precisaba más de una habitación, la que, desde luego, podría pagar. Volvió él a bromear; llamóla «¡Ingeborg!», con voz plañidera y se marchó. Estaba desamparado y humillado.

Por la noche, cenó sola.

—¿Volverá su marido? —preguntó la dueña de la casa.

—Parece ser que no quiere cenar —respondió la señorita Torsen.

Delante de la pequeña cuadra estaba él contemplando el tejado y toda la construcción, yendo de un lado para otro, silbando con los labios apretados. Pero ella le observó perfectamente desde la ventana, viendo que estaba pálido y triste. Cuando hubo terminado de cenar, bajó a orillas del mar y le gritó desde el camino: «¡Entra a cenar!».

No era tan desgraciado como parecía, pues no entró a cenar y pasó toda la noche fuera de la casa.

De todos modos, todo sucedió como suele ocurrir: al volverle a ver a la mañana siguiente, sintió remordimiento, conmovida por su aspecto, y las cosas volvieron al primitivo estado.

Estando allí por algunos días en espera del vapor correo, una tarde llegó un señor entrado en años. Ella le conocía y él conocía también a la pareja; esto fue causa de su agitación, que la movió a ausentarse sin pérdida de tiempo. Ella lloraba, golpeándose el pecho y quiso irse en el acto. Todo fue como suele suceder: cuando se hubo tranquilizado, acostóse para dormir. Ella no era el punto céntrico del mundo; el viejo conocido parecía no haberse detenido a mirarla desde el patio. Esto no le impidió poner en ejecución su fuga a las primeras horas de la madrugada, antes de que nadie en la casa estuviese levantado. Así lo hizo ella.

No tropezaron con caras conocidas a bordo del vapor correo, y esta circunstancia le hizo recobrar la calma y la reflexión. Entonces rompió de una vez con su compañero. Hubo una nueva discusión de poca monta. Él carecía de billete, y tras una palabra vino otra. Para ella era muy sencillo tener billete de vuelta en el bolsillo, decía él. Pero por culpa de la carta que ella le escribió aquel verano, él se veía en tales apuros. ¿No le daba vergüenza? Nunca se le hubiera ocurrido a él poner los pies fuera de la ciudad, de no haber recibido la carta aquella. Ella le dio entonces su monedero con todos sus chelines y le rogó que se fuera. Bastaría para un pasaje, y ahora estarían en paz. «Claro está que no debería aceptarlo, pero no me queda más remedio», replicó él, y se marchó.

Quedóse ella con la mirada fija en el mar sin fin y en actitud meditabunda. Experimentaba cierta sensación de malestar, muy diferente a lo que hubiera presentido. ¡Oh, qué vergüenza y qué locos desatinos! En actitud de fatigosa cavilación, comenzó a espiar las conversaciones de los pasajeros que la rodeaban. Sentados cada uno en su banqueta, iban dos muchachos juntos y apretados para protegerse del viento. Oyó que uno de ellos era maestro, artesano el otro. El maestro no permaneció mucho rato sentado, pues le hizo seña de que fuera a sentarse; ella aceptó muda, sin Pronunciar palabra al pasar junto a él.

Era otoño, y crudo el tiempo; era, pues, muy agradable sentarse al amparo de algo. El artesano creía que aquella dama tan alta y bien portada viajaba en camarote; mas al ver que iba a sentarse junto a él, hízose a un lado en la banqueta. Precisamente se disponía a encender la pipa en aquel momento, pero decidió abstenerse de hacerlo.

—No se prive usted de fumar por mí —le dijo ella.

Obedeció el viajero, pero volvió la cara al lado opuesto, para no echarle el humo al rostro.

Era joven el muchacho, veinte años a lo sumo, con espesa cabellera pelirroja que le asomaba por debajo de la gorra y cejas blancuzcas en lo alto de la frente. Tenía el tórax plano, pero ancho, redondas las espaldas y manos poderosas. ¡Dios mío, qué caballo!

Trajéronle el almuerzo, panecillos con manteca y café, que, según todas las apariencias, estaba aguardando, pagó el gasto y volvió a chupar la pipa, sin hacer caso de la comida.

—¡Pero coma usted! —le dijo ella—. ¿No le molestará que yo esté aquí sentada al lado suyo?

—¡Oh, no! —respondió el muchacho; dio unos golpecitos con la pipa, para vaciarla, indolentemente y volvió a sentarse—. No tengo mucho apetito —añadió.

—No llevará usted mucho tiempo de viaje, ¿verdad?

—Desde esta noche. ¿Y la señora, de dónde es?

—De la capital. Estaba de vacaciones.

—Ya me lo parecía —observó moviendo la cabeza.

—He pasado una temporada en el Torezinnen —añadió ella.

—¿En el Torezinnen? ¡Caramba!

—¿Conoce usted aquello?

—No, señora. Pero conozco a uno de sus habitantes… Allí está Josefina.

La conversación se prolongó durante algún rato, el buque navegaba mar adentro, ellos estaban allí sentados y no tenían otra cosa que hacer. Ella se interesó por su pueblo y su oficio; no era él gran cosa, un pobre carpintero; su madre poseía una modesta casa de campo.

—¿No le apetecería a la señora una tacita de café?

—Muchas gracias, tomaría solamente un sorbo en el platillo.

Cogió el platillo y solicitó un bocadillo. Jamás había tomado antes nada tan a gusto, y, cuando hubo terminado, repitió las gracias con muestras de sincera satisfacción.

—Usted tiene seguramente pasaje de cámara, ¿no es cierto?

—Efectivamente, pero prefiero sentarme aquí —respondió ella—. Si bajase, me marearía.

—¡Ya me lo figuraba yo, claro está!

Dicho eso levantóse y se alejó lento y pesado. Ella vio desaparecer sus espaldas detrás del entrepuente.

Ella le esperaba temerosa de que alguien viniese a ocupar el sitio. El café que bebiera en el platillo de la taza, el exquisito panecillo con manteca en compañía del carpintero, su rusticidad y ausencia de amaneramientos eran para ella un sostén, allí en aquel rincón.

A poco volvió él a venir con más bocadillos y café en una bandeja que sostenían sus manazas. Llegó riéndose como un bendito de sus precauciones para no tropezar.

Ella le recibió palmoteando y exageró un poco:

—¡Dios santo! ¡Es mucha su amabilidad!

—Yo me dije: si la señora no se ha ido de su asiento…

Comieron como buenos camaradas; ella sintióse confortada y soñolienta; echó el busto atrás Para dormitar, abriendo y cerrando los ojos de cuando en cuando, mientras el carpintero, sentado al lado suyo, trataba de encender la pipa. Cogió él dos o tres cerillas a la vez, y, como se distrajera al frotarlas en la caja, ardió la madera hasta la mitad, sin darle tiempo a acercar la pipa a la boca. El maestro le gritó algo, como para llamar su atención hacia tierra, pero el carpintero se limitaba a mover la cabeza sin contestar.

Ella pensó:

«¿Temerá despertarme?».

En una de las paradas, surgió el compañero de viaje; venía del camarote.

—¿No quieres bajar, Ingeborg? —le preguntó.

Ella no contestó.

El carpintero los miraba a ambos alternativamente.

—¡Señorita Torsen! —gemía otra vez el comediante bromeando. Se detuvo unos instantes, esperando la respuesta y volvió a marcharse por donde viniera.

«Ingeborg», pensaba el carpintero. «Señorita Torsen», volvía a pensar.

—¿Cuánto tiempo piensa usted permanecer en la ciudad? —le preguntó ella, volviendo a incorporarse.

—Me parece que algún tiempo.

—¿Qué piensa usted hacer allí?

Turbóse él un tanto, sin poder reprimir el rubor de sus blancas mejillas. Dobló el cuerpo adelante para apoyar los codos sobre sus rodillas, antes de contestar:

—Quisiera aprender algo de mi oficio. Hacer mi aprendizaje. En fin, ya veremos.

—¡Vamos, vamos!

—¿Qué le parece a usted?

—Me parece muy bien pensado.

—¿Cree usted que sí?

Permanecieron sobre cubierta casi todo el día; por la tarde hizo un frío de perros atizado por el huracán, soportado por ella con extraordinaria firmeza; al sentirse entumecida, levantábase del asiento y pataleaba contra el suelo, para entrar en reacción, y volvía a sentarse en la banqueta cuando se cansaba de estar en pie. Cuando ella se alejaba del sitio, el carpintero colocaba un paquete sobre la banqueta, para evitar que alguien quisiera ocuparla.

El compañero de viaje volvió a sacar la cabeza fuera de la puerta y el viento fustigóle el rostro, enmarañándole los cabellos por encima de la frente.

—¡Ingeborg, baja de una vez! —le gritó.

Reprimió apenas una exclamación de ira y fue a su encuentro, roja de cólera; el buque empezaba ya a aminorar la velocidad y fue impelida hacia atrás; hubo, pues, de dar un par de saltos antes de llegar junto al comediante, para apostrofarle:

—¡No quiero saber si una palabra más de ti! ¿Lo oyes bien? ¡Ni una palabra más! ¡Por Dios y todos los santos!

—¡Jesús! —respondió él, y volvió a hundirse abajo.

Eran cerca de las tres cuando el carpintero volvió a traer café y panecillos.

—¡Es demasiado —le dijo ella—, esta vez no le acepto nada más!

Él se limitó a reír como un bendito:

—¡Tome usted, si no quiere despreciármelo!

—Pronto llegaremos al puerto —le decía ella, mientras tomaban el café—. ¿Le espera a usted alguien en la ciudad?

—¡Sí, señora, mi hermana!

Pesada y lentamente cogió el muchacho otro panecillo con mantequilla, le dio una vuelta en la mano, mirándolo con el pensamiento, y decidióse a morder. Cuando hubo acabado, volvió a coger otro panecillo y, comido este, rompió a hablar:

—Estaba pensando que si paso todo el invierno en la ciudad, aprenderé algo de provecho, y entre esto y la casita de campo…

—¡Ya, ya!

—¿Verdad? ¿No le parece a usted bien?

—¡Qué duda cabe!

¿Por qué le hablaba él de sus cuitas? Ella tenía as suyas. Le dio las gracias por el bocadillo y se levantó.

Al acercarse el bote al muelle, él le ofreció la mano, y le dijo:

—Me llamo Nicolás.

—¡Bien, bien!

—Pienso que acaso volvamos a encontrarnos, Nicolás Palm; pero es tan grande la ciudad…

—Ciertamente, es verdad. Muchas gracias por todas sus atenciones. Adiós.