Capítulo XXX

Aquí donde me ves, se está otra vez en la edad en que se vagabundea a favor de la luna. Treinta años ha, uno merodeaba también en noches de luna, caminaba por sendas cubiertas de nieve, que crujía bajo los pies en pleno campo helado, y buscaba refugio en chozas de paja y sin puerta, y partía a la caza del amor. Lo confieso francamente. ¡Gratos recuerdos! Pero no volverán aquellas noches de luna, bajo cuyo reflejo, Señor, leía yo sus cartas. Ya no recibo cartas como aquellas.

Todo ha cambiado; pasaron los tiempos de aventura; partiré esta noche, siguiendo solamente la estela de mi razón; iré a la factoría, facturaré un bulto, para expedirlo en el próximo vapor y, después, seguiré mi camino. Para ejecutar todo esto, me bastaría la rutina de buen caminante y unos pocos rayos lunares; me sentiré a mis anchas. Otra cosa era en aquellos lejanos tiempos juveniles; apenas apuntaba el otoño, apresurábamos a consultar en el calendario si la noche de Reyes será de luna. Nos convendría de veras.

¡Todo ha cambiado, todo! ¡También yo he cambiado! ¡Quédese la aventura para el aventurero!

Es proverbial que, a merced de la edad, pasan las alegrías para ceder el paso a nuevas alegrías, alegrías más profundas y perdurables. Esto es mentira. Sí, has leído bien: es mentira. Eso lo afirma la vejez, quien no mira en torno suyo y atribuye a sus despojos una grandeza de que carecen. Ha olvidado ya el momento aquel en que, encaramado sobre una cima, él en persona, su propio alias, rojo y blanco, soplaba en la trompeta dorada de la gloria. Ahora se sienta en vez de erguirse, porque sentarse es más fácil, y aguarda, sentado, que llegue hasta él, queda y deslizante, pesada y necia la honra de la ancianidad. ¿Para qué les servirán los honores a un hombre sentado? En pie, el hombre podrá utilizarla; sentado, la poseerá, nada más. El honor se presenta para ser utilizado, no para sentarse con él.

Al hombre sentado, dadle un par de medias calientes.

¿Has visto qué casualidad? ¡Otra choza de paja, sin puerta, en mi camino, como en los tiempos aquellos de las trompetas de oro! Me llama con su mole de heno, ofreciéndome acogedora hospitalidad nocturna. Pero ¿dónde está la muchacha aquella que me escribía cartas de amor? Todavía se despierta en mis sentidos el recuerdo de su fragancia, y vuelvo a ver aquellos labios que se entreabrían tímidamente. ¡Vendrá, puede venir todavía! ¡Esperémosla, aún estamos a tiempo; veinte años más, y volverá…!

Precisa que sea cauto, no vaya a ser que la cosa parezca trocarse en algo que no sea burla escueta. Estoy descendiendo ya los primeros peldaños de la vejez honrosa, me he debilitado, y me es lícito descubrir hospitalario acogimiento en aquella choza de paja. ¡Oh, vejez benemérita! ¡Una choza!

¡No, muchas gracias, soy septuagenario!

Al amanecer, descubrí un refugio bajo una peña. De ahora en adelante, moraré al amparo de los aleros de los peñascos. Aquí podré tumbarme y reconcentrarme en mí mismo, pequeño e invisible al exterior. Todo, todo menos la egolatría de una presunta grandeza en ruinas.

Estoy a mis anchas, apoyada la cabeza sobre la mochila que contiene las ropas de una persona extraña, y que es almohada del tamaño que necesito. Pero no consigo conciliar el sueño, que alteran un sinfín de pensamientos, pesadillas, estrofas poéticas y arrobamientos sentimentales. El tufo humano que desprende la mochila me molesta, y la arrojo lejos de mí, prefiriendo apoyar mi cabeza sobre un brazo. Huele a madera, pero es un olor que ni siquiera es de madera.

¿Y el papelito con las señas, lo llevo encima? Enciendo una cerilla y las leo un sinfín de veces hasta aprenderlas de memoria. Son dos palabras solamente, escritas con lápiz; como quien dice, nada; sin embargo, las letras están impregnadas de un no sé qué suavemente femenino. ¡Qué sé yo! Lo mismo me da.

Me las compuse para llegar a la factoría en pleno día, y cuando la gente estaba ya fuera de la cama; el correo estaba también abierto. Pedí un pedazo de papel espacioso, balduque y lacre, até bien el paquete, lo lacré y escribí la dirección. ¡Ahí va eso!

¡Hombre, olvidé pegar el papelito de las señas! ¿Has visto cosa semejante? Por fin he terminado, y vuelto a emprender mi camino, poseído de una inconcebible sensación de vacío y abandono; esto será por haberme desprendido de la mochila, que, por cierto, pesaba bastante. La última alegría, pienso.

Sigo el camino adelante, en plena libertad de movimientos y pienso: «La última tierra, la última isla, la última alegría…».