Capítulo XXIX

Pocos instantes después, hube de presenciar la llegada de una pandilla de ingleses, nada menos, la última del año.

Habían llegado en el vapor de la mañana, deteniéndose en la factoría, no sin expedir desde allí inmediatamente un propio con la misión de ir hasta el valle del Stortal en busca de un automóvil. «¡Stortal!», le gritaron. Adivinábase que el Stortal era para ellos algo todavía no visto; esto no podían permitirlo por más tiempo.

¡Qué sensación la producida por aquellos viajeros ingleses! Vinieron desde la factoría en una canoa; oíamos su griterío desde lejos, de la que se destacaba la voz de un viejo. Eilert dejó caer todo cuanto tenía a mano para correr presuroso al desembarcadero y llegar antes que nadie, pero también de casa de Olaf acudieron un hombre y dos muchachos. Ya lo creo, de todo el contorno salía la gente a toda prisa hacia la playa, dispuesta a ofrecer sus servicios. Junto al desembarcadero se aglomeraron un sinfín de curiosos al advertirlo. El viejo inglés de la voz estentórea, alzóse en medio de la canoa para gritar a tierra y gritar, naturalmente, en inglés, como si fuera la lengua del país: «¡El automóvil! ¿Dónde está el automóvil?».

Olaf, que era un taimado, comprendió en el acto el sentido de aquellos gritos, y mandó en seguida a un muchacho camino del Stortal, con la misión de apresurar la llegada del automóvil. ¡Ahora eran ingleses los recién llegados!

Pusieron pie en tierra, con muestras de mucha prisa y extrañeza al ver que el automóvil no estaba todavía allí. ¿Por qué, vamos a ver? Eran cuatro. «¡Stortal!», exclamaban. Al pasar frente al albergue de Eilert, consultaron los relojes, maldiciendo los minutos perdidos. ¡Diablo! ¿Dónde estaba el automóvil? El grupo de mirones les seguía por todo el camino, dando muestras de gran respeto a aquellos idiotas disfrazados.

Dos de ellos se me grabaron muy bien en la memoria; un viejo, el de los gritos, llevaba una faldilla encima de las caderas, y el busto lo cubría una chaqueta de lona verde surcada de cordones, broches, correas y un sinnúmero de faltriqueras. ¡Qué hombre! ¡Qué fortaleza aquella! Cubría a su mentón una barba blanquiverde, que descendía de las mismas narices como un sol boreal. Y, además, renegaba como un maldito. El otro inglés era largo y encorvado, como una caña enorme, las espaldas abrumadas, y tocaba la cabeza con una gorra minúscula que le caía hasta las cejas, que eran dos arcos agudos. El conjunto de su figura evocaba la de un legítimo carnero romano en plena furia y sobre dos patas. Era como un hombre montado sobre un astil. Cuantas veces intenté medir su estatura, otras tantas me faltaba algo que medir. Pero era un viejo prematuro, encorvado y derrotado y sin pelo en la cabeza; esto no le impedía andar con la cara contraída como mueca de tigre, y agitado por la furia que le sostenía en pie.

No tardará Inglaterra en verse en la necesidad de fundar casas de reposo para los niños. Su pueblo se consume y corroe por la acción de los deportes y de las monomanías. A no ser por la presión de Alemania, que le mantiene en constante alerta, un par de generaciones bastarían para declinar hasta la pederastia…

Del bosque llega, por fin, el aviso de una estridente bocina de automóvil, que provoca una carrera general; todos se disparan a su encuentro.

Los dos mozalbetes de Olaf habían cumplido honrada y concienzudamente con su misión de ir al encuentro del automóvil y apresurar su llegada. Este servicio merecía recompensa. Claro está que volvieron ricamente sentados en el vehículo. Pero ¿y los honorarios? La práctica veraniega había despertado en aquellos muchachos el desparpajo que era del caso, de manera que, sin vacilar, encaráronse con el viejo de la voz destemplada, y, tendiendo la mano, exclamaron: «¡Nuestra recompensa, señor!».

No era tal la intención del viejo, que irguióse y azuzó a sus compañeros para que se dieran prisa. El chófer, pensando en una propina segura, creyó congraciarse mejor con los viajeros arrancando a toda velocidad. ¡Adelante, adelante! Una fuerte presión en la bocina, el auto parte disparado… «¡Bef, bef, bef!».

No tardaron los mirones en dispersarse, haciéndose lenguas de la prosapia de aquellos viajeros. ¡Eran extranjeros, nada menos que extranjeros! ¡La gente del país era incapaz de medirse con ellos! «¿Te fijaste en aquel Lord, largo como una caña?». «¿Y el otro, el de las calzas y las barbas como un sol boreal?».

Algunos, entre aquellos mirones, discurrían para su caletre, mientras caminaban en dirección a sus casas, pensando en cosas de mayor monta. Esto acontecía a la prole de Olaf. El padre que, de cuando en cuando, paseaba la vista por encima de algún periódico, opinaba que la instrucción pública dejaba en Noruega mucho que desear; los chicos no aprendían el inglés en la escuela normal. Estaba convencido de que los dos muchachos habían perdido una buena recompensa, por la imposibilidad en que se hallaron de devolver los reniegos al viejo aquel de las barbas, en puro inglés. Al mismo tiempo, exclamaban los mozalbetes: «¡La culpa la tiene el chófer, ese pillete meridional!». ¡Pero, aguarda! Habían oído decir que los cascos de vidrio, disimulados en la carretera, eran de un efecto prodigioso para los neumáticos…

Vuelvo a subir otra vez en busca de la mochila con los vestidos. ¿Por qué? No es posible fiar mucho de Eilert. Quiero contar una por una todas las prendas de vestir; así evitaré que se pierda ninguna. Hice mal en no pensar en ello esta mañana, acto seguido.

Parecía que no cesase de pensar en los vestidos, yendo continuamente a examinarlos. ¿Qué me importan a mí? Pronto quedó demostrado que no en balde desconfiaba de Eilert, pues como le oyera subir la escalera, entré en la habitación y le sorprendí revolviendo la ropa.

—¿Qué está usted haciendo? —interpelé a aquel hombre, que en los primeros instantes hizo ademán de querer responderme con arrogancia. ¡Allí no tenía que entrar para nada! Pero los pecadillos que yo sabía sirviéronme a maravilla en la ocasión, y el hombre renunció a masticar fuerte.

—Esta ropa no me la ha comprado usted —decía—. Me hubieran dado mucho más por ella.

El hospedaje debido estaba ya liquidado, pero él quería más aún; era como el estómago de un moribundo que después del óbito prosigue digiriendo. Así era Eilert. Con todo y eso, no era tan malo que digamos; nunca fuera antes mejor, ni ahora peor en su nuevo oficio.

¡Ojalá nadie fuera peor que él en la profesión…!

Decidí llevarme la mochila con la ropa a mi habitación, para mayor seguridad. Tardé bastante rato en volver a ponerlo todo en orden, por segunda vez; pero era indispensable hacerlo. Estaba resuelto a ausentarme poco después, al atardecer, y llevarme la mochila. Allí no me quedaba nada más que hacer y las noches eran ya de luna.

No hablemos más de la ropa.