Partieron a la mañana siguiente.
Efectivamente, al alba, allá hacia las cuatro, les oí perfectamente, pues dormían muy cerca de la escalera. Él bajó pisando fuerte, con el peso de sus poderosas caderas que ella le recomendaba bajar sin estrépito, con voz que delataba cierta agitación de ánimo.
También Eilert acababa de levantarse y estuvieron un rato fuera, negociando un bote que les era preciso en seguida, pues habían cambiado de parecer y querían irse en el acto.
Los vi alejarse camino abajo en busca de la barca, impacientes y transidos de frío. Había helado toda la noche, las charcas estaban cubiertas de hielo y era muy incómodo andar sobre un suelo tan duro. ¡Pobres! Sin provisiones de boca, ni una gota de café, de madrugada, y ahora un paseo sobre las aguas al fenecer de la noche, azotados Por el viento. Los vi partir con las mochilas sobre las espaldas; ella llevaba el sombrero encarnado.
Como al fin y al cabo, el asunto no me atañía, volví a acostarme con intención de dormir hasta mediodía. No tenía que dar explicaciones de nada a nadie fuera de mí mismo. Como no podía ver el bote desde la cama, volví a levantarme con ánimo de recrearme y ver hasta qué distancia había llegado ya la barca. No había avanzado todavía muy lejos, a pesar de que remaban los dos hombres. Un instante después me levanté de nuevo, para acercarme a la ventana; ahora sí que se alejaban. No cesé de mirar, pues estaba visto que me divertía seguir la barquichuela con la mirada y ver cómo por momentos se hacía más minúscula: decidí abrir la ventana y observarles con mis prismáticos. El cielo estaba todavía muy oscuro e impedía distinguir bien los objetos a distancia, pero percibí el sombrero encarnado. Al fin, desaparecieron por detrás de la isleta.
Me vestí y bajé; los niños dormían aún, pero su madre estaba ya en pie.
—¡Regina! —le interpelé—. ¿Adónde ha ido su marido?
—¡Ah! ¿Ha visto usted alguna vez ocurrencia semejante? —me contestó—. Los he visto alejarse por el mar. ¿Habrán ido a pescar el besugo?
—Tal vez —le respondí sin convicción, pensando para mis adentros que se alejaban definitivamente. Por algo llevaban las mochilas.
—Nunca he visto cosa igual —repetía Regina—: Irse sin desayuno, ni café, ni nada. ¡La señora no quiso cenar ayer noche!
Me limité a mover la cabeza y salí de la estancia. Pero Regina me llamó para advertirme que el café estaba ya listo y, si quería, podría beber una taza…
Claro está que no puedo hacer sino mover la cabeza cuando soy testigo de la tontería de mucha gente, situándome en el terreno de la única lógica. No me es posible comprender al señorío que se engaña y engaña. Lo que yo debiera haber hecho, al momento de mi llegada, era dirigirme a la posada de Olaf, en lugar de ir a la pesca del besugo. Entonces hubiérame situado en mi verdadero terreno. ¿Por qué vine a casa de Eilert? Aquí estaba ella, que seguramente sentía quemársele la planta de los pies oyéndose llamar «señora» en mi presencia; por eso se negó a cenar la noche anterior y resolvió apresurar la partida. Y se marchó con amigo y mochila.
Naturalmente, algo hemos de tener para irnos, pero esto es lo de menos. La cuestión estriba en el porqué nos vamos.
Antes del mediodía, estuvo Eilert de regreso. No trajo a los dos huéspedes consigo, pero vino de la playa con una de las mochilas, la mayor de las dos. Llegó furioso. Era imposible fiarse de nadie.
Naturalmente, se trataba, otra vez de la cuenta del hospedaje.
«Todavía le queda a ella mucha agua por beber en este sentido —pensé yo—; pero acabará por embotársele la sensibilidad y se acostumbrará como a la cosa más natural del mundo. Y no será esto lo peor».
Sea como fuere, lo cierto era que aquella vez fui yo el causante de su inquietud y del desposeimiento de sus vestiduras. Muy bien pudiera ser que en aquel albergue guardase ella, con seguridad, alguna remesa de fondos. ¡A nadie le constaba lo contrario!
Me dispuse a tratar el asunto con Eilert. ¿Era importante la cuenta del hospedaje? ¿A cuánto ascendía? ¡Vamos, hombre, una miseria! ¡Vete inmediatamente a tu barca y boga hasta el embarcadero para devolverle estas ropas!
Pero ya era tarde, pues sus huéspedes habían llegado precisamente a tiempo para subir al vapor, y a aquellas horas estaban ya a bordo.
No había ninguna solución.
—Pero aquí tiene usted su dirección —me dijo—, y podremos enviar la ropa, expidiéndola en el vapor del jueves próximo, que saldrá hacia el Sur.
Arrebaté aquellas señas a Eilert, haciéndole ostensible mi irritación. ¿Por qué había retenido como prenda precisamente aquella mochila, en vez de coger la del otro?
Me contestó que el comediante, efectivamente, le ofrecía la suya, pero pronto vio Eilert, por su aspecto, que no contenía nada que valiese la pena. Además era justo que yo tuviese en cuenta que la señora no le había pagado más que el gasto de una sola persona. Por consiguiente, era del todo legal que hubiese retenido la mochila más voluminosa. Por lo demás, él, Eilert, se había portado muy dignamente, esto estaba fuera de duda, pues como la señora le ordenase silencio, al propio tiempo que le ofrecía su mochila y escribía sus señas en la ciudad, él obedeció al punto, sin volver a hablar del asunto. ¡Además, a nadie le estaba permitido hacerle comulgar a él con ruedas de molino! ¡A nadie absolutamente!
Estas frases las profirió Eilert levantando el puño contra el cielo.
Cuando hubo tomado el café e ingerido un bocado, volvió Eilert a recobrar la calma, cediendo su irritación y mostrándose de nuevo oficioso y parlero como la víspera: estaba cavilando y echando cuenta tras cuenta, durante todo el verano, desde que empezara el servicio de automóviles. ¿Qué me parecía a mí si él también se decidiese a tomar tres hombres a su servicio y construyese otra casa mayor que la de Olaf?
¡Dios Santo! ¡También él se había contagiado de la misma enfermedad, la epidemia de moda en Noruega!
Con todo eso, la mochila volvió a ser depositada en la habitación de los señores fugitivos; eran sus vestidos, yo conocía muy bien aquellas blusas, aquellas faldas, los zapatos. Se los había visto encima el verano último. Apenas quise examinarlos, contentándome con sacarlos para plegarlos ordenadamente y volverlos a depositar en su encierro; era evidente que Eilert lo había revuelto todo. Este y no otro era el motivo que me movió a abrir la mochila