Una casa bastante espaciosa, con un piso superior de madera; sobre el portal, un rótulo de reciente factura: «Albergue de Viajeros». También aquí el establo está en una choza.
No sé quién es Eilert, ni quién es Olaf, pero mientras estoy reflexionando sobre cuál de los dos caminos debo elegir, un hombre avanza apresurado a mi encuentro. La verdad es que el planeta es pequeño y los hombres tropezamos con facilidad. Esto significa que me encuentro con un conocido, nada menos que el ladrón del último invierno, el ladrón de tocino. ¡Qué suerte tiene uno a veces!
Era Eilert, que ahora explotaba el «Albergue para Viajeros».
De primera intención, fingió no reconocerme, pero duró poco y forzado le fue renunciar al disimulo. Le era fácil reaccionar. «¡Caramba, qué agradable sorpresa! —exclamó—. ¡No sabe usted cuánto lo celebro! ¡Sea usted bien venido bajo mi humilde techo; está usted en su propia casa!».
No fue tan sencillo para mí como para él, y me detuve un instante antes de rehacerme. Contestando a mis preguntas, me informó de que, desde que se abriera el tráfico de automóviles por el valle Stortal, era muy frecuente la afluencia de viajeros, y más de uno, entre ellos, prefería pernoctar en su albergue antes que embarcarse en el bote para abordar el vapor. Acontecía generalmente que llegaban al atardecer de allá arriba, y, si bien a veces hacía buen tiempo, en ocasiones era sumamente desapacible y la noche poco propicia para remar por el fiordo. Él había sabido dar con la solución apropiada, ofreciendo albergue a los que llegaban, para que no pasaran la noche a la intemperie.
—De donde se deduce que tú eres ahora hotelero —le dije.
—Usted se chancea —replicóme— y, hace mal. No hago más que procurar albergue a la gente que llega, y a esto se reduce mi hotel No podrá hacer cosa mejor Olaf, mi vecino, a pesar de que está edificando a lo grande. Vea usted la casa que está levantando, es un pabellón nuevo; además, ha alquilado a tres mozos ya mayores y piensa tenerlo listo todo para el próximo verano. En lo que me concierne, dudo que él lo tenga mejor dispuesto que yo, y no creo que la gente fina y distinguida se aventure tan lejos, hasta allá abajo, a casa de Olaf, pudiendo detenerse en la mía, que está aquí cerca, frente a la parada de automóviles. Además, yo fui el primero en la iniciativa, y si estuviese en la piel de Olaf me hubiera guardado muy bien de imitar a otro, como un mico, con la pretensión de abrir un albergue, habiendo sido incapaz de pensar antes en ello, desde un principio. Pero él no se paró en barras y disfrazó su chamizo con lona y esteras y cartón, y se agenció la gente para dormir allá dentro. No se me habría ocurrido a mí ir en busca de huéspedes distinguidos y viajeros de categoría para almacenarlos en una choza de paja y heno, digna de irracionales, creo yo. Pero así es el mundo; cuando un hombre carece de dignidad en su caletre y no se ha tomado la molestia de trotar antes por otros andurriales, sino…
—Suerte que he topado contigo —le digo—, y no he ido a dar con semejante sujeto.
Mientras proseguimos marchando camino abajo, no cesó de hablar y noticiarme de todo. Olaf era un sujeto de mala calaña, que le había plagiado a él, esto estaba fuera de duda.
De haber podido sospechar lo que me aguardaba, por descontado fuera que habría dejado atrás la posada de Eilert; pero, inocente de mí, estaba muy lejos de conjeturarlo, aunque pareciera todo lo contrario. Después no hubo remedio.
—¡Lástima que la mejor de mis estancias esté ya ocupada! —decía Eilert—. Me la alquiló gente de la ciudad, y muy distinguida. Llegaron a pie desde el valle Stortal, pues el servicio de automóviles cesó ya este año y llevan muchos días en mi casa: con toda seguridad no se moverán de aquí en algún tiempo; al venir, estaban rendidos. Lo que siento es la contrariedad de que la habitación no esté disponible.
Levanté la cabeza y descubrí en la ventana una fisonomía que me produjo verdadera inquietud; vamos, no fue inquietud ni mucho menos, pero sí una verdadera sorpresa. ¡Qué encuentro tan inesperado! ¡Así es todo! Cuando entrábamos por la puerta, hallábase ya allí apostado nada menos que el comediante; el comediante de la hospedería Torezinnen. ¿Era posible? La misma rodilla, la misma capa y el mismo bastón. Entonces me pareció haber reconocido su cara en la ventana de arriba. ¡Qué pequeño es el mundo!
Nos saludamos e iniciamos la conversación.
¡Encantado de volverme a ver! ¿Qué hacía el bueno de Paal, en Torezinnen, el pobre? ¿Andaba todavía metido en charcos de agua, para no perder la costumbre, como antes? ¡Santo Dios, qué tipos más estrafalarios vienen al mundo! El bueno del hombre se imaginaba que toda su granja era un acuario y nosotros sus huéspedes, peces dorados. ¡Ja, ja, ja! ¡Peces dorados! «¡Ojalá Dios lo permitiera!», exclamé yo a mi vez.
—A propósito, Eilert, ¿se acordó usted del besugo fresco para esta noche? ¡Bien! Pues, sí, aquí se está excelentemente, llevamos ya varios días de permanencia y proyectamos prolongarla para descansar cumplidamente.
Mientras así conversábamos, ambos de pie, bajó del granero una moza metida en carnes y dijo, encarándose con el comediante:
—La señora me encarga le diga que haga usted el favor de subir en seguida.
—¿Sí? ¡Voy, voy, subo en seguida…! Con su permiso. Hasta luego. ¿Piensa usted quedarse aquí?
Él corrió escaleras arriba. Eilert y yo le seguimos, camino de mi habitación.
Al cabo de breves instantes volví a salir fuera en compañía de Eilert, que tenía mucho que enseñarme y contarme y no era, por cierto, desagradable de conversación. Eilert no era del peor de los pelajes, aunque sí un magnífico zopenco, con cuatro lindos y destrozados retoños de su primera mujer, fallecida dos años antes; como él era todavía joven, volvió a contraer nupcias, que le regalaron con un nuevo crío. Mientras me iba refiriendo todo esto, mi hombre olvidaba que el invierno último me mintiera, hablando de su mujer doliente y de sus hijos enfermizos. La muchacha que momentos antes había bajado del granero, trayendo el recado de la señora, no era ninguna sirvienta, sino la joven esposa de Eilert, no fea por cierto, buena mujer, entendida en la cuadra y otra vez encinta.
—Todo lo encuentro excelente, Eilert, su mujer y todo lo que me cuenta.
Seguramente, nadie acertaría a comprender la íntima e increíble satisfacción que me embargaba en aquellos momentos; lo cierto era que una insospechada alegría se iba apoderando de mí desde mi llegada a aquella casa. El suceso era puramente casual, pero sumamente grato para mí, que me iba alegrando de todo y por todo. Del cobertizo salieron dos ovejas muy retozonas, seguidas de los niños, que habían jugado con ellas, besándolas y acariciándolas, para que se dejaran montar a caballo, desde el más pequeño al mayor de todos. Sobre el tejado paseábase una cabra que, indiferente, posaba en los mismos bordes, con maravilloso desprecio al vacío. A gran altura, volaban las gaviotas, acercándose o separándose entre sí, ora en son de paz, ora en son de guerra; en la misma desembocadura del río, cara a Poniente, arrancaba el espacioso camino que conducía al valle y a la selva. Un camino que viniendo de la selva desembocaba tan graciosamente como aquel, suele inspirar muchas veces la acogedora simpatía de un ser viviente.
Eilert recordó que tenía que ir a pescar el besugo y yo le acompañé; era ya tarde, y hubiera sido preferible que fuera en busca de carne para nosotros; pero él había prometido el pescado a aquellos señores de la ciudad; además, el pescado es también regalo de los dioses. Si hiciera falta más carne, se las compondría matando una oveja.
—El viento sopla bastante, pero mejor es así con tal de que no hinche demasiado los carrillos —decía Eilert—. No me fío de él cuando atardece.
Mientras hablaba, escudriñaba el cielo. Fue cobrando el mayor aplomo y me senté en el banco del bote pronto a remar, sin dejar de escuchar a Eilert, cuya conversación salpicaba, de cuando en cuando, con algún que otro galicismo trastocado; palabras emigradas de lejos, llegadas seguramente hasta aquí, por el puerto de Bergen, para convertirse en patrimonio de todos.
No tardé en apartar mi atención de las palabrejas gálicas, atraído por cierta sensación interior no muy grata; el viento soplaba con mayor furia y no habíamos pescado todavía ningún besugo.
—Estamos en desgracia, pues la galerna está llegando demasiado pronto —decía Eilert—. Hagamos un esfuerzo para acercarnos a tierra.
Tampoco por allá encontrábamos ningún besugo; en cambio, el viento soplaba más y más, y las olas crecían.
—Tenemos que remar para casa —exclamó Eilert.
El mar había ido encrespándose y, cosa curiosa, lo que al principio fuera tan agradable se me hacía ahora insoportable. ¡Diablo! ¿Qué era lo que me producía tanto malestar? Sentía un abatimiento moral que hubiera sido explicable como consecuencia de cualquier tensión nerviosa que realmente no había sufrido.
Remábamos abriéndonos paso entre la espuma, para deslizamos entre grandes mechones de pluma.
—¡Diablo, estas olas son gigantescas! —exclamaba Eilert, al propio tiempo que redoblaba sus esfuerzos.
Mi abatimiento era tan evidente que Eilert me aconsejó retirar los remos del agua; ya se bastaría él. Pero, a pesar de mi lamentable estado, pensé que podrían verme desde tierra y me resistí a soltar los remos; la mujer de Eilert daríase cuenta de ello y se reiría de mí.
¡Ninguna sensación tan desagradable como la del mareo, que me obligaba a asomar la cabeza afuera para vomitar! Por momentos volví a sentirme aliviado, para volver de nuevo al mismo estado y así crecía mi angustia. ¡Eran como dolores precursores de alumbramiento, naturalmente, por el cuello, pero un verdadero parto! Llega de pronto una presión hacia arriba de algo que pugna por ascender, pero que se detiene en el camino, sin poder volver a descender. Como un garfio de hierro. ¿De hierro? No, de acero. Nunca en mi vida había sentido tal cosa en mi garganta, paralizándome todo el mecanismo. Haciendo de tripas corazón, intento un esfuerzo que se reduce a un aullido salvaje que no basta, ni mucho menos, para quebrar un garfio de acero. Cesan los trémolos y la boca se llena de bilis. ¡Gracias a Dios, ahora se quiebra mi pecho! ¡Aah…!
Abordamos cerca de la isleta y al fin me siento aliviado del mareo.
Ya he vuelto a recobrar mi aplomo y no ceso de bromear, simulando grotescamente mi pasado mareo, para despistar a los que nos ven desde tierra. Desde luego, he asegurado a Eilert que me había mareado por primera vez en mi vida, dándole así a comprender que no precisaba volver a hablar del asunto. No podía figurarse él los temporales que yo había afrontado ya en el mar, sin sufrir la menor molestia; una vez, durante un temporal de veinticuatro días seguidos, todo el mundo de a bordo había quedado reducido a la impotencia por el mareo, menos yo; incluso el capitán se desvaneció como una mujercilla; pero yo…
—También me he mareado algunas veces —me dijo Eilert.
Por la noche, cené solo; los señores de la ciudad no quisieron bajar, por la ausencia del besugo —dijo la mujer de Eilert—, y no apetecían más que un poco de pan y manteca con leche.