Piensan partir dentro de dos días. Viajarán juntos; este es el fin.
Bien podría compadecerlos; la vida es bella pero es duro vivir. Era de suponer que se había llegado a un resultado; ella no le había llamado en balde, ni él había venido en vano.
El acto había terminado. Pero ahora tienen que venir varios actos más, muchos actos.
Ella había caído: después de haber sido despojada, primero, ahora se entregaba ella misma. ¡Para qué ser parca! Lo más que puede ocurrir es esto: que el término medio de un criterio ascienda a término general. Este tipo es muy conocido y corriente en balnearios y pensiones, que son el jardín donde se desarrolla y crece esta flor.
Así llega un día una mujer con sus años juveniles avanzados, un diploma y su «independencia», llega, más o menos tullida por el taburete de la oficina o de la cátedra, para sumirse de pronto en una deliciosa y generosa ociosidad, amenizada por desmesurada cantidad de conservas y comidas. En torno suyo, la sociedad se metamorfosea y renueva incesantemente; vienen y van los turistas, y ella pasa de una mano a otra en las excursiones, en la cháchara, cuyo tono predominante es «como en el campo». Esta vida, exenta de ligámenes, es frívola. Es difícil conciliar el sueño, turbado, a través de las sutiles paredes de madera, por cualquier rumor de la habitación contigua y el ruido de puertas que se abren y cierran para franquear el paso a los turistas anglosajones.
No tardará aquella mujer en sentir fastidio y odiar a la gente, al lugar y a sí misma. Sería capaz de irse con el primer hombre calavera que se presentase. Y no tiene nada de sorprendente que se interese por el primero que encuentra a su lado, a veces el «cicerone», al que rodea de delicadas atenciones y le pone vendas en las manos si llega el caso, para terminar entregándose a un cualquiera que llega de veraneo.
Este es el tipo Torsen.
Ahora, en este mismo instante, ha ido a encerrarse en su habitación y se ocupa en recoger todo lo que queda de ella misma, momentos antes de alejarse de estos lugares dando fin al veraneo. Se entretiene durante un buen rato, pues son muchos los restos que quedan en cada rincón. Mientras procede a su tarea, consuélase recordando que sabe declinar perfectamente el genitivo de «mesa».
En cuanto al comediante, ya es otra cosa, no ha sacrificado nada, pues está libre de lastre; nada ha perdido, nada se pierde en él. Se va tal como vino: alegre, vacío y porfiado. Además, ha mejorado, pues en realidad se lleva una conquista consigo. ¡Lo que falta saber es si el tipo Torsen le hará vivir horas de dicha!
En espera de ello, distrae su ocio en el patio, paseándose de un extremo a otro, aguardando que termine sus preparativos de marcha. Al aparecer ella un instante en la puerta, le grita:
—¿No estás pronta todavía? ¡Tenemos que atravesar el monte!
Ella responde:
—No puedo irme sin nada en la cabeza.
Él se impacienta:
—¡Claro está! Aún no llevas puesto el sombrero; esto es cosa complicada.
Miróle ella de soslayo y replicó:
—Te tomas… mucha confianza.
De haber proseguido este diálogo en el mismo tono, es seguro que habría habido llanto y reproches y voces de que se fuera solo. Ello habría retrasado la partida una hora más, ínterin se reconciliaban y volvían a abrazarse.
Pero el comediante varió el tono, según era su costumbre, y le dijo, condescendiente:
—¿Confianza? Tienes razón. Bueno, perdona.
Y volvió a dar vueltas por el patio de una punta a la otra, canturreando y haciendo molinetes en el aire con el bastón. Mientras le observo, me doy cuenta de que sus rodillas tienen redondeces femeninas, sus muslos son desmesuradamente carnosos, de carnosidad exuberante impropia del sexo. Tiene los zapatos torcidos hacia dentro. Además, lleva el cuello al descubierto y el impermeable colgado sobre los hombros, que flota en el aire principescamente, a pesar de que no llueve. Su arrogante prestancia era del todo cómica. No quiero ridiculizar al inocente impermeable, pues el ridículo era el dueño, cual si ostentase sobre los hombros la túnica de Jesús.
¿Para qué hablar mal de los demás? La vida es bella, pero es dura también. Me digo: «Cuando salga, posiblemente sucederá lo siguiente: espero que venga a despedirse de mí; llega, me tiende la mano y me dice adiós». «¿Por qué no me dice usted nada?», me preguntará, afectando alegre desparpajo. «Para no alentar su desvarío», le contestaré yo. Ella desgranará una risa forzada, francamente turbada. «¡Muchas gracias!». Montará en cólera creciente, pero yo me mantendré en actitud paternal, en el terreno de la razón. Y le diré una frase lapidaria: «¡No se entregue usted, señorita!». Ella levantará la cabeza del tipo Torsen y replicará demudada y humillada: «¿Entregarme…? No le comprendo a usted». Pero bien pudiera ser que, en aquel instante, la señorita Torsen, esa mujer, inteligente y orgullosa en el fondo, tuviera un momento de lucidez y respondiera: «¿Por qué no entregarme? ¿Qué me queda por guardar? ¿Por ventura no me echaron ya cuando iba a la escuela? Ahora tengo veintisiete años…».
Mis pensamientos me hostigan, y decido alejarme de allí. Posiblemente, en aquellos mismos momentos, ella se retrasa a posta en su habitación para no verme.
—Adiós —dije al comediante—; salude usted en mi nombre a la señorita Torsen; tengo precisión de irme.
—Vaya usted con Dios —me responde, estrechándome la mano, un tanto sorprendido—. ¿No podría usted esperar un instante? Transmitiré su saludo a la señorita Torsen. Adiós.
Me voy por el camino más corto, para perderme de vista en seguida; pero como conozco al dedillo todos los rincones del lugar, doy la vuelta más arriba de la granja y me acomodo en el sitio que me parece más a gusto. Los veré partir desde aquí. Ella tiene que volver a entrar todavía para despedirse de los dueños.
Mientras tanto, pienso que ayer hablé con ella por última vez conversando de cosas sin importancia que he olvidado por completo y que hoy no hemos hablado…
Ya vienen.
Cosa rara: parecían unidos por lazo invisible; avanzaban el uno detrás del otro por la senda que serpenteaba montaña arriba, pero parecían pertenecerse. Marchaban en silencio, cual si ya hubieran pronunciado las palabras más indispensables; la vida de entrambos era ya algo normal, y ahora no se trataba más que de prestarse ayuda mutua. Él iba delante, seguido a alguna distancia por ella, que ascendía solitaria por la pétrea falda de la montaña. ¿Qué había sido de su arrogante prestancia? Aparecía ahora empequeñecida, acaso por llevar la falda más alta y una mochila en la espalda. Los dos llevaban un saco, pero ella llevaba el de él y él llevaba el de ella, seguramente por tener más ropa y ser más pesada la mochila. De esta forma había trocado la carga… ¿Qué harían más tarde? Ella no era ya maestra, y acaso tampoco él tenía colocación en el teatro o en las películas.
Ambos subían montaña arriba por el sendero pedregoso y desnudo, que carecía de árboles, bordeado tan sólo de algunas enebrinas. Muy arriba, en la pendiente, discurre rumoroso el riachuelo Reisa. Los dos habían unido sus bártulos y caminaban, caminaban. Cuando suban a la carriola, en la primera parada, serán marido y mujer, y en el albergue alquilarán una habitación común para unificar el gasto.
De repente me incorporo y quiero correr tras ella, impulsado por un sentimiento de humanidad, por deber, para decirle algo, lo que sea, dicho al acaso. Quiero decirle: «¡No siga usted adelante!». Hubiera sido una cosa de uno o dos minutos, nada más, una buena acción, el deber…
Detrás de un risco los vi desaparecer.
Llamábase ella Ingeborg.