Capítulo XXIV

A la mañana siguiente, Solem fue a la cocina, almorzó, arregló las cuentas con Paal y las mujeres y volvió a encerrarse en su cuarto. A pesar de que avanzaba el día, fue haciendo sus paquetes sin apresurarse antes de marcharse. Al pasar frente al pabellón de poniente, aventuró una mirada tímida por la ventana.

Al fin, Solem se marchó.

Pocos instantes después vino la señorita Torsen a desayunar. Inmediatamente preguntó por Solem. ¿Por qué se interesaba la señorita tanto por Solem? Sin duda alguna, habíase retrasado adrede en su habitación para darle tiempo a marcharse; de manera que ella podía haber venido antes, si hubiese querido algo de él. Seguramente, no era aquella la razón de su excitación, apenas reprimida, sino que yo, ave nocturna, pudiera haber tenido ocasión de ver alguna cosa.

—¿Dónde está Solem? —preguntó desabrida.

—Solem se ha marchado —respondió Josefina.

—¿Ah, sí? Mejor para él.

—¿Por qué? —interrogó Josefina.

—¡Bah! ¡Era un mocetón repugnante!

Su irritación era evidente. Poco a poco fue cediendo durante el día, calmó su cólera y no hubo ni llanto ni suspiros; pero sus movimientos afectaban menos empaque y parecían preferir el reposo.

Todo esto pasó al fin, y no tardó en rehacerse después de la partida de Solem; al cabo de dos días, volvió a ser la misma de antes. Hacía excursiones, conversaba con nosotros, reía y hacíase mecer en el columpio por el comediante, lo mismo que antes por el abogado…

Al anochecer, salí al campo, atraído por el buen tiempo muy oscuro, sin luna y sin estrellas. Oíase sólo el leve murmullo del Reisa, el riachuelo que discurría por el bosque. La paz de Dios y del poeta reinaba aquella noche en montes y valles. A mi regreso, entré, según mi costumbre, con paso quedo, buscando refugio en la oscuridad.

Otra vez volvieron a acercarse a mi ventana aquel par de desequilibrados: la señorita y el comediante. ¿Por qué motivo? Seguramente él no eligió el sitio sino ella misma, suponiendo que me hallara dentro. Entonces oí algo, para mí.

¿A qué tanto empeño en que oyese siempre los reiterados requerimientos del galán?

—Estoy decidido a que esto termine ahora —decía él—; mañana me iré.

—¡Ya, ya! —replicó ella—. No, esta noche no, amigo mío —repuso de pronto—; mejor será otra vez. ¿Quieres? Otra vez será, mañana volveremos a hablar de esto. Buenas noches.

Un rayo de luz penetró en mi entendimiento; ella se proponía hostigarme a mí, hombre maduro, que estaba también allí, para enloquecerme como a los otros. ¡Esta era la verdad! Y, recapacitando, recordé aquellas miradas que me dirigía antes cuando estaban el abogado y Batt, el negociante, sobrepasando lo conveniente, pero reprimidas por el orgullo. Estaba visto que en aquel entonces no vacilaba en hostigarme, con mis años. Fíjate bien en lo que digo; antes, mostraba empeño en alardear la casta neutralidad; ahora, en estos momentos, ha opuesto débil resistencia, haciendo prever una posibilidad. «¡Esta noche, no! ¡Otra vez!», decía ella. Es decir, una negativa frágil, un aplazamiento, para que la oyera yo. Su salvajismo emparejaba con la perversidad de una demente.

Amigo, Faraón reía frente a las Pirámides. También se reiría de mí.

Al día siguiente, estábamos los tres huéspedes sentados junto al fuego. La señorita y el comediante leían un libro; yo, otro.

—¿Quieres hacerme un gran favor? —le dijo ella.

—¡Con mil amores!

—Ve al campo donde estuvimos sentados hoy, y trae mis chanclos. Los olvidé.

Acto seguido se fue, para hacerle un gran favor. Salió por el patio de la granja, tarareando la canción de moda con aire satisfecho.

—Está usted muy silencioso.

—¿Sí?

—Sí. Usted es muy silencioso.

—Bueno, pues ahora va usted a oírme —respondí, y me puse a leer en voz alta durante un buen rato.

Intentó interrumpir mi lectura varias veces, finalmente, preguntó impaciente:

—¿Puede usted decirme qué es lo que estoy oyendo?

Los Mosqueteros. Convenga usted en que es muy divertido.

—Ya lo conocía —me replicó ella anudando y desanudando nerviosamente los dedos de ambas manos.

Una pausa.

—Entonces voy a leerle otra cosa que usted no conoce —repuse yo, y fuime a mi habitación en busca de algunas cuartillas que yo había escrito. Se trataba de un par de poesías que no eran nada extraordinario, por cierto; un par de versos sin importancia. Me apoderé de ellos a toda prisa, no precisamente por ser míos pues no acostumbro a leer a nadie tales trabajos, sino porque quise evitar que ella se relajase hablándome de algo más allá.

Mientras yo estaba leyéndole las poesías, llegó el comediante, de regreso.

—Allí no encontré ningún chanclo —profirió él.

—¿Ah, sí? —replicó ella, distraída.

—No, los he buscado por todas partes, pero…

Ella se levantó y salió de la habitación, seguida de las miradas atónitas del comediante. Al cabo de unos instantes de silencio, pareció ocurrírsele algo.

—Apuesto cualquier cosa a que los chanclos los tiene ella en su poder —me dijo, y se fue detrás de la señorita.

Yo permanecí inmóvil en mi sitio, entregado a mis reflexiones. Sus palabras estaban impregnadas de cierta dulzura cuando ella me dijo: «Sí, usted está muy silencioso». ¿Buscaba en mí a través de mi lectura? Con toda seguridad, pues no era tonta. A todas luces, el tonto era yo, y nadie más; un hombre deportivo se habría enfadado conmigo; hay quien cultiva el deporte de la conquista y el deporte del amor, encontrándolos muy divertidos. No practiqué nunca deporte alguno. Amé y sufrí, fui loco y vehemente hasta donde me empujó mi temperamento; esto es todo cuanto hice; soy un hombre a la moda antigua. Y ahora permanezco aquí recluido en las sombras del atardecer, el atardecer de los cincuenta años.

¡Hay que terminar!

Al poco rato volvió a entrar el comediante en la estancia donde yo había permanecido al amparo del fuego. Llegaba confuso, abatido; ella lo había echado afuera, llorando.

No me sorprendí gran cosa: era el gesto peculiar en aquel tipo de mujer.

—¿Pero ha visto usted qué ocurrencia? ¡Me ha ordenado que me marche! ¡Pues me iré mañana!

—Bueno, ¿pero encontró usted, al fin, los chanclos? —le pregunté.

—¡Naturalmente! ¡Los tenía guardados en su sitio!

«¡Ahí están!», le dije, y me respondió con una carcajada. «¡Los tienes delante de tus narices!», volví a insistir.

«¡Ya lo sé! ¡Vete!», me replicó, y se echó a llorar. Y me fui.

—Ya pasará la tormenta.

—¿Cree usted? Forzosamente tiene que pasar.

No, nadie puede comprender a las mujeres, esta es mi opinión. Es muy fuerte el sexo femenino. El tal sexo, obra del diablo es. No cabe duda.

Estaba excitado; sentóse unos instantes y volvió a salir de la estancia.

A la hora de cenar, encontramos a la señorita sentada ya en el comedor, y nos saludamos con una ligera inclinación de cabeza. Mostróse amable con el comediante y parecía querer borrar la impresión de su cólera de la tarde.

Al sentarse él en la mesa halló en la servilleta un papel escrito y doblado, que apresuróse a coger, sorprendido, dejando lo que tenía en las manos para leer el contenido del billete. Una exclamación apenas contenida, una sonrisa, y sus ojos azules, brillando de alegría, se dirigieron a la señorita, que frunció el entrecejo y bajó la cabeza; él volvió a doblar rápidamente el escrito para hundirlo en el bolsillo del chaleco.

Se da cuenta, al fin, de que la ha puesto en evidencia y trata de disimular, diciendo algo:

—¡A cenar, aquí está la cena! —exclamó, fingiendo estar hambriento.

¿Por qué le habrá escrito? No había necesidad, pudiendo hablarle. Él estaba en el vestíbulo al bajar ella por la escalera para venir hasta aquí. ¿Acaso habrá tenido un impulso indiscreto del comediante para que llegara el secreto a una tercera persona?

Mas ¿para qué torturarme el cerebro e inquirir? El comediante comía sin apetito, pero mostrábase contento. No cabe duda: el billete contiene un sí, una promesa; ahora, ella no le dirá que se marche.