Ahora sale el sol. Pero no se eleva incandescente y real. Esto no lo entiendes tú, joven amigo, a pesar de que en este momento comprendes el idioma. Pero, ahora, un sol imperial ilumina el cielo.
El día es hermoso para ir al bosque; crecen ahora los hongos y abundan estos verdes brotes de la Naturaleza, que surgen como por encanto. Hace muy poco, no existían todavía, o yo no supe verlos, acaso porque se confundían con el color de la tierra. Hay en ellos algo nonato, que les asemeja a un feto en el primer estadio de la gestación; pero si les vuelvo del revés, quedo suspenso ante su maravillosa metamorfosis.
Aquí hay setas, royas y cornezuelos. Esos cornezuelos. ¡Dios mío!, tal cual los ves ahí, pertenecen a la simpática familia de los hongos, y, sin embargo, no producen el mismo efecto… y son muy peligrosos. ¿Has visto jamás algo semejante? Son cizaña, malhechores, el vicio personificado; pero delicadamente bello y brillante, algo así como el cardenal de los hongos. Me apodero de uno de dios, lo parto y lo mastico; su sabor es suave y grato al paladar, pero soy cobarde y lo escupo. ¿No fue el cornezuelo de dónde nacieron los «guerreris bersercos»? En la aurora de nuestros días, un cabello en la garganta puede ocasionarnos la muerte fácilmente.
El sol se acerca ahora al ocaso. En las cimas, en la lejanía, pacen los rebaños; pero regresan ya a su refugio, oigo resonar las esquilas en los caminos. Campanas con voz de cristal, campanas de voz profunda que a veces cantan en coro y desgranan melodías que son imágenes musicales supremamente bellas.
También es grata la contemplación del césped, las flores, las plantas. Desde donde estoy tendido, distingo un brote chiquitín, deliciosamente sutil, que asoma un granillo de semilla. ¡Oh, Dios mío!
¡Está alumbrando! Un tallo seco le oprime, pero yo lo separo. La vida penetra caldeada por el sol y el fruto consuma su función. ¿No es maravilloso en su pequeñez?
El sol está poniéndose, y un céfiro se abate suavemente sobre el bosque, que se inclina con leve crujido; está anocheciendo.
Tumbado sobre el césped, dejo transcurrir una o dos horas; los pájaros hace ya buen rato que enmudecieron, entregándose al reposo, y un manto denso y oscuro desciende sobre la tierra. Al emprender el regreso, voy tanteando el suelo con los pies y extendiendo los brazos, para palpar delante de mí, mientras avanzo, hasta llegar a parajes algo más claros. Ando sobre heno que, negro y rígido, cubre el suelo resbaladizo, por haberse podrido. Conforme me aproximo a las viviendas, se cruzan murciélagos en mi camino, en vuelo silencioso, cual impulsados por alas de espuma; cada vez que vuelan en mi cercanía, siento frío.
De pronto, me detengo y permanezco inmóvil.
Veo a un hombre que se destaca rozando el pabellón nuevo. Se cubre con una capa semejante al impermeable del comediante, pero su estatura es mayor; no es él. Entra dentro del edificio resueltamente. ¡Ah! Es Solem.
Allí es donde ella duerme me parece. Efectivamente, ¡hum! ¡Sola en el pabellón, en el edificio de poniente, la señorita Torsen, efectivamente!
¡Y Solem ha entrado ahora dentro!
Suspendida mi caminata, permanezco inmóvil para estar en acecho y acudir en auxilio de ella. Soy un hombre, no soy inhumano. Transcurre un instante. Él no se recata dentro, pues percibo perfectamente, cómo da vueltas a la llave de la cerradura, desde dentro. Temo oír un grito, ¿verdad? Pero no oigo nada, nada; el leve rumor de una silla que se arrastra por el suelo, pero ningún otro ruido, nada más.
Pero ¡Dios mío! ¿Quién sabe lo que se propone Solem? ¿Habrá venido impulsado por algún designio aleve, para sorprenderla y forzarla? ¿No es mi deber llamar a la ventana? ¿Yo? ¿Y para qué?
¡Al primer grito que oiga, acudiré sin vacilar!
Nadie grita.
Transcurren las horas; vigilo sentado en tierra, pues lógicamente no debo reanudar mi caminata y abandonar una desgraciada a su suerte; pero las horas pasan una tras otra. Seguramente se trata de algo grave; no será ninguna pequeñez, no; pronto va a amanecer. Ahora se me ocurre que había entrado para matarla, posiblemente la habrá matado ya; el temor me hostiga y voy a incorporarme…; de pronto vuelvo a oír el carraspeo de la llave en la cerradura, desde dentro, y sale Solem. No corre, sino que, pausadamente, sigue el mismo camino por donde ha venido y regresa abajo para detenerse en mi propia antesala; aquí se despoja de la capa del comediante; la cuelga en el mismo sitio en que estuviera antes y se va. Pero ahora está desnudo. La capa había cubierto el cuerpo completamente desnudo. ¿Es posible? ¡Ya, ya comprendo! Nada de obstáculos ni de continencias; desnudo del todo; Solem lo había previsto todo. En cueros, vuelve ahora a su cuarto.
¿Pero es posible? ¿Solem?
Me siento para reflexionar y recobrar la calma. ¿Qué ha sucedido? En el pabellón de poniente reina el silencio, pero no está muerta la señorita, de ello estoy seguro, puesto que Solem se fue tranquilo a su cuarto, encendió la luz y luego se acostó.
La seguridad de que ella vive me aligera de un gran peso; he recobrado el ánimo y siento que estoy estúpidamente contento. «Si se atrevió a matarla le denunciaré —pensé yo— sin compasión de ninguna clase. Y además le acusaré de la muerte del abogado. Iré más lejos todavía, pues denunciaré al ladrón del último invierno, que robó tocino a un marchante y me vendió hojas de tabaco del saco. Entonces, entonces, no callaré, no…».