Capítulo XXII

Pensando en ello, sospecho yo que la prolongada estancia de la señorita Torsen en este lugar corre parejas con algún impulso amoroso: el motivo es que Solem, el mozo, todavía está aquí. ¡Cuánto misticismo y cuán intensa la flagelación en esta hermosa muchacha! La vi últimamente, orgullosamente erguida e impasible en la proximidad de Solem, sin dignarse contestar al saludo del gañán. ¿Acaso sospechaba ella su complicidad en la muerte del abogado y temíale por ello? Ni mucho menos, pues mostrábase menos tímida que antes, e incluso le confiaba sus cartas para entregarlas al correo, cosa que nunca había hecho. No; pero ella carecía de equilibrio, se me presentaba como pobre criatura humana conducida por veredas descarriadas. A veces, dábase el caso de que, sin que nadie la viera, salpicábase en el campo con alquitrán y estiércol y apestaba a podrido sin experimentar repugnancia.

Un día, mientras Solem esforzábase por contener el caballo, que se encabritaba, profirió aquel un taco tan grosero como innecesario.

La señorita Torsen le echó una mirada y se ruborizó temblorosa, pero recobró rápidamente el aplomo y preguntó a Josefina:

—¿No se irá pronto este hombre?

—Sí —respondió Josefina—; dentro de algunos días.

No obstante el tono de indiferencia afectado por la señorita, la pregunta encerraba tal importancia para ella, que alejóse silenciosa.

La señorita Torsen no se iba, no; Eros la ligaba a Solem. La desesperación de Solem, la pasión de Solem, que ella misma había atizado, su grosería, el macho que había en aquel hombre, sus manos codiciosas, sus miradas, lo olfateaba la muchacha, íntimamente apasionada. En su extravío amoral, la sola vecindad de aquel hombre era bastante a complacer los instintos amorosos. Con toda seguridad, Torsen, acostada, al anochecer, en su retiro solitario, solazábase pensando que a poca distancia de ella un hombre consumíase en el fuego del deseo.

¿Y su amigo, el comediante? Este no se equiparaba en nada al otro. Carecía de la fiereza del bisonte, no poseía ímpetu. Todo era en él puro discurso teatral…

Efectivamente, aquí estoy todavía, y, cada día que pasa, mayor es mi sensación de pequeñez en la vida, e intento interrogar a Solem. Nos hallamos en un cobertizo lejano.

¿Por qué había mentido él, afirmando que el danés tenía intención de subir al Pico Azul en el domingo del fatal accidente?

Miróme Solem, pero parecía no comprenderme.

Repetí la pregunta.

Solem negó haber pronunciado palabra alguna en tal sentido.

—Estaba presente y lo oí —repliquéle.

—No, no es cierto —me contestó.

Pausa.

Entonces revolcóse por el suelo en el cobertizo grotescamente, como una masa informe, durante un rato, hasta que volvió a ponerse de pie. Cruzamos la mirada, en tanto que él ponía en orden su ropa. No quise hablarle de nuevo y le dejé plantado en su sitio. A los pocos momentos, él se marchó.

Una vez hecho esto, todo volvió a parecerme monótono y vacío, y, para hacer befa de mí mismo, me aparté y grité: «¡En el castillo faltan ladrillos! La ternera está hoy más en su punto». Después me entretuve en otras tantas cosas inútiles y, cuando poco a poco fuéseme acabando el dinero, escribí una carta a mi editor, para darle la noticia de que muy pronto le mandaría un manuscrito sensacional. En una palabra: me conduje como un enamorado. Los síntomas no faltaban.

Voy a coger el toro por los cuernos: tú sospecharás que estoy todavía aquí porque la señorita Torsen me interesa, ¿no es cierto? En tal caso, veo que en esas hojas he ocultado muy bien que en ella sólo he hallado un tema, un objeto; para convencerte, vuelvo a hojearlas. A mis años no es posible enamorarse sin incurrir en el ridículo y provocar risas a las esfinges faraónicas.

Esto es asunto resuelto.

Pero lo que no acierto a resolver es retirarme a mi cuarto para acomodarme en un sillón y hundirme apaciblemente en la más absoluta soledad. Esto será, por encima de todo, la última alegría.

Un «intermezzo».

La señorita Torsen y el comediante se acercan, oigo los pasos y el rumor de la conversación; pero por ser ya noche oscura, no puedo verles desde donde estoy sentado. Al llegar junto a la ventana abierta, se detienen, apoyándose contra el muro, y oigo que el comediante le pide algo que ella le niega; él intenta arrastrarla consigo, mas ella se resiste.

De pronto, él muéstrase brusco.

—¡Por todos los diablos! Entonces, ¿por qué me escribiste que viniera? —la interpela con voz irritada.

Y ella rompe a llorar y exclama:

—¿De manera que tú has venido solamente para esto? ¡Ji, ji, ji! Pero yo no soy así, puedes dejarme en donde estoy, nada te haré.

¿Cómo? ¿Yo, conocedor de la mujer? ¡Pretensiones! ¡Jactancia pura! Me decidí a intervenir, pues el llanto me hacía daño, y para denotar mi presencia arrastré el sillón, carraspeando.

Él se dio cuenta en seguida y le hizo señas de que callara, al tiempo que aparentaba escuchar; pero ella le dijo:

—No, no ha sido nada…

Ya lo creo que había sido algo; esto lo sabía muy bien. No era aquella la primera vez que veía a la señorita Torsen en trance semejante; siempre parecía no oír nada susceptible de impedir sus delicados idilios. Por eso me felicité siempre de no haber intervenido; pero antes no lloraba y aquella voz lloraba.

¿Por qué recurría a tales habilidades? Quería mostrarse impecable a mi vista, la de un hombre sesudo, y probarme que era tan buena como pudorosa. ¡Pero, criatura de Dios, si esto ya lo sabía, lo había visto ya en tus manos! ¡Tu ser es tan contrario a la Naturaleza, que, a pesar de tus veintisiete años, deambulas por estos lugares en estado de soltería, infecunda e irresoluta!

La pareja se alejó.

Hay otra cosa de la que tampoco sé nunca desasirme; retirarme al bosque y, sentado allí, aislarme y hundirme gratamente en la oscuridad. Esta es la última alegría.

La grandeza, la religiosidad de la soledad y de las tinieblas son el poder que nos reclama. No es solamente la sensación de nuestra propia personalidad lo que nos permite alejarnos de los demás; no, no. Es lo místico que nos retiene, que nos atrae desde muy lejos y, sin embargo, está muy cercano a nosotros. Entonces nos hallamos sentados en medio mismo de la presencia universal, que es Dios. Entonces somos nosotros mismos como miembros de un todo.

¿A qué lugar dirige el corazón mis pasos?

¿Veré acaso estos bosques frondosos otro año,

estos bosques, la casa de que me has apartado?

En la noche sombría me encaminaba al poblado.

Y repentinamente se detienen mis pasos.

Un mundo adormecido ante mis ojos yérguese,

y recuerdo el sosiego de los hombres que duermen.

Mundo de piedras grises y de piedras potentes

que ahoga entre sus brazos los sueños de las gentes.

¿También yo iré a postrarme de hinojos a tus plantas?

Y lanzan por el monte tañidos las campanas.

Nuevamente mis pasos van al bosque profundo;

la medianoche ahora se encierra en este mundo.

Conozco allá en la selva un fragante remanso

donde apoyar mis sienes sobre céspedes blandos,

un lecho muy mullido para un sabio sin casa.

Y lanzan por el monte tañidos las campanas.

¿Romanticismo, nada? ¿Sentimiento, poesía…?

La última alegría.