Capítulo XXI

La noticia de la desgracia se difundió por todas partes. Llegaron periodistas de la ciudad. Solem tenía que acompañarlos a la montaña y describirles el suceso. Si no hubiera sido recogido ya el cadáver inmediatamente, también hubieran tratado de descubrirlo.

Los niños y la gente superficial consideraban tal vez disparatado que a Solem se le alejase de su trabajo en la siega y de todas sus labores en la pradera y en el campo; pero ¿acaso no era más importante el negocio de la pensión que todo lo demás? «Solem, han llegado turistas», le gritaban desde la casa. Y Solem abandonaba el trabajo. Un grupo de periodistas le rodeó, asediándole a preguntas y se hizo conducir por él al lugar de la desgracia; en la finca decían, como un refrán, cada vez que notaban la ausencia de Solem: «Solem está con la muerte».

Pero Solem no estaba con la muerte, ni mucho menos; al contrario, estaba con la vida, le iba bien, florecía. Estaba convertido en una personalidad de relieve, a quien escuchaban y consultaban todos los forasteros. Ya no eran las damas solamente, sino alguien más, y nada menos que los hombres sesudos e intelectuales de la ciudad.

A mí me dijo Solem: «¿No era casual que la desgracia haya ocurrido precisamente cuando se me cicatrizó el corte del dedo pulgar?». Me enseñó su pulgar, en el que ya no se veía ninguna señal de herida.

Los periodistas telegrafiaban a todos los vientos y escribían reseñas, no ya solamente sobre el Pico Azul y la trágica muerte allí acaecida, sino que, además, describían toda la comarca, haciendo el descubrimiento del sanatorio Torezinnen, «verdadero jardín donde los débiles recuperaban sus fuerzas perdidas, albergados en maravillosos edificios que semejaban joyas engarzadas en la montaña. ¡Qué grata sorpresa experimentaba el recién llegado contemplando las cabezas de dragón que asomaban en la sala de la chimenea, con piano y mesas repletas de literatura novísima…! Y las vigas plantadas en el exterior destinadas a encuadrar nuevas edificaciones con que engalanar la montaña, todo ello en un delicioso panorama de moderna agricultura noruega».

Los periodistas sabían apreciarlo todo y lo hacían público.

No tardaron en llegar los anglosajones.

«¿Dónde está Solem?», preguntaban. «¿Dónde está el Pico Azul?», volvían a interrogar.

«Tiene que recoger y entrar el heno», respondía Josefina, y repetía la mujer de la finca: «El tiempo está lluvioso, y fuera quedaban todavía cincuenta carretadas». ¡Está bien! «Pero ¿dónde está Solem?», insistían los anglosajones. Y Solem tenía que presentarse. Los otros dos jornaleros lugareños se pusieron a cargar el heno, pero pronto corrían de un lado para otro, faltos de una voz enérgica que les guiase en su labor.

El tiempo se mantuvo invariable durante toda la noche; hacía un tiempo apacible. «¡Si no vuelve a caer más rocío, quizá podamos entrar todo el heno! ¡Ojalá! ¡Qué bien nos vendría!».

Fueron afluyendo los anglosajones: «¿Y Solem? ¿Y el Pico Azul?», interrogaban todos invariablemente, excitados por la ansiosa curiosidad que minaba sus cerebros, perversamente deportivos. Habían puesto buen cuidado en pasar de soslayo por todos los albergues que encontraron en el camino, sin detenerse hasta llegar a la meta de su viaje: «¡Ya estamos, por fin, al pie del Pico Azul, que parece horadar el cielo! ¡Al fin!». Y, sin detenerse apenas, daban comienzo a la ascensión, seguidos más que guiados por Solem; hubieran enrojecido de vergüenza de no poder posar sus plantas bienaventuradas en el mismo teatro de la catástrofe, en aquel precipicio tan lúgubremente atrayente. Unos mostraban empeño tenaz en escalar la cima del Pico Azul o, de lo contrario, renunciar a vivir un solo día feliz en toda su vida. Otros ansiaban frenéticamente revivir la mortal caída del abogado al abismo; querían gritar a la profundidad y aguardar una respuesta y situarse sobre el borde más peligroso, para percibir en los pies la escalofriante caricia de la muerte. «¡Vamos, Solem! ¡Date prisa!».

Pero no hay mal que por bien no venga. Aquel estival albergue ganaba ahora, con estas cosas, buen dinero. Paal volvió en sí y las arrugas desaparecieron de su rostro. Un hombre útil para algo, muéstrase activo y emprendedor en los buenos tiempos; en los malos tiempos, habrá de revelarse obstinado. ¡El hombre que en días de desgracia cede, es un inútil; mejor será que sucumba! Paal cesó de beber, incluso mostró interés por la cosecha de heno y salió al campo para ocupar el puesto de Solem. ¡Ojalá hubiérase resuelto a salir antes, cuando la temperatura era todavía bonancible! Pero lo cierto era que Paal decidióse al fin a salir, precisamente casi a última hora; y le dolía haber cedido a los jornaleros lugareños los campos menos productivos, que aquellos sembraban a partir, quedándose con la mitad de la cosecha, que él hubiera preferido reservarse toda para sí este año. Pero su palabra estaba ya empeñada, y ahora no era posible retractarse.

Por lo demás, llovía ya. El almacenaje del heno había concluido. Fuera, quedaba todavía el forraje de todo el invierno para tres vacas.

El atractivo de la novedad del suceso que diera notoriedad al sanatorio Torezinnen, no tardó mucho en declinar. Los periódicos publicaban telegramas y noticias de otras catástrofes, y el mortal accidente del Pico Azul fue relegado al olvido; ya no era más que bruma dispersa al nacer el día. El escalador de cimas danés depuso su entusiasmo y, ciñendo la mochila a sus espaldas, fuese, como todo el mundo, allende la montaña, olvidándose de tributar al Pico Azul una sencilla mirada desdeñosa. No, las últimas semanas, vividas en plena demencia, habíanle enseñado a ser cuerdo.

Y los turistas afluían a otros lugares. «¿Qué les habré hecho? —preguntábase Paal—. ¿Por qué se van todos? ¿Será por haber pasado muchas horas en el campo y pocas en casa, en su compañía? Pero lo cierto es que yo siempre les saludaba muy cortésmente y, para complacerles, consentía en que mi criado abandonara el trabajo y les atendiera a ellos…».

Dos muchachos llegaron entonces, deportivos de pies a cabeza, que nutrían sus conversaciones con veleros, carreras de bicicletas y fútbol; eran dos retoños noruegos, que querían ser ingenieros —la joven Noruega—. También ellos querían ascender al Pico Azul a todo trance; les era indispensable, ponerse a tono con el progreso. Pero era tal su juventud, que sintieron escalofríos apenas levantaron su mirada al cielo y divisaron la cima desde el pie de la montaña. Solem, el gañán, que durante su trato con los turistas había aprendido más de una treta, se las compuso para llevárselos montaña arriba, haciéndose pagar su silencio por los dos muchachos, temerosos de que el guía diera suelta a la lengua para divulgar su falta de arrojo. Todo había ido a pedir de boca; los jóvenes volvieron a bajar muy ufanos y nos abrumaron con sus arrogancias deportivas; uno de ellos trajo de su ascensión un harapo sucio de sangre, exclamando, al mismo tiempo que lo arrojaba lejos de sí:

—Esto es lo que queda de vuestro abogado despeñado.

—¡Ja, ja, ja! —reía su compañero.

Ambos gozaban de gran prestigio en las peñas deportivas por su intrepidez.

No cesó de llover durante tres semanas seguidas; tras dos días de pausa, volvió a llover otra vez por dos semanas más. El sol permanecía invisible en un cielo oculto por los celajes, que también borraban las siluetas de los picos de las montañas. En la granja Torezinnen chorreaba el agua por los tejados.

El heno que había quedado tendido en el campo ennegrecióse y pudrióse.

Los lugareños habíanse apresurado a guardar bajo techo, durante el tiempo de bonanza, el heno que les correspondía, acarreado sobre las espaldas de hombres, mujeres y niños.

Los huéspedes de Bergen y la señora de Brede, con las niñas despidiéronse de mí, haciéndome una graciosa reverencia, muy agradecidas porque les hubiese llevado a pasear a la montaña contándoles cuentos. Y fuéronse. Aquí, en el sanatorio, no quedaba ya nadie. El adjunto Höy y la señora Molie fueron los últimos en dejarnos, la semana pasada, yéndose cada uno por su camino, no obstante habitar la misma pequeña ciudad provinciana; él atravesó el lugar, mientras ella hizo un gran rodeo por la montaña. Aquí reina ahora un silencio absoluto, pero la señorita Torsen no se ha ido aún.

¿Por qué no se va todavía? No lo sé. ¿Para qué preguntarlo? También yo me he quedado. ¿Has oído preguntar a alguien alguna vez lo que vale una aurora boreal? Calla.

¿Adónde iría yo, si me fuera? ¿Te imaginas, acaso, que tengo deseos de regresar a la ciudad? ¿O, por ventura, sospechas que siento la nostalgia de mi cabaña de invierno o de Madame? No añoro nada concreto; tengo añoranza, nada más.

Claro está que he alcanzado ya la suficiente madurez para comprender lo que sabe cualquier noruego despejado, y no ignoro que en nuestro país todo discurre hoy día por sus cauces naturales. Ahí lo tienes: los periódicos ponderan los enormes atractivos del valle Stortal, desde que ha sido abierto a las comunicaciones automovilísticas. ¿No sería, pues, razonable que me trasladase allí y que diera satisfacción a mi espíritu?

Fiel a una costumbre vieja en mí, permanezco aquí y me intereso por los escasos moradores que todavía quedan; la señorita Torsen está aquí.

¿Qué hace ahora la señorita Torsen? Nada nuevo, con toda seguridad, pero no se va; quédase aquí, reafirmando con ello el retrato del tipo Torsen, el de la clase media, que, hasta su adolescencia, ha pasado todo el tiempo leyendo libros de escuela, sabe de memoria la Artemis cotula, pero ha descuidado la nutrición física. Aquí prosigue haciendo lo mismo.

Recuerdo que, hace ya varias semanas, cuando todavía nos visitaban los anglosajones, un mozo bajó de la montaña, trayendo un harapo sanguinolento, que arrojó en tierra, exclamando: «¡Esto es lo que queda de vuestro abogado despeñado!». La señorita Torsen oyó aquellas palabras sin que la menor emoción demudara su semblante. No; la tragedia del abogado no la conmovió ni un solo instante; al contrario, seguidamente escribió a otro abogado. Cuando este llegó, pronto vimos que era un perfecto salvaje, un emancipado, conforme él mismo anotó en el registro de viajeros. No he hablado de él por ser más insignificante que ella; el más insignificante de todos nosotros. Llevaba la cara completamente rasurada y mostraba el cuello al descubierto. Acaso trabajaba en algún teatro o en un estudio cinematográfico. La señorita Torsen fue a esperarle, a su llegada, con palabras de agradecimiento por haber venido. Por consiguiente, le había escrito. Pero ¿por qué no se iba la señorita Torsen? ¿Por qué, al contrario, echaba raíces aquí y hacía venir a otras personas? ¿Precisamente ella, que durante el verano fue la primera en querer ausentarse? Aquello ocultaba algún motivo.