El abogado hace frecuente compañía a la señorita Torsen, incluso la mece en el columpio de las niñas y la abraza, sosteniéndola, cuando quiere parar.
Solem, el gañán, les observa desde la pradera, donde está segando, y se pone a cantar adrede una canción grosera. Le parecía que los dos estaban haciendo una gran injusticia con él. Si alguna vez había de contar algo grosero para defenderse, tendría que hacerlo ahora, y todos le darían la razón.
Por esto cantaba tan alto y al final incluso gritaba:
«¡Tjo!».
Pero la señorita Torsen se columpiaba y se columpiaba, y el abogado la abrazaba y la paraba más de una vez…
Es sábado por la tarde. Yo estoy fuera, en el patio, hablando con el abogado. No se encuentra bien, se quiere marchar.
Pero la señorita Torsen no quiere ir con él, Y, solo, ¡es tan aburrido! No oculta que la dama le interesa.
Solem se acerca, se toca la gorra y saluda. Mira rápidamente alrededor y entabla conversación con el abogado, amablemente, como guiado por un espíritu servil.
—El danés quiere subir mañana al pico. Yo debo acompañarle con una cuerda.
El abogado se apresura a decir:
—¿Es cierto?
Era curioso observar al abogado: se quedó como de piedra. Su pequeño cerebro deportivo le fallaba.
Aquello duró un momento.
—Mañana temprano —dijo Solem—. Y quería decírselo a usted. Porque usted fue el primero en hablar de la ascensión.
—Efectivamente —dijo el abogado—; yo hablé de hacerla. Pero ahora resulta que él se me adelanta.
Solem conocía una solución.
—No, yo no le contesté nada. Le dije que tenía la intención de bajar al pueblo mañana.
—Sí, pero no podemos tomarle el pelo. Eso no lo quiero yo.
—Pero sería muy sensible. Todos dicen que aquel que ascienda primero al pico azul saldrá en los periódicos.
—Bueno, pero él se ofendería mucho —dijo el abogado, pensativo.
Solem insistió:
—¡Qué sé yo! Y, además, usted fue el que primero habló de subir.
—Aquí se enterarán todos. Ni siquiera me lo permitirán hacer.
—Saldremos al amanecer —contestó Solem.
Por fin se pusieron de acuerdo.
—Bueno. ¿Usted no dirá nada a nadie de esto? —dijo el abogado volviéndose a mí.
En el curso de la mañana, se preguntó por el abogado; no estaba en su cuarto, no estaba en el patio.
—Puede que el alpinista danés sepa dónde está —opiné yo.
Pero resultó que el danés ni siquiera había hablado con Solem del pico azul. Él no sabía nada de la aventura.
Aquello me maravilló mucho.
Miré el reloj: eran las once. Yo había estado observando el pico desde que me había levantado. Con el catalejo no pude descubrir nada. Ya habrían pasado cinco horas desde que empezaron a subir…
A las doce y media llegó Solem corriendo; estaba empapado en sudor y no había parado mientes en ello.
—¡Venid a ayudarnos! —gritó a nuestro grupo a bocajarro.
—¿Qué pasa? —preguntamos todos a una.
—Se ha despeñado.
Solem respiraba jadeante y estaba chorreando. ¿Pero cómo podíamos nosotros prestar socorro? ¿Subiendo también a contemplar la desgracia?
—¿No puede andar? —preguntaron algunos.
—No, está muerto —dijo Solem, y nos miró uno a uno, alternativamente, como queriendo asegurarse de que la noticia era creída—. Se cayó. No quiso que le ayudara —nos decía.
Nuevas preguntas y respuestas, en pleno desorden.
Josefina acudió corriendo al teléfono para llamar al médico.
—Hemos de procurar traerle a casa —dijo el alpinista danés.
Él y yo nos pusimos a armar una camilla; a Solem le dieron coñac y trapos, y regresó a la montaña, acompañado por las bergeneses, el adjunto, la señorita Torsen y la señora Molie.
Pregunté al danés:
—¿Pero es cierto que usted no habló a Solem de subir al Pico Azul?
Él contestó:
—No. Yo no le he dicho ni media palabra de tal cosa.
En todo caso hubiera ido solo…
Cuando declinaba la tarde, regresamos a casa con el abogado en la camilla. Solem nos fue explicando por todo el camino cómo había sucedido la desgracia.
Repetía lo que él había dicho y lo que el abogado le había contestado, señalaba a un lado y a otro del camino, como si aquella piedra fuera el abogado y allí estuviera el fatal precipicio… Solem llevaba todavía en la mano la soga, que no había utilizado para nada. La señorita Torsen no preguntaba más que los otros, y sólo decía generalidades:
—Yo le aconsejaba que no lo hiciera. Le he rogado tanto que abandonase la idea…
Pero, a pesar de la charla, el abogado seguía estando muerto.
Cosa extraña: su reloj marchaba, pero él estaba muerto.
El doctor no tenía nada que hacer allí, y se volvió en seguida al pueblo.
La tarde se hizo muy pesada. Solem llevó un telegrama, para la familia del abogado, a la ciudad, y nosotros hicimos lo que creímos más oportuno.
Nos sentamos en la habitación de la chimenea cada uno con un libro. De cuando en cuando, se hacían comentarios sobre la desgracia, y filosofábamos un poco sobre la existencia humana. El adjunto, que no era alpinista, temía que la catástrofe irrogase perjuicio a la pensión e hiciera a Paal la vida aún más difícil de lo que ya era. La gente huiría de un lugar en donde uno se puede precipitar a la muerte.
No, el adjunto no era alpinista ni conocía bien a los anglosajones.
Paal mismo tenía el presentimiento de que aquella catástrofe no le traería ningún daño; tanto era así, que vino y nos puso una botella de coñac sobre la mesa, para procurarnos algún consuelo en tan lúgubre día.