Capítulo XIX

Durante la cosecha del heno, esto está más divertido. Las hoces se afilan; allá, en las praderas, hombres y mujeres están trabajando, ligeramente vestidos y con la cabeza descubierta, se llaman unos a otros y ríen; algunas veces beben leche agria de la jarra y luego siguen trabajando. Allí se encuentra el verdadero aroma del heno, que penetra en mis sentidos como un hálito de mi patria; me recuerda a mi hogar, a mi lar, aunque no estoy en tierra extranjera.

«Por lo visto —pienso yo— estoy en tierras extrañas y alejado de mi terruño natal».

¿Y por qué permanezco todavía aquí, en una pensión de maestras y con un hotelero que nada tiene de sobrio? A mí no me ocurre nada, aquí no hago nada. Los demás salen y se tumban. Me alejo y pienso en mí mismo y durante la noche escucho versos en mi interior. Esto no importa. El mundo no necesita versos que todavía no hayan sido cantados.

Y Noruega ya no necesita grandes hierros candentes; ahora los fraguan los herreros para las necesidades de los mohosos y para honra del país.

No llegaban viajeros. El torrente se desviaba hacia el valle Stor y dejaba el pequeño vallecito de Reisa completamente olvidado. Ahora faltaba que viniera la compañía del Norte y atrajera consigo, al valle de Reisa, las caravanas de Cook y Bennett; entonces el valle Stor se quedaría vacío. Sí, sí, los jornaleros lugareños que quieran dedicarse a la agricultura podrán obtener, en lo futuro, la mitad de la cosecha en las fincas en que trabajen. Será que nuestros descendientes son más listos que nosotros y no se dejan contagiar en modo alguno por la desmoralización del tráfico.

Bueno, ahora no debes creerme, amiguito lector, tienes que mover la cabeza. Por ahí habrá un profesor, una mediocridad de nacimiento, que posea algunos conocimientos históricos de escuela. A ese deberás consultar. Él te dará la explicación general, asequible a tu vista y a tu entendimiento, amiguito mío.

En cuanto se marcho el negociante Brede, volvió Paal a la vida desordenada. Por lo visto, cada vez se le iban cerrando más las posibilidades; no encontraba ninguna salida, y por esto quería vendarse los ojos, para que todavía le quedase una disculpa: la de no ver. Entonces nos abandonaron siete de nuestros huéspedes estables: las telefonistas, el comerciante Batt, las maestras Johnsen y Palm y dos comerciantes, que yo no sé a punto fijo lo que eran. Todo aquel grupo atravesó la montaña para tomar el automóvil en el valle de Stor.

Llegaron cajones con comestibles de diferentes clases para Paal. Nos los subió una tarde un hombre del pueblo. Había tenido que levantar el carro y pasar un cajón tras otro por los peores sitios; tan malo estaba el camino. Josefina recibió todos los cajones y, al hacerlo, encontró uno que parecía contener líquido.

—Esto ha venido equivocado —dijo. Josefina escribió otra dirección en el cajón y se la devolvió al mandadero; dijo que era mosto que llegaba con demasiado retraso y ya lo había comprado en otra parte.

Más tarde, anochecido, oímos que en la cocina se hablaba del cajón. Paal decía que el mosto no había llegado demasiado tarde y se puso furioso.

—Y quita estos periódicos de aquí —gritó, y oímos estrépito de papeles y vasos arrojados al suelo.

¡Oh! La cosa no era fácil para Paal; los días transcurrían vacíos y aburridos, y él no tenía niños que pudieran haberle inspirado pensamientos gratos. Él, que quería construir varias casas, no necesitaba ya ni la mitad de las que tenía. La señora Brede y las niñas vivían solas en una casa, y desde que se habían ido los siete huéspedes, también la señorita Torsen vivía completamente aislada en el pabellón Sur. Paal quería construir una carretera, quería proseguir el desarrollo del movimiento turístico hasta lo último y quería establecer también servicio de automóviles. Pero como él no era lo bastante poderoso para todo eso y nadie le ayudaba, tenía que inclinar la cabeza. Y. además, el negociante Brede le había negado dinero…

Paal asomó su cabeza por la puerta de la cocina. Por lo visto, quería ver si el patio estaba desierto, pero no lo estaba; el abogado le llamó: «¡Buenas tardes, Paal!». Así le sacó de casa.

Ambos caminaron por las praderas, en la oscuridad.

No sirve de nada «hablar» a un hombre para mitigar su sed; aquí se trata de intereses vitales. Pero, desde luego, Paal dio la razón al abogado en todo lo que le dijo, y seguramente se despidió, de él con buenos propósitos.

Paal volvió a bajar al pueblo. Tenía que ir al correo para mandar el dinero que habían dejado los siete huéspedes, a todas partes del mundo. No alcanzaba para todo, no alcanzaba para nada, ni Para réditos, ni para cuentas, ni para impuestos ni para la conservación de los edificios. No alcanzaba más que para pagar unos cuantos cajones que habían llegado de la ciudad. Sí, y, además, detuvo la caja que contenía mosto, para que no la devolvieran.

Paal regresó con los ojos embotados de tanto beber porque no quería ver más. Otra vez se repitió la vieja historia. Pero su cerebro trabajaba, a su manera, todo el tiempo, tratando de dar con una salida. Un día preguntó al abogado:

—¿Cómo llaman a esas cajas de cristal dónde hay pececitos pequeños, peces dorados?

—¿Querrá usted decir un acuario?

—Es posible —dijo Paal—. ¿Es caro eso?

—No sé. ¿Por qué?

—No sé si debo comprar uno.

—¿Para qué lo quiere usted?

—¿No cree usted que eso atraería a la gente?

—¡Oh, no! No lo creo.

Y Paal se marchó.

Cada vez estaba más idiota. Donde unos ven moscas, Paal veía peces dorados.