Vuelvo a recordar la loca idea de despedir a Solem. Esto habría evitado una catástrofe en la pensión, es verdad; pero entonces, ¿quién hubiera sido el brazo derecho de la casa? ¿Paal? Este, como ya he dicho, permanecía en su cuarto tumbado, cada vez con más frecuencia, y no aparecía ante nosotros, los huéspedes; se conoce que a causa de una malograda maniobra suya.
Una tarde, pasó por el patio. Seguramente creía, en su confusión de la hora, que nosotros ya nos habíamos acostado; pero estábamos sentados fuera, porque había oscurecido y el tiempo era suave. Cuando Paal se dio cuenta, se irguió y saludó al pasar, llamó a Solem y le dijo:
—No quiero que vuelvas a acompañar a nadie por la montaña sin que me lo digas. (Yo estaba en mi cuarto escribiendo). ¡Eso de dejar a Josefina que cargue con todo el equipaje es el colmo!
Paal siguió caminando. Pero todavía no nos había demostrado suficientemente su poder; se volvió y preguntó:
—¿Por qué no hiciste que uno de mis labradores ayudara a cargar?
—No quisieron —contestó Solem—. Estaban cultivando las patatas.
—¿Cómo que no quisieron?
—Einar dijo que no.
—¿Qué se han creído? ¡Qué anden con cuidado, si no quieren que les expulse de las tierras!
Entonces se despertó en el abogado el hombre de leyes, y preguntó:
—¿Es que no han comprado las tierras?
—Sí —contestó Paal—. Pero todavía vivo yo aquí, en la finca. Eso aún significa algo. ¡Je, je, je! Todavía tengo yo algo que decir aquí, en Reisa. ¡Je, je, je!
Luego se puso serio y se volvió a Solem, breve y autoritario:
—La próxima vez, me lo dices.
Se marchó al bosque.
—El bueno de Paal empieza a estar bebido —dijo el abogado.
Nadie contestó.
—¡No iría así un hotelero en Suiza! —volvió a decir el abogado.
La señora Brede contestó quedamente.
—Es una lástima. Antes, nunca bebía.
El abogado volvió a decir, indulgente:
—Hablaré con él en serio, de veras.
En una época, Paal se mantuvo sobrio desde la mañana hasta la noche. El gran comerciante Brede llegó. Se izó la bandera, se armó mucho ruido, los pies de Josefina hacían «brr» debajo de su falda. Cargadores acompañaban al gran comerciante, su mujer y las niñas ya habían acudido a su encuentro en el camino, y la gente de la casa salió a recibirle.
«¡Buenos días!», nos saludó a los huéspedes haciendo profunda reverencia con el sombrero, y nos conquistó a todos.
Era de elevada estatura, amable, grueso, alegre, con esa alegría que proporciona una fortuna. En seguida se hizo nuestro gran amigo.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar papá? —le preguntaron las nenas, y se colgaron de él.
—Tres días.
—¿Nada más? —exclamó su mujer.
—¡Nada más! —contestó él riendo—. Eso no es poco, querida mía; tres días son mucho tiempo para mí.
—Pero no para mí ni para las niñas —replicó ella.
—Bueno, tres días completos —repitió—. Créeme. He sido muy activo, para, en cierto modo, poder ser pasivo. ¡Ja, ja, ja!
Todos entraron. El comerciante ya había estado aquí otras veces y conocía el camino del pabellón de su mujer. Inmediatamente, se hizo servir agua de Seltz.
Anochecido, cuando las niñas se habían ido a dormir, el comerciante y su mujer se reunieron con nosotros en la habitación de la chimenea. Traía whisky para nosotros, los señores, e hizo servir agua de Seltz. Para las señoras tenía vino. Se organizó una fiestecita. El comerciante la conducía amenamente, con gran maestría; todos estábamos satisfechos. Aquel hombre rechoncho permanecía quieto y tranquilo mientras la señorita Palm interpretaba al piano canciones populares. De pronto se levantó, salió fuera y arrió la bandera. «Se deben arriar las banderas cuando se pone el sol», dijo. Fue también un par de veces a ver si las niñas dormían. Se veía que quería mucho a sus niñas, él, propietario de fábricas, propietario de un sanatorio y propietario de muchas cosas, pero que parecía enorgullecerse más de sus hijitas.
Uno de los Bergen chocó un vaso y tomó la palabra. Hasta ahora, los de Bergen habían permanecido muy callados, pronunciando las «erres» con mucha discreción; pero aquella era una ocasión, para hacer discursos, que no podía desperdiciarme. ¿No había llegado hasta ellos un hombre que venía de un mundo dónde se lucha y se vive /raía consigo vino, alegría y fiestas…? Cosas raras aquí arriba, en este mundo azul de rocas… Etcétera, etcétera…
El comerciante nos contó cosas de Islandia, un país neutral que ni el abogado ni el adjunto conocían y sobre el cual no podían reñir. Uno de los daneses había estado allí y no hizo más que confirmar las impresiones del hombre de negocios.
Por lo demás contó una serie de cosas graciosas.
—Un criado mío, todavía mozo, un día en que yo estaba furioso, me dijo:
—«¡Ya sabes jurar en islandés estupendamente! ¡Ja, ja, ja!», me decía. «¡Ya sabes jurar en islandés estupendamente!», repitió.
Todos rieron, y su mujer preguntó:
—¿Y tú qué le dijiste?
—¿Que qué dije yo? Estaba desarmado. ¡Ja, ja, ja!
Volvió a tomar la palabra otro de Bergen: «Aquí tenemos a la familia del hombre de la vida y del mundo, a nuestra incomparable señora Brede, que prodiga amabilidades en torno suyo, y las nenas, mariposas juguetonas…» y después de unos minutos, gritó: «¡Un viva bien fuerte!».
Dicho lo cual, sentóse al piano y tocó con energía un himno oportuno.
El negociante brindó por su mujer. «¡Pues bien…!», se limitó a decir.
La señora Molie estaba sentada en un rincón y hablaba, cada vez más alto, con el danés que había llegado de la otra vertiente de Torezinnen; parecía que estaba hablando alto a propósito. Al negociante le llamó la atención, y rogó que le informase de los automóviles del valle vecino, de cuántos había y si corrían mucho; el danés lo explicó todo.
—¡Pero mire usted que llegar hasta aquí atravesando la montaña! —dijo la señora Molie—. Eso aún no lo había hecho nadie.
Respondiendo a la pregunta del negociante, el danés también relató el arriesgado viaje.
—Creo que allá arriba, en los picachos, hay un pico azul —dijo la señora Molie—. ¿Allí es adónde quiere usted ir ahora? ¿En dónde se detendrá usted?
Sí, el danés tenía muchas ganas de escalar el pico, pero también opinaba que sería imposible hacerlo.
—Ya habría conquistado el pico hace tiempo si usted, señorita Torsen, no me lo hubiera prohibido —dijo el abogado.
—Seguramente no lo hubiera usted conseguido —contestó la señora Molie, indiferente.
Esa era, por lo visto, su venganza. Se volvió otra vez al danés, como si todo lo esperase de él.
—Les voy a prohibir, a todos en general, que piensen en el pico —exclamó la señorita Torsen—. Está pelado como un mástil.
—¿Y si yo lo intentara, Gerda? —preguntó el negociante, mirando sonriente a su mujer—. Soy en realidad un viejo marino.
—¿Tú? —le replicó ella sonriendo.
—Subí esta primavera hasta la punta del mástil de un gran velero.
—¿En dónde?
—En una viaje a Islandia.
—¿Pero por qué?
—Aparte de eso, no sé, no comprendo las ascensiones a los picos —dijo el negociante.
—No, pero ¿cómo? ¿Cómo fue que subiste a la punta del mástil? —repitió la señora Brede nerviosa.
El negociante se rio.
La verdad es que el sexo femenino es de los sexos más curiosos que existen en el mundo.
—¿Pero cómo pudiste hacer tal cosa? ¿Y las niñas, y yo, si…?
No dijo nada más. Su marido se puso serio y le cogió la mano:
—Hacía un tiempo horrible, querida; las velas se abatían, nos iba la vida en ello. Pero es una tontería que haya hablado de esto. Bueno, ahora despidámonos por esta noche.
El negociante y su mujer se levantaron.
El primer bergenés[27] volvió a tomar la palabra.
El negociante se quedó tres días con nosotros; después, otra vez estuvo dispuesto para el viaje. Todo el tiempo permaneció invariablemente satisfecho y contento. Por las noches le llevaban un sifón, nada más, y a la hora de dormir, él y las niñas hacían un ruido enorme. Pero por la noche salían de su casa unos ronquidos terribles. Las niñas solían antes venir mucho conmigo, pero yo ya no existía para ellas, que no se apartaban de su padre. Les hizo un columpio entre las dos aleas que había en la pradera, y rodeó las ramas de trapos gruesos, para que el rocío no las estropease.
También tuvo una conversación con Paal. Corría el rumor de que el negociante iba a retirar su dinero de Torezinnen. Paal iba ahora con la cabeza algo inclinada. Sin embargo, lo que pareció ofenderle más fue que el negociante había ido también a visitar a los lugareños, para ver cómo les iba. ¿Qué ha ido a verlos? ¡Pues podía quedarse allí!
El negociante estuvo bromeando hasta el último momento. Es posible que se le hiciera un poco difícil marcharse a él también, pero tenía que contentarse por los demás. Su mujer le tenía cogido un brazo con los dos suyos y las dos niñas se le colgaron del otro brazo. Así estaba la familia.
—¡Si no puedo ni saludar! —decía el negociante—. ¡Si no puedo decir adiós!
Las niñas rieron y dijeron que no, que no le soltarían el brazo y «¡Mamá, no sueltes tú tampoco el tuyo!».
—¡Callaos! —dijo el padre—. Me voy a Escocia por poco tiempo, ¿entendéis? Y cuando bajéis de la montaña, ya estaré también de vuelta.
—¿Escocia? ¿Y qué tienes tú que hacer en Escocia? —preguntaron las niñas.
El negociante se volvió, dirigiéndose a nosotros:
—Oíd a estas mujeres, nada más que por curiosidad.
Pero ninguno de los suyos se rio.
El negociante siguió diciéndonos:
—Por cierto, que el otro día le conté yo a mi mujer la historia de un hombre curioso: Se mató sólo por averiguar lo que ocurre después de muerto. ¡Ja, ja, ja! Creo que este es el colmo de la curiosidad, ¿no? ¡Matarse sólo por averiguar lo que pasa después de la muerte!
Tampoco aquello hizo reír a los suyos.
Su mujer permaneció quieta, e inmóvil su cabeza tan bella.
—Bueno, ahora márchate —le dijo ella, lacónica.
Acudió el criado del negociante con el equipaje.
El negociante salió de la finca, acompañado de la mujer y de las hijas, campo adentro.
No sé… aquel hombre, con su buen humor y su amabilidad, y su fortuna, y todo, cariñoso con los niños, todo para su mujer…
Pero ¿era él también todo para su mujer?
La primera velada la dedicó a una fiesta y las noches las pasaba roncando. Así pasaron tres días…