La verdad es que aquí, entre los hombres, cada vez estoy más aburrido; no veo nada que no haya visto antes. De modo que me rebajo a observar la creciente pasión de Solem por la señorita Torsen. Pero también esto es conocido y aburrido.
Con tantas atenciones como las damas le han prestado, a Solem, le ha atacado el delirio de grandeza. Con el sueldo se ha comprado trajes y una cadena de reloj dorada, y los domingos lleva un jersey blanco de «sport»; a pesar de que hace mucho calor. Al cuello lleva anudado un rico pañuelo de seda, como los marineros, que le cae sobre el pecho. Nadie es tan ágil como él, eso lo sabe muy bien; canta cuando pasa por el patio y para él nadie es demasiado bueno. Josefina le ha prohibido que cante; pero Solem es tan imprescindible en la quinta, que ya no obedece a nadie. En muchas cosas hace su propia voluntad, y a veces, hasta el mismo Paal bebe una copa con él.
La señorita Torsen parece que ya se ha tranquilizado. Está muy unida al abogado, se sienta con él y se hace explicar cada ángulo que hace en el plano. Tiene la señorita Torsen mucha razón en creer que el abogado es el hombre para ella, valiente, deportivo, rico, un poco tonto, muy sano.
La señora Molie no estaba al principio conforme con que la pareja estuviera tanto tiempo sentada en la habitación de la chimenea; constantemente entraba en la habitación, haciendo como que estaba ocupada en algo; pero ¿y qué iba a hacer la señora Molie con su dentadura azulada de hielo?
Por fin terminó el abogado el plano y pudo entregarlo. Empezó a hablar de nuevo, como ya había hablado antes varias veces, de cierto picacho de las Torezinnen, que no había escalado nadie y que estaba allí esperándole a él. La señorita Torsen se había manifestado resueltamente en contra del plan, y ahora, que era más amiga del abogado, le rogó por favor que desistiera de tan loca aventura. Y él prometió, sonriendo, ser obediente. ¡Estaban tan cariñosamente de acuerdo!
Pero el abogado todavía tenía el picacho azul metido en la cabeza, se lo mostraba a la señorita desde el jardín, rechinando los dientes y sus ojos volvían a humedecerse.
—¡Dios mío! ¡Si me caigo con sólo mirarlo! —exclamó ella.
El abogado, entonces, la sostuvo con su brazo. Aquel espectáculo enfureció a Solem, que constantemente observaba a la pareja. Un día, cuando salíamos a almorzar, se dirigió directamente a la señorita Torsen y dijo:
—Conozco otro camino. ¿Quiere usted que se lo enseñe esta noche?
Hubo una confusión, la señorita se azoró un poco; luego contestó:
—¿Un camino? ¡No, gracias!
Se volvió al abogado y dijo, al tiempo que se marchaba:
—¿Ha visto usted cosa igual?
—¿Qué le pasa? —dijo el abogado.
Solem se alejó rechinando los dientes, riendo. Al anochecer, Solem repitió la escena; se acercó a la señorita Torsen y le dijo:
—¿Qué dice usted del camino? ¿Quiere que vayamos ahora?
Cuando la señorita le vio acercarse, se volvió rápidamente, dispuesta a alejarse. Pero Solem no temía nada y la siguió.
—Te voy a decir una cosa —dijo deteniéndose—; si te vuelves a descarar conmigo, te echarán de aquí…
Pero no era cosa fácil echar a Solem. Él era guía y cargador para los forasteros; además, era el único trabajador fijo de la finca. Ahora venía la cosecha y él tenía que cuidar de los jornaleros. No, a Solem no se le podía echar. Además, las otras damas le defenderían; la poderosa señora Brede podría salvarle con una palabra. Tenía la pensión Torezinnen en el bolsillo.
De modo que no fue despedido. Solem se reprimió desde entonces y estuvo más amable. Pero seguramente seguía tan torturado como antes. Una vez, al mediodía, estando solo en el cobertizo, se hizo una señal en la uña del dedo pulgar con el hacha.
—¿Qué haces? —le pregunté yo.
—Nada, me estoy haciendo una señal —contestó, y rio torciendo la boca—. Cuando desaparezca, entonces…
Se calló.
—¿Entonces, qué?
—Nada; entonces, seguramente, ya no estaré aquí —dijo.
Como yo tenía la impresión de que era otra cosa lo que él había querido decir, traté de averiguar algo más.
—A ver, déjame ver tu dedo. La herida no es honda, de modo que, por lo visto, no te va a durar mucho tiempo.
Él murmuró:
—Una uña tarda mucho en crecer.
Se fue silbando. Me puse a cortar leña.
Poco después, vi a Solem con una gallina debajo del brazo, que venía atravesando el patio.
Pasó por la ventana de la cocina y gritó:
—¿Cojo uno de estos pollos?
—Sí —le gritaron desde dentro.
Solem vino al cobertizo y me pidió el hacha para cortar la cabeza a varios pollos. Sí; en esto se podía ver, él tenía que hacer todo, era el brazo derecho de la casa, el imprescindible.
Sujetó el pollo contra el bloque de madera y se preparó; pero la cosa no era tan fácil; el pollo retorcía la cabeza hacia arriba, como una serpiente, y no quería dejarla quieta. Por fin cesó de gritar.
—Siento cómo le late fuertemente el corazón —dice Solem.
De pronto vio la ocasión, y dio el golpe. Allí quedó la cabeza. Solem todavía tenía el cuerpo, que temblaba, en su mano. La cosa fue tan rápida, que para mí los dos trozos eran todavía uno; yo no alcancé a darme cuenta de una separación tan inverosímil y loca. Duró uno o dos segundos; después ya fue cuando mis ojos vieron lo ocurrido. El horror en la cara de aquella cabeza suelta era visible, parecía que aún no creía lo ocurrido, se levantó un poco para demostrar que no había pasado nada. Solem soltó el pollo, que se quedó un momento quieto, pero en seguida volvió a sacudir las patas, se irguió y revoloteó. El cuerpo sin cabeza se balanceaba tocando con un ala la pared, esparciendo sangre alrededor, hasta que se quedó por fin inerte.
—Lo he soltado muy pronto —dijo Solem, y salió a buscar otro pollo.