La señorita Torsen ya no habla de marcharse. En realidad, a pesar de quedarse, no parecía estar muy alegre; la señorita Torsen estaba demasiado inquieta para contentarse con nada.
Naturalmente, la noche aquella que salió con Solem, se acatarró, y al otro día hubo de guardar cama con dolores de cabeza; pero cuando se levantó no le dolía nada.
¿Nada? ¿Por qué tenía la señorita Torsen una mancha tan azul debajo de la barbilla, como de un pellizco?
Ya no miraba adonde estaba Solem, le ignoraba por completo. ¿Habría habido lucha en el bosque de la cual saliera ella con aquella mancha azul, y desde entonces estaban enemistados? Por lo visto ella sólo deseaba sensación de victoria; pero Solem no lo había entendido así y se había vuelto loco. ¿Era así?
Sí, a Solem le habían engañado. Era franco y poco inteligente; decía cosas como: «Esta señorita Torsen sí, esta es una… ¡Apostaría que es tan fuerte como un mozo!». Y entonces se reía, pero se reía amargamente. La perseguía con la mirada Por donde fuera y para llamar la atención, pero queriendo aparecer indiferente, se desataba con una canción sobre la vida de un peón caminero, cuando ella estaba cerca. Podía haberse ahorrado todas aquellas bufonadas. La señorita Torsen permanecía sorda a su canción.
Resultaba que, por lo visto, se quedaba con nosotros sólo por terquedad. Nosotros no le ofrecíamos más diversiones que antes; pero ella empezó a entretenerse con el abogado y se sentaba a su mesa, en la habitación de la chimenea, mientras él trabajaba en el plano de la casa. Es que en las pensiones montañesas reina una ociosidad muy perversa.
Sí, así pasan los días, ya no ofrecen nada nuevo para mí y empiezo a cansarme de ellos. De cuando en cuando llega un forastero que quiere pasar las montañas; pero ya no es como antes, me dicen; antes, los huéspedes acudían en manadas. Y no mejorará nada mientras no consigamos tener también carreteras y automóviles.
No es que me importara haberlo dicho antes, pero el valle vecino se llama Valle Grande, y el nuestro sólo se llama Reisa, que, como nuestro río y toda la región Reisa, no pasa de secundaria. Todas las ventajas las tienen allí, en el Valle Grande, pues hasta el nombre es fantástico. Pero Paal, nuestro huésped, llama al valle vecino Valle Pequeño, porque allí vive gente tan desagradable como avariciosa, dice Paal.
¡Pobre Paal! Regresó de su viaje al pueblo tan desesperanzado como había ido y por añadidura vino borracho como una cuba. Se quedó tumbado en su cuarto más de veinticuatro horas. Cuando por fin salió, se daba postín y hacía como si hubiera conseguido grandes cosas en el viaje ¡Y resultaría algo de los automóviles, él no tenía miedo! Pero por la tarde, cuando hubo vuelto a beber, su charla cambió de disco. Aquellas pobres almas de allá abajo, del lugar, no tenían sentido para nada y no querían hablar de ninguna carretera que condujera a la quinta. Él era el único que tenía la cabeza en su sitio. ¿No sería la carretera una bendición para toda la comarca? Porque entonces llegarían las caravanas y dejarían llover el dinero sobre todo el valle. Aquella gente no lo entendía así.
—Pero, tarde o temprano, tendrá que hacerse aquí una carretera —dijo el abogado.
—¡Pues claro! —contestó Paal resueltamente.
Después se fue a su cuarto y se volvió a tumbar.
Una tarde, llegó otro grupo de forasteros. Habían cargado ellos mismos con todo el equipaje, a pesar del calor. Ahora querían que les ayudaran a llevarlo. Solem se preparó en seguida, mas era imposible que él solo cargase con todos los baúles y líos, y Paal estaba tumbado en su cuarto. Por la noche volví a verle salir al bosque. Allí estuvo hablando alto y gesticulando con los brazos, como hablando a una asamblea.
Aquí estaban, pues, los forasteros. La mujer y Josefina salieron y en seguida mandaron a Solem en busca de Einar, el lugareño más cercano, para que ayudase a llevar la carga. Entretanto, los viajeros se impacientaban y consultaban constantemente sus relojes; si no atravesaban el monte Tore a tiempo, tendrían que pasar la noche al aire libre. Uno de ellos aseguraba a los demás que estaban tardando a propósito para que se quedasen a dormir allí; murmuraron entre ellos y por fin preguntaron:
—Bueno, ¿pero dónde está el dueño de la quinta?
—Está enfermo —contestó Josefina.
Solem regresó diciendo:
—Einar dice que no tiene tiempo, está trabajando en las patatas.
Pausa.
Entonces dijo Josefina:
—La verdad es que yo tenía que ir al otro lado del monte, ¡esperadme un poco!
Se alejó un momento y vino en seguida, cargó sacos y baúles sobre su menguada espalda y salió andando. Los otros la siguieron.
Yo seguí a Josefina y le quité la carga. Pero no le permití regresar; la pequeña excursión fuera del hotel le sentaría muy bien. Por el camino fuimos juntos y no paramos de charlar. En el fondo, a ella no le iba tan mal; había ahorrado bastante dinero.
Cuando llegamos a la llanura alta, Josefina se quiso marchar. Le parecía demasiado inútil ir caminando a mi lado, sin hacer nada.
—¿No tenía usted algo que hacer al otro lado de la montaña? —le pregunté yo.
Y fue lo bastante lista para mentir. ¡Como si la hija de la vieja pensión hubiese ido a Torezinnen nada más que para cargar el equipaje de los huéspedes! Y su respuesta fue:
—Sí, pero no corre prisa. Tengo que visitar a una persona, mas puede esperar hasta el invierno.
Estuvimos discutiendo de un lado para otro y yo me exalté tanto, que quería tirar el equipaje por la montaña abajo, ¡entonces iba a ver ella! «Pues lo recojo y lo llevo yo misma. ¡Entonces verá usted!», contestó Josefina.
Nuestros acompañantes nos alcanzaron. Antes de darme yo cuenta, uno de los forasteros me cogió la carga, se quitó la gorra y gesticulando desmedidamente declinó su nombre y el de sus compañeros. Que les perdonase, que les disculpase, que era una vergüenza que se hubieran descuidado…
¡Si hubiera sabido que yo podía haber cargado con él, además de cargar con los bultos…! A mí no me faltan fuerzas; pero en cambio llevo encima, día y noche, al mono de todas las enfermedades, que es pesado como el plomo. Bueno, otros se quejan del peso de la estupidez, y eso no es mejor. Cada uno tiene lo suyo…
Entonces, Josefina y yo regresamos.
Sí, ahora se me trata con suma amabilidad; se conoce que es por mi edad. La gente tolera que les moleste, que tenga rarezas, tornillos flojos, todo me lo perdonan desde que me he puesto tan gris. Tú dirás que me honran por mi trabajo literario, en el que me ocupo hace tantos años; pero, si así fuera, debieran de haberme hecho objeto de tantas atenciones entonces, en mis años juveniles, cuando yo lo merecía, no ahora que, en todo caso, no las merezco tanto. De nadie —de absolutamente nadie— se puede esperar que escriba tan bien como antes, después de los cincuenta años. Sólo los majaderos o los interesados son capaces de hablar de un mejoramiento a esa edad.
Ocurre que yo, efectivamente, he hecho una obra literaria original, mejor que lo corriente. Pero eso, en realidad, no es mérito mío, porque ya nací con esta aptitud. Ni más ni menos.
Esto lo he contrastado yo mismo y sé positivamente que es cierto. Me he dicho: suponte que esto lo hubiera dicho otra persona. Pues bien; en realidad, otros también lo dijeron, sin que a mí me haya importado nunca nada. Estoy, pues, seguro de ello. En cambio, la manera como yo he vivido, me ha procurado un contenido muy importante, y por este contenido sí que puedo pedir que me respeten, porque yo mismo lo he ganado. Es una falacia si me tildan de hombre insignificante. Pero aun esa falsedad es soportable, cuando se tiene contenido.
Tú podrás oponerme a Carlyle —¡oh, qué mal se trata a los escritores!—: «Considering what bookwriters do in the world and what the world does with bookwriters, I should say, it is the most anomalous thing the world at present has to show»[26] Me podrás citar muchos más, que asegurarán que ahora se me hace mucho caso, tanto por mi literatura como por mis aptitudes natas y mis afanes para disfrutar de estas aptitudes. Y sostengo una cosa cierta: que toda esta maravilla se la tengo que agradecer a la desventaja de que ahora estoy entrando en una edad honorable.
Creo que esto está muy mal; con estas ideas no es difícil detener a los jóvenes detrás de los viejos desvergonzadamente, y menospreciando el talento. No se debe honrar a la vejez, por sí misma, pues no hace más que detener e impedir el paso de la Humanidad; los pueblos salvajes desprecian la vejez y se libran de ella y de su reacción. Antes, sí que merecía yo todo ese incienso y le daba mucho valor; ahora soy superior en más de un sentido y puedo muy bien pasarme sin él.
Pero resulta que ahora gozo de consideración. Cuando entro en una casa, todos permanecen respetuosamente silenciosos. «¡Qué viejo está!», piensan los presentes. Y se callan para que yo hable sesudamente.
¡Qué estupidez más curiosa! Que el ruido suba a la altura de una casa cuando yo entre y que me digan: «Bien venido seas, viejo muchacho y camarada, y no nos vengas aquí a decir cosas sesudas, eso lo has debido hacer antes, cuando tenías más perspectivas para ello. Siéntate, viejo, y haznos compañía. Pero no nos apesadumbres con tu vejez; ya has vivido tu tiempo; ahora nosotros vivimos el nuestro…».
Fíjate, esta es la verdad.
Los campesinos todavía conservan el buen instinto. Las madres evitan que sus hijas hagan trabajos rudos y tontos; lo mismo hacen los padres con los hijos. La verdadera madre deja coser a la hija, mientras ella trabaja en la cuadra. Y la hija hace lo mismo con su hija. Esto es el instinto.