Capítulo XIII

En la mesa se habló de Solem. No sé quién empezó la conversación, pero una de las damas dijo que era muy guapo y todas asintieron y dijeron: «Es un buen mozo».

—¿Qué significa ser buen mozo? —pregunta el adjunto Hoy, levantando la vista del plato.

Nadie contestó.

Entonces el adjunto sonríe diciendo:

—Hombre, tendré que observar a Solem en la primera oportunidad; en realidad, nunca me había fijado en él.

El adjunto Hoy podrá mirar a Solem cuanto quiera; ni él crecerá ni el otro disminuirá por eso. Pero el adjunto estaba irritado, esa era la verdad. Cuando una dama dice que un hombre es guapo, el efecto es contagioso; a las otras damas se les despierta la curiosidad, y afinan el pico: «¡Ah! ¿De veras?». Y después de pocos días todo el grupo es de la misma opinión: «¡Ya lo creo que es un buen mozo!».

¡Tanto peor para los adjuntos, que no comparten la opinión de las damas!

¡Pobre adjunto Hoy! Hasta la señora Molie asentía con la cabeza cuando se hablaba de Solem Francamente dicho, no debía entender mucho del asunto, pero no quería ser menos que las demás. «Hasta la señora Molie asiente», dijo el adjunto, y volvió a sonreír. ¡Oh, estaba de veras irritado! Entonces la señora Molie se puso muy colorada.

A la comida siguiente, el adjunto no pudo contenerse más, y dijo:

—Señoras mías; mis ojos ya han visto al señor Solem.

—¿Y…?

—Un sinvergüenza.

—¡Oh! No. ¡Quite usted de ahí!

—Pero tienen que reconocer ustedes que su cara es algo fresca. Sin barba. Barbilla azul, barbilla de caballo…

—Eso no importa —dice la señora Molie.

«¡Hay que ver! —pienso yo—. Esta señora Molie no pertenece, ni mucho menos, a la vieja escuela. Seguramente llevaba en su tiempo una almohadilla muy mona sobre el pecho, para no parecer tan inclinada hacia delante; además come y duerme muy bien, se ha repuesto mucho en este sanatorio. Sí, la señora Molie todavía tiene chispa».

Esto se confirmó unos días después. ¡Pobre adjunto! Porque había llegado a la quinta un abogado muy dicharachero y con ínfulas[25] de conquistador, que hablaba más con la señora Molie que con nadie. ¿Se había interpuesto algo entre ella y el adjunto? Él no tenía nada de particular, pero tampoco lo tenía ella.

Efectivamente, el abogado era un joven deportista y sin muchos escrúpulos, muy experto en el trato social; había estado también en Suiza, y allí estudió las características del voto popular. Antes había trabajado durante algunos años en la oficina de un arquitecto, según decía; pero después se pasó a la abogacía, que asimismo le condujo a las cuestiones sociales. Por lo visto, era un hombre rico que se sacrificaba, puesto que cambiaba con frecuencia de carrera y hacía muchos viajes. «¡Suiza!», decía, y sus ojos se llenaban de lágrimas. Ninguno de nosotros comprendía tal éxtasis.

—Sí, debe de ser un país muy curioso —decía entonces la señora Molie.

El adjunto parecía que iba a estallar, pues no conseguía dominarse.

—Hablando de Solem —decía de pronto—, en estos últimos días he cambiado de opinión en lo que a él se refiere. Es diez veces mejor que muchos de nosotros.

—¡Hay que ver!

—Sí, lo es. Y además, no imagina ser más de lo que es. Y lo que es, lo es completamente. Yo vi cómo mató a la desgraciada ovejita.

—¿Y usted estaba delante, mirando?

—Llegué en aquel momento. Ocurrió antes de poder contar hasta tres. Y luego le vi partiendo leña. El mozo conoce el trabajo. Y comprendo muy bien que las damas encuentren algo en él.

El bueno del adjunto vomitaba hiel.

Terminó diciendo que las mujeres de marinos que están en la China deben ser fieles a sus maridos.

—Cállese usted, para que el abogado nos cuente algo de Suiza —dijo la señora Molie.

¡Qué bruja! Parecía querer arrojar a su prójimo, el adjunto, aquella misma noche, más allá del picacho más alto de Torezinnen.

Entonces intervino la señora Brede. Seguramente adivinaba las torturas del pobre adjunto y quería ayudarle. ¿No acababa el señor adjunto de hablar bien de Solem? ¿Y no era Solem el mozo por el cual ella había arrancado una noche la cortina de su cuarto? Todo tiene su conexión.

—Suiza —dijo la señora Brede con su habitual blandura, y se puso colorada, riendo un poco—; no sé nada de Suiza, pero una vez me mandaron unas telas de allí, y eran las peores que he visto en mi vida.

El abogado limitóse a sonreír. La maestra Johnsen habló entonces de lo que había aprendido: de las fábricas de relojes, de los Alpes y de Calvino…

—Sí; pero estas son las únicas tres cosas desde hace mil años —dijo el adjunto, pálido de ira.

—¡No, hombre! ¡Usted está loco, adjunto! —exclamó riendo la maestra Palm.

El abogado se atrajo la admiración general hablando de Suiza, del país admirable, modelo para todos los pequeños Estados del mundo. Aquel orden social, aquel voto popular, aquel tacto para sacar partido de las maravillas del país; allí había hoteles, allí se entendía el arte de tratar a los turistas. ¡Colosal!

—Sí, y el queso suizo —dijo el adjunto—. ¡Huele a dedos de pies de turistas!

Silencio general. El adjunto no se detiene hoy ante nada.

—Bueno, bueno; ¿y qué dices del Gammelost noruego? —opinó una voz danesa, con gran habilidad.

—Sí, también es una porquería asquerosa —contestó el adjunto—. Algo bueno para el maestro Staur, cuando está sentado en su pupitre.

Risas.

Pero con esto ya se habían equilibrado algo las cosas, y el abogado podía continuar hablando sin peligro.

—Ojalá supiéramos hacer nosotros quesos como el suizo —dijo—. No seríamos tan pobres. En general, yo he sacado en consecuencia de mis pequeñas observaciones por todo el país, que nos han adelantado en todos los sentidos. De todo podemos aprender: de su ahorro, de su aplicación, del trabajo nocturno, de la industria casera.

—Etcétera, etcétera —interrumpió el adjunto Hoy—. Pequeñeces, naderías, lo negativo. Un país que existe por la benevolencia de sus vecinos, no debe ofrecerse como ejemplo a los demás países de la Tierra. Tenemos que tratar de elevarnos sobre estos pensamientos tan miserables, que sólo nos hacen lamentables. Los grandes países y las grandes cosas deben ser nuestros modelos. Porque todo crece, hasta lo más pequeño, a no ser que haya nacido para una existencia liliputiense. Claro está que un niño puede aprender de otro niño; pero el modelo es el adulto. El niño tiene que hacerse adulto algún día; pero ¿qué ocurriría si siempre tuviera por modelo a un niño eterno, a un pigmeo de nacimiento? Eso es lo que vosotros, que tanto charláis de Suiza, queréis. ¿Por qué razón hemos de aprender nosotros del país más pequeño y más lamentable? El nuestro ya es, tal como está, bastante pequeño. Suiza es el jornalero de Europa. ¿Acaso se oye alguna vez que los jóvenes países sudamericanos, del tamaño de Escandinavia, pretendan equipararse a Suiza? Precisamente, lo que está llevando adelante a Suecia es que no mira a Suiza, que no mira a Escandinavia, sino que mira hacia Alemania. Eso es un honor para Suecia. Pero ¿y nosotros? Nosotros no debemos contentarnos con ser un pueblo inmundo, aquí arriba, en nuestros Alpes, que en miles de años sólo ha producido negociaciones de paz, un espíritu de patinador y un Ibsen; nosotros poseemos grandeza para diez mil veces más cosas…

El abogado había levantado la mano hacía ya rato, dando a entender que quería contestar; por fin gritó:

—¡Una palabra tan sólo!

El adjunto calló.

—Una pregunta, solamente una sencilla pregunta —dijo, preparándose bien—. ¿Ha puesto usted los pies alguna vez en el país de que habla?

—¡Oh! ¡Sí! Ya lo creo que he estado allí.

¡Bueno! El abogado no obtuvo nada por su sencillísima pregunta. Y entonces se descubrió una cosa verdaderamente abominable en la señora Molie: había asistido a toda la discusión sabiendo que el adjunto había estado en Suiza, en un viaje pensionado, y que se había hecho la tonta. ¡Oh! ¡Qué lagarta! ¡Y había estado azuzando al abogado para que refiriera cosas de allí!

—Pues claro; el adjunto Hoy también ha estado en Suiza —dijo, para arreglarlo.

—En tal caso, el adjunto y yo hemos visto el país con distintos ojos, eso es todo —dijo el abogado, y quiso terminar.

—Ni siquiera poseen una sola leyenda —prosiguió el adjunto a quien era muy difícil callarse—. Allá están, generación tras generación, limando ruedas de reloj y conduciendo ingleses a los picachos; en cambio, es un país que carece de canciones populares y de leyendas. Y resulta ahora que nosotros debemos trabajar mucho para que Noruega se parezca a Suiza, ¿verdad?

—¿Y Guillermo Tell? —mencionó la señorita Johnsen, interrogativa.

Varias damas asintieron, y, naturalmente, la señorita Palm también.

—¿Entonces? —dijo la señora Molie, retirando la cabeza y mirando hacia la ventana—. La verdad es que pensaba de otra manera sobre Suiza, adjunto.

El tiro dio en el blanco. Quiso contestarle, quiso aplastarla; pero lo pensó mejor y calló.

—¿No se acuerda usted? —insistió ella, excitándole más.

—No —contestó él—. Me ha debido usted comprender mal, distinguida señora; y me sorprende, pues a mí se me entiende bastante bien; estoy acostumbrado a hablar hasta delante de los niños.

Aquello también dio en el blanco. La señora Molie no prosiguió, sonrió suavemente.

—Lo único que yo puedo decir —volvió a repetir el abogado— es que mi opinión es completamente opuesta a la suya. Creía —continuó—, creía que se trataba de un asunto del cual yo estaba enterado, pero…

La señora Molie se levantó y salió con la cabeza baja, como si estuviera a punto de llorar. El adjunto permaneció sentado un rato, luego la siguió; pero se fue silbando y alegre, como si nada le ocurriese.

—¿Y usted qué opina? —preguntó la señora Brede al más viejo de la reunión, que era yo.

Yo respondí como debe responder un hombre de peso:

—Probablemente se ha incurrido en exageración por ambas partes.

Todos convinieron en ello. Pero ¡qué diablo!, yo opinaba que el adjunto tenía razón. Uno tiene todavía opiniones juveniles, al comienzo de los setenta años.

El abogado concluyó con las siguientes palabras:

—En fin de cuentas, tenemos que agradecer a Suiza el que estemos viviendo aquí, en este cómodo hotel montañés. Nosotros imitamos el modelo suizo, traemos viajeros al país, ganamos dinero y pagamos las deudas. Pregunte usted al dueño si le convendría pasar por alto el ejemplo de Suiza.

Por la tarde, preguntó la señora Brede:

—¿Por qué trató usted tan mal hoy al adjunto, señora Molie?

—¿Yo? —contestó la señora Molie inocentemente—. No, yo no…

Por lo demás parecía que la señora Molie era efectivamente inocente, porque, a la mañana siguiente, se fueron el adjunto y ella muy contentos a la montaña y no regresaron hasta el mediodía. Si mediaron explicaciones, la señora Molie habría probablemente dicho a su ilustre amigo:

—Comprenderás que a mí no me importa nada el abogado, no seas tonto. Le dije unas cuantas cosas para facilitarle la ocasión de replicarle con éxito y derrotarle completamente; ¿no te das cuenta? No, si tú eres tontísimo y dulcísimo, y… ven aquí, déjate besar…