Capítulo XI

De cuando en cuando, llegaban y se iban viajeros. Solem los conducía al otro lado de la montaña y ellos se alejaban. ¿Pero dónde estaban aquel año los extranjeros? No se veía ninguno. Los autobuses de Bennett y de Cook, las manadas de «should make»… ¿Qué iba a ser de las cimas de las montañas noruegas?

Por fin llegaron dos pobres ingleses. No eran nada jóvenes, e iban sin afeitar y, en general, desaliñados. Serían dos ingenieros o algo así; pero eran tan mudos y descorteses como los más distinguidos e idiotas viajeros ingleses. «¡Guía! ¡Guía!», gritaban. «¿Usted ser guía? ¿Sí?». Eran igual que los que ya tenían costumbre de ver. Ambos viajaban estúpida y seriamente, persiguiendo las cimas de las montañas; tenían prisa, parecía que fuesen en busca del médico. Solem les acompañaba a la cima y les volvía a bajar por el otro lado; ellos le ofrecían una pieza de veinticinco ores. Solem alargaba la mano —según me contaba después—, creyendo que le iban a dar más, pero no ocurría nunca. Entonces protestaba: «¡Oh!». El joven Solem se había desmoralizado y estaba hecho un «fresco» con aquella vida de vagancia entre los turistas. «Más ores», decía. Pero no, ellos no querían dar más. Solem arrojaba la moneda al suelo y daba unas cuantas palmadas. Eso hacía su efecto y aparecía una corona. Pero cuando Solem cogía al Lord por los hombros y le sacudía un poco, recibía dos coronas. «¡El tío sinvergüenza!», decía Solem.

Por fin llegó una caravana. Lenguas mezcladas, ambos sexos, cazadores, pescadores, perros, alpinistas, cargadores. La casa se llenó de ruidos, se izó la bandera. Paal estaba agobiado con tanto trabajo y Josefina corría y acudía a cada señal. La señora Brede tuvo que ceder su casita a tres «Ladies», y a todos nosotros nos redujeron cuanto pudieron. Yo, por mi parte, pude quedarme con mi cama en consideración a mi edad; pero yo dije:

—No, de ningún modo, dadle mi cama a ese abogado inglés, o lo que sea; a mí no me importa, por una noche.

Y me salí fuera.

En un balneario pueden observarse muchas cosas durante el curso del día, si no se va a ciegas.

Y también se puede observar mucho durante la noche. ¿Qué será ese ruido en el establo de las cabras? ¿Por qué no dormirán los animales? La puerta está cerrada, ningún perro extraño ha entrado. ¿No ha entrado ningún perro extraño? «Los vicios se mueven en círculo, lo mismo que las virtudes —empiezo a pensar—; nada es nuevo, todo vuelve y se repite. Los romanos reinaron en el mundo, sí. ¡Oh! Eran romanos tan poderosos e invencibles, que se permitieron uno o dos vicios; se podían permitir muchas cosas; se procuraban placeres con adolescentes y con animales. Entonces, un día, comenzó a descender sobre ellos la recompensa; los hijos de sus hijos perdieron una batalla aquí y otra allá, y los hijos de estos ya sólo miraban atrás. El círculo estaba cerrado, nadie reinaba en el mundo tampoco, como los romanos». No se asustaron de mí los dos ingleses del establo, yo no era sino un nativo, un noruego, ante los poderosos viajeros; yo no tenía más que callar.

En cambio ellos pertenecían a la nación de trotadores del mundo, de conductores de carros y de vicios que el sano destino de Alemania matará algún día…

Toda la noche duró el ruido en la finca; muy temprano comenzaron a ladrar los perros de caza; la caravana se despertó, eran las seis. En toda la casa se abrían y cerraban puertas. Desayunaron en dos tandas, y, a pesar de que la gente de la casa se inclinaba profundamente y daba lo mejor que poseía, no quedaron todos satisfechos. «¡Si hubiésemos sabido antes que iban a venir ustedes!», decía Paal. Pero ellos murmuraban: «¡Esperad, que pronto habrá automóviles en otro sitio que sabemos!». Entonces dijo Paal, el campesino, el hombre de Torezinnen: «Sí, pero yo construiré más casas; ¿no ven ustedes allí todas esas maderas? Y además pienso poner teléfono…».

La caravana pagó más o menos su cuentecita y continuó el viaje; un labrador y Solem fueron con ellos llevando los baúles.

Entonces renació la tranquilidad entre nosotros.

También se marchó el maestro Staur. Se había entretenido coleccionando plantas alrededor de Torezinnen; en la mesa hablaba de sus plantas muy sabiamente, les daba nombres latinos, nos explicaba sus particularidades. ¡Oh! ¡Había aprendido tanto en la Normal! «Aquí tienen ustedes una Artemis cotula», decía.

La señora Torsen, que también se había asimilado mucha sabiduría, se acordaba del nombre y observó:

—Sí, es verdad; llévese usted mucho de eso.

—¿Por qué?

Porque son polvos insecticidas.

Eso no lo sabía el maestro Staur, se inició una pequeña discusión, y el adjunto Hoy tuvo que intervenir.

No, eso lo ignoraba el maestro Staur. Pero sabía clasificar las plantas y encontraba muy divertido aprenderse los nombres de memoria. Los chicos de los labradores del distrito no conocían esos nombres, ni esas clases, y él podía enseñárselos. Sería muy divertido.

¿Y el espíritu del bosque y del camino, era también su amigo? La planta se corta completamente este año y al año siguiente vuelve a crecer. ¿Le hacía este milagro piadoso y taciturno? ¿Y las piedras y el brezo, las raíces de los árboles, la hierba, el bosque, el viento, y el gran cielo sobre todo el mundo, eran todos estos también amigos suyos?

«Artemis cotula…».