Llegó un turista, el primer turista. Y el mismo dueño de la finca le acompañó a pasar la montaña; también fue Solem, para aprender el camino y acompañar a otros turistas. Gordo y pequeño, muy peludo era el forastero, un viejo acomodado, que había venido para cuidar su salud y sus últimos veinte años. La buena Josefina le condujo a la habitación de la chimenea, el piano y las bandejas perladas. Cuando salió, le dio unas monedas que Josefina tomó con sus dedos grises de jovencita. Al otro lado de la montaña, Solem recibió dos coronas por hacer de guía, lo cual era una buena propina. Todo marchaba bien, y hasta el dueño estaba satisfecho.
—Ahora empiezan a venir —decía—. ¿Cuándo volverán a dejarnos en paz? —añadía.
Al decir esto último, pensaba en los buenos días, libres de preocupaciones, de que habían disfrutado él y su casa hasta entonces; pero, dentro de unas semanas iba a inaugurarse una carretera para automóviles, y podía ocurrir que el tráfico de viajeros se trasladase allí. Su mujer y Josefina temían aquella perspectiva; pero el hombre era de otra opinión hasta el último momento; ellos tenían, de todos modos, sus huéspedes fijos, que volvían un año tras otro y que nunca irían a otra parte. Y, por lo demás, ya podían irse los automovilistas a donde quisieran, que en ninguna otra parte encontrarían un Torezinnen.
Tan seguro estaba el hombre de que no iba a perder, que ya tenía junto al granero un montón de troncos, preparados para construir más casas —otros seis cuartos para huéspedes—, una sala con cornamentas de reno, banquetas hechas de troncos y un baño. Pero ¿qué le pasaba hoy al hombre? ¿Se le había ocurrido una duda? «Si al menos nos dejaran en paz», decía.
Una semana después, llegó la señora Brede con las niñas. Le dieron un pequeño pabellón para ella sola, como en años anteriores. Por lo visto, la señora Brede era rica y distinguida, puesto que le daban vivienda para ella sola. Era una dama amable, y sus nenas eran criaturas altas y bonitas. Se inclinaron delante de mí, y no sé por qué, pero me pareció que al mismo tiempo recibía flores. Una sensación rara.
Pero luego llegaron la señorita Torsen y la señora Molie; las dos eran huéspedes estables, y luego llegó también el maestro Staur, que quería pasar una semana. Más tarde llegaron las maestras Johnsen y Palm y, más tarde aún, el adjunto Hoy y algunos otros, comerciantes, telefonistas, montañeses y uno o dos daneses. Éramos muchos en la mesa y sosteníamos conversación animada. Cuando se le ofrecía al maestro Staur más sopa, respondía: «No, muchas gracias, no apetezco más», y luego lanzaba su mirada en derredor a todos nosotros, como queriendo decir que así se debía hablar. Entre comida y cena formábamos peñas; unos iban hacia acá y otros hacia allá, por las montañas y por el bosque. Viajeros de paso había muy pocos o ninguno, y eran estos quienes, en realidad, hacían pingüe el negocio de la casa, con la estancia de una noche, una comida y un café. Josefina parecía estar preocupada últimamente, y sus jóvenes dedos denotaban ansiedad cuando contaban la plata.
Truchas flacas, estofado de cordero y conservas. Algunos huéspedes eran personas descontentadizas, que hablaban de marcharse. Otros elogiaban tanto la comida como las montañas. La maestra Torsen quería marcharse. Era bastante alta y guapa y llevaba un sombrero rojo sobre un pelo oscuro; pero aquí no había señores jóvenes y era muy aburrido ir tirando de tal manera las vacaciones. El comerciante Batt, que había estado en África y en América, era el único que valía la pena, porque ni los de Bergen contaban para gran cosa. «¿Dónde está la señorita Torsen?», nos preguntaba el comerciante Batt. «Aquí, voy en seguida», contestaba la señorita. No les gustaba mucho subir a la montaña, preferían ir al bosque, donde se tumbaban y hablaban largas horas. ¡Oh! Pero el comerciante Batt tampoco era nada extraordinario; era pequeño y picado de viruelas y sólo hablaba de dinero, ganancias. Por lo demás, a lo mejor sólo tenía un tenducho en la ciudad, un estanco y una frutería. Desde luego no era nada extraordinario, no.
Yo pasaba sentado, charlando con la señorita Torsen, varias horas, mientras llovía. Era una joven notable, generalmente orgullosa y callada; pero de cuando en cuando comunicativa, ardiente y también un poco atrevida. Estábamos sentados en la habitación de la chimenea, donde constantemente entraba y salía alguien; pero no por eso hablaba bajito, sino alto y claro; en su entusiasmo, a veces se enroscaba los dedos y se los volvía a desenroscar. Llevamos así sentados un buen rato, cuando entró el comerciante Batt, la escuchó un instante y dijo: «Voy a salir ahora, señorita Torsen. ¿Viene usted conmigo?». Ella le miró de arriba abajo, se volvió hacia mí y siguió hablando. Aquel gesto fue muy orgulloso y resuelto, pero bien trazado. Tenía veintisiete años, decía, y estaba muy cansada de la vida de maestra.
—¿Y por qué había empezado aquella vida?
—¡Oh! Por moda —contestó; las chicas de su vecindad también habían aprendido idiomas y gramática, era muy «chic»—. Queríamos hacernos independientes y ganar dinero. Sí, claro. Y hoy yo preferiría un hogar, aunque fuera más pequeño. Luego vino toda aquella labor, año tras año, en la escuela. Algunas de aquellas jóvenes eran ricas, pero nosotras, las pobres, no teníamos trajes tan bonitos ni tan lindas manos como ellas. Así ocurría que, por no estropear nuestras manos, evitábamos el trabajo doméstico. También nos interesaban mucho los condiscípulos de nuestra clase. Para nosotras eran señores; uno de ellos poseía un caballo de montar; no valía gran cosa el muchacho, pero era hijo de un millonario y extremadamente amable, nos daba dinero y a mí, además, me besaba muchas veces. Se llamaba Flatón y su padre era comerciante. Era tan amable y tan generoso que nosotros también queríamos serle agradables, yo hubiera hecho todo lo que me hubiera pedido, rezaba a Dios por él. Seguramente muchas pensaban como yo: «¿Soy distinguida? ¿Soy guapa?». Así pasaron los días. ¿Lavar y cocinar y zurcir? Eso quedaba a cargo de la madre y de las hermanas; nosotras, las estudiantes, sólo teníamos que estar sentadas y hacernos sabias y obtener manos seráficas. Estábamos locas, sí, lo confieso. En aquellos años teníamos una visión falsa de lo que íbamos a ser después; nos pusimos cloróticas y desequilibradas: unas veces nos dolíamos de nuestra suerte y otras estábamos histéricamente alegres / orgullosas de nuestro examen y de nuestra distinción. Éramos el orgullo de la familia. Y luego fuimos independientes, sí. Encontramos colocación en un mostrador, cuarenta coronas al mes. Porque ya no éramos nada raro, | las estudiantes no éramos ninguna rareza, éramos centenares; por eso nos daban cuarenta coronas, de las que treinta correspondían a nuestros padres, para nuestra manutención, y las diez restantes las reservábamos para los gastos menudos. Eso no era nada. Necesitábamos trajes bonitos en la oficina, además éramos jóvenes y nos gustaba salir; pero todo esto sobrepasaba nuestra fortuna, y contraíamos deudas, algunas se prometían con muchachos tan pobres como nosotras. Además, esa vida encerrada de colegio, durante nuestra edad de desarrollo, nos creó, en diversos sentidos, temperamentos enfermizos. Queríamos ser valientes y no retroceder ante ninguna experiencia; a algunas les fue verdaderamente mal; muchas se casaron y, en tales condiciones, resultaron un fracaso en el hogar; otras desaparecieron en América. Pero todas estarán seguramente aún muy orgullosas, y se pavonearán de sus conocimientos de idiomas y del examen. Es lo único que les queda; ni alegría, ni inocencia, ni salud, pero con título.
—¿Pero algunas de ellas se harían maestras, con buen sueldo?
—¿Con buen sueldo? Además, entonces fue cuando los estudios empezaron de verdad. Como si nuestros padres y hermanos no hubieran carecido bastante de muchas cosas por nuestra culpa. Otra vez vinieron largos días de atormentarse estudiando, y luego empezó la vida docente, para dar a otros la misma educación artificial que nosotras habíamos recibido. Sí, sí, habíamos comenzado una labor muy bonita, todos lo decían, era casi como si fuéramos misioneros. Pero ahora ya no quiero seguir trabajando en esta obra tan bella, si puedo librarme de ella. Prefiero hacer cualquier otra cosa, sea lo que sea.
El comerciante Batt abrió la puerta y dijo:
—¿Viene usted, señorita Torsen? Ya no llueve.
—No, hombre, ¡déjeme usted en paz! —contestó ella.
El comerciante se retiró.
—¿Por qué lo echa usted así? —pregunté yo.
—Porque… no hace buen tiempo afuera —contestó, mirando por la ventana—. Y, por lo demás, es tan tonto, ¡y tan sinvergüenza!
¡Qué segura estaba, y siempre creía tener razón!
¡Pobre señorita Torsen! Fuera como fuese, se decía en la pensión que la habían dejado cesante en la plaza de maestra, después de haber soportado durante mucho tiempo su manera excéntrica de enseñar.
Puede que fuera cierto.
Pero, a pesar de todo, lo que me había contado seguramente también era verdad.