En la gran quinta reinaba ya la vida de primavera: hombres y animales estaban despiertos en el establo; había durante todo el día incesante griterío y las ovejas pastaban fuera desde hacía tiempo. Estaba bastante apartado de la vecindad: uno o dos lugareños habían trabajado en un trozo de tierra en el bosque, y después lo habían comprado; por lo demás, todo lo que se veía pertenecía a la quinta. Se habían construido casas nuevas, por el aumento de viajeros que pasaban por la montaña. Desde las columnas de la puerta, cabezas de dragones miraban a Noruega amorosamente, y de la habitación, con chimenea, salía el son de un piano. ¿Te reconoces a ti mismo? Tú ya has estado aquí. La gente ha preguntado por ti.
«Buenos días», otra vez «buenos días»; un agradable cambio de la soledad a la compañía. Hablo con los jóvenes que ahora poseen la quinta, y con el viejo padre del hombre, y con su joven hermana Josefina. El viejo sale de la habitación y me mira. Es terriblemente viejo, quizá tenga noventa años, sus ojos están consumidos y son estúpidos, él mismo está convertido en una nada, y, cada vez utiliza sus dos manos para salir al sol, parece que volviera a salir del vientre maternal y se encontrase con un nuevo mundo delante. «Pero ¿has visto? Hay dos cosas en la quinta», piensa y las mira.
Y cuando la puerta del granero está abierta, la mira y piensa: «Pero ¿has visto? Eso parece una puerta. ¿Qué será? Es como una puerta…». Y se queda largo rato parado, mirando.
Pero Josefina, su hija procedente del último matrimonio, es joven y toca el piano para mí. Josefina, sí. Cuando corre por el patio, sus pies giran debajo de sus faldas, se convierten en un bosquecillo. Es muy amable con los forasteros, yo creo que nos descubrió desde lejos a Solem y a mí, cuando veníamos, y se sentó en seguida al piano. Tiene unas manos tan pobrecitas, tan grises, que confirman mi vieja observación de que la expresión de las manos tiene algo que ver con el sexo, denotan castidad, indiferencia, impulso o diversión. Es agradable ver a Josefina montada sobre las cabras mientras las ordeña. Este trabajo sólo lo hace por adorno, para gustar a los forasteros; generalmente, el trabajo de la casa no le deja tiempo para esas cosas. ¡Diablo! Claro que no, ella sirve la mesa y riega las flores y se entretiene charlando conmigo, de quien subió a Torezinnen el año pasado y el año antepasado.
Después paseo, refrescado y descansado; me quedo un rato contemplando a Solem, que está sacando el abono y luego me voy por el bosque a ver a los labradores lugareños. Tienen casas muy lindas, cada una con un establo para dos vacas y algunas ovejas. Niños medio desnudos, con juguetes, fabricados por ellos mismos, corretean; riña, risa y llanto. Los hombres de las dos casas se llevan abono en trineos, buscan su camino donde aún hay hielo y nieve y lo transportan muy bien. Yo no bajo a las casas; observo el trabajo desde mi altura. ¡Oh!, yo conozco muy bien la vida de trabajo y la amo.
No eran pedazos pequeños los que habían cultivado estos lugareños; parecían pequeñas quintas de verdad, y, además, su terreno se internaba un poco en el bosque. Cuando hayan cultivado todo el terreno, hasta la valla, podrán alimentar cada quinta lo menos cinco vacas y un caballo. ¡Buena suerte!
Los días pasan, las vidrieras se libran de la capa de hielo que las cubría, la nieve se derrite, en las pendientes soleadas reverdece el bosque y se llena de hojas. Persisto en mi antigua intención y ando por aquí y hago encenderse dentro de mí grandes hierros; pero hago el ridículo creyendo que este es un trabajo fácil. Porque, además, no estoy seguro de que haya todavía hierros dentro de mí; ni de que todavía los pueda forjar, en caso de tenerlos. Desde este invierno, la vida me ha hecho solitario y pequeño, doy vueltas por ahí y pienso que antes todo era diferente. Todo lo empiezo a ver ahora, ahora que he regresado al día y a los hombres. Antes era un hombre diferente. La ola tiene su penacho, yo lo tenía; el vino tiene su fuego, yo lo poseía. Y la neurastenia es el mono que imita las enfermedades, y ahora me acompaña.
¿Qué más? La verdad es que yo no llevo luto por esto. ¿Llevar luto? Llevar luto es cosa de mujeres. La vida es un préstamo; no, gracias. A veces tengo oro, plata y cobre y hierro y otros pequeños metales, y el mundo ha sido bastante divertido, mucho más divertido que una vida apartada de la eternidad; pero la diversión no puede durar siempre. No conozco a nadie a quien le haya ido menos mal que a mí; pero tampoco conozco a nadie capaz de confesarlo. ¡Oh! Todos fueron cayendo por el monte abajo; pero aun entonces decían: «Mira cómo voy subiendo». En el primer jubileo, abandonaron la vida y pasaron a la vegetación; cuando tienen cincuenta años, comienzan los setenta. Y los hierros ya no estaban rojos y no había hierros. Pero ¡Dios Padre del Cielo! ¡Qué estupidez decir que había hierros y que estaban rojos! «¡Ved los hierros!», decía la estupidez, y, «¡ved lo rojos que están!», agregaba.
Como si importase algo alejar la muerte, por otros veinte años, de lo que, en realidad, ya ha comenzado, poco a poco, a perecer. No comprendo tal manera de discurrir; pero tú seguramente la comprenderás, tú con tu alegre vulgaridad y tu sabiduría de colegio. Un hombre manco todavía puede estar echado. Y, ¿qué aprendiste, pues, en el bosque? ¿Pero qué aprendí yo en el bosque? «Que allí hay árboles jóvenes».
Y ahora hay una juventud detrás de mí, menospreciada por los estudios y por la gentuza bárbara y desvergonzada, sólo porque son jóvenes. Lo he visto muchos años. No conozco nada más despreciable que tus conocimientos de escuela y las opiniones de ellos derivadas. O dispones de un catecismo o de un compás; para seguir tu vida, lo mismo da lo uno que lo otro. Ven aquí, amiguito, te regalaré un compás, fabricado con mi último hierro.