Capítulo VII

Al día siguiente llegué a la choza abandonada, calado hasta los huesos, batido por el rayo, pero singularmente suave y transigente, como después de una disciplina. Mi felicidad, dentro de mi desgracia, me hizo exageradamente amable; caminé sin hacer daño a las rocas y traté de no tener pensamientos pecaminosos, aunque estábamos en primavera.

Ni siquiera me enfadé porque tuve que desandar el camino andado, para encontrar el sendero que conduce a la choza. Tenía tiempo bastante, no me corría prisa. Yo era el primer caminante primaveral y había salido con sobrado tiempo.

Sí, después me quedé en la choza varios días, sintiéndome muy bien.

Algunas veces, como si me hubiera convertido en poeta.

De todos modos, era la prueba de que desde el invierno había cambiado mucho interiormente; desde el invierno, cuando no tenía ganas de hacer nada más que estar echado, parpadeando, y Permanecer en paz.

Un día bajo el sol caliente, salí de la choza para subir a la montaña y paseé unas cuantas horas.

Últimamente me había propuesto escribir unos cuantos versos infantiles, para dirigírselos a una nena que yo me sé; pero no me habían salido.

Ahora, en la montaña, volvió a acuciarme este pasatiempo y trabajé en él varias veces, pero no me salió bastante bien. No, una cosa así sólo se le ocurre a uno por la noche, después de haber dormido bien un par de horas.

Me fui derecho al pueblo y compré una buena provisión de comestibles. Había mucha gente por allí, y me hizo mucho bien oír otra vez la charla y la risa humanas, pero no había un solo sitio donde quedarme. De todos modos, era demasiado pronto para eso. Cuando regresé a la choza, iba muy cargado. En la mitad del camino encontré a un hombre, un obrero libre, un vagabundo. Solem, se llamaba.

Después me enteré de que era hijo natural de un telegrafista, que había vivido hacía casi cincuenta años en Roselund.

El hecho de que el hombre se retirase un poco a un lado para dejarme pasar con mi carga, fue un buen indicio y le di las gracias.

Le dije que no era necesario, que no le atropellaría.

¡Je, je!

Cuando hube pasado, me preguntó el hombre que cómo estaba el camino que conducía al lugar. Le contesté que estaba lo mismo que por allí. «¡Ji, ji, jo, jo!», dijo, y quiso seguir su camino. Pensé que a lo mejor habría caminado ya un buen trozo, y, como no llevaba nada que pareciese alimento, le ofrecí del mío, para conversar un poco con él.

Me dio las gracias y aceptó.

Era un poco más alto que lo corriente, bastante joven, con veinte, quizá treinta años, un muchacho fuerte. A la manera de los vagabundos, le salía un mechón de pelo, de la visera, pero no tenía barba.

Aquel hombre adulto todavía se afeitaba y no se había cansado de ello; esto, unido al mechón de pelo y a todo su aspecto, me dio la impresión de que quería aparentar ser más joven de lo que era.

Charlamos mientras él comía. Se reía de buena gana y estaba de buen humor; y como su faz estaba afeitada y dura, daba la impresión de hierro que reía. Pero era comprensible y agradable. Sólo que como yo había callado tanto tiempo, ahora charlaba con demasiada facilidad y prontitud; si hablamos al mismo tiempo, el joven Solem y yo, paraba para dejarme a mí la palabra. Como esto se repetía varias veces y no quería triunfar más, también me paraba.

Pero esto sólo condujo a que él asintiera diciendo.

«Haga el favor».

Le expliqué que andaba por allí inútilmente, estudiando árboles raros, y de cuando en cuando escribiendo, escribiendo acerca de ellos; que vivía en una choza, pero que hoy se me habían acabado las provisiones y había tenido que bajar al lugar.

Cuando oyó lo de la choza, dejó de masticar y se quedó escuchando; después dijo rápidamente:

—Sí, yo conozco muy bien estos postes telegráficos que atraviesan la montaña. No precisamente los de aquí, pero otros. He sido hasta hace poco Peón caminero.

—¿Ah, sí? Entonces has pasado hoy por mi choza, ¿no? —le pregunté.

Titubeó un rato, pero como vio que yo no le iba a quitar la vida, confesó que había entrado en la choza a descansar y que allí había encontrado mi pan.

—Era difícil quedarse sentado sin coger un poco —añadió.

Hablamos de diferentes cosas. Sus expresiones no eran muy groseras, y sabía comer bien. Yo estaba en un estado de semicivilización, y su conducta me parecía bien.

Se ofreció a llevarme la carga un rato, en agradecimiento a la comida; yo acepté la oferta. Así ocurrió que aquel extraño regresó conmigo a la choza.

Cuando entré, vi en seguida un papel encima de la mesa.

Era una especie de gracias por el pan; un papel horriblemente grosero, con expresiones bastante sucias.

Cuando Solem vio lo que yo leía, empezó a sonreír con su cara de hierro. Pretendí no entender nada del asunto y arrojé el papel sobre la mesa.

Él lo cogió y lo rompió.

—Siento en el alma que haya visto usted esto —dijo—. Nosotros, los peones camineros, estamos acostumbrados a hacerlo. Me olvidé de que lo había dejado aquí.

Poco después, salió.

Se quedó aquella noche y el día siguiente; se le ocurrió lavarme alguna ropa y me fue útil en todo lo que pudo, el pobre muchacho. Delante de la choza quedaba, de la época en que vivía el lapón, un caldero grande; estaba roto y se salía por todas partes; pero Solem lo untó con tocino, y en él coció mi ropa. Era muy gracioso verle; cada vez que la grasa subía, él la tiraba. Por lo visto quería quedarse conmigo hasta que se nos volvieran a acabar las provisiones y bajar conmigo al lugar; pero cuando se enteró de que yo me proponía ir a otro sitio, al Berghof, allá, debajo de Torezinnen, adonde van los veraneantes y por donde pasan muchos turistas, él también quiso venir.

Es que era un pájaro libre.

—¿Entonces puedo ir con usted, llevando su carga? —me preguntó—. También estoy acostumbrado al trabajo del campo; puede que allí encuentre algo que hacer.