Capítulo V

Echo mucho pino al fuego, cargo todas mis cosas a la espalda y abandono la choza. «Adiós, Madame.».

Sí, este fue el fin.

No siento alegría al dejar mi albergue; al contrario, experimento tristeza, como siempre que abandono un lugar que ha sido durante bastante tiempo mi patria. Pero todo el mundo me llama. Sí, soy como el amante de todos los bosques y de todas las lejanías; nos prometimos en silencio que nos encontraríamos ahora; fue anoche; yo sentía, cuando estaba sentado, que mis ojos buscaban la puerta.

Me vuelvo un par de veces y miro la choza, el humo sube del tejado, se retuerce y me saluda. También le saludo.

El tono suave de la atmósfera me refresca; en un espacio azul, largo, muy largo, más allá de los bosques, comienza a ponerse el sol. Tengo el cielo delante, como una alegre costa de piratas. Dejo los montes a la izquierda.

Después de dos horas de caminar, me encuentro renovado por completo. ¡Ah, ahora me va bien! Hago silbar el bastón en el aire y me parece que dice: «¡Oh!». Y cuando creo que lo he merecido, me siento y como algo.

No, tú no encuentras mis alegrías en la ciudad.

Lleno de alegría y de fuego, estiro mis miembros y quisiera gritar. Pretendo que mi carga no es, ni mucho menos, pesada; doy saltos inútiles, y me canso un poco; pero es fácil soportar un poco de cansancio cuando lo causa la satisfacción interna. Aquí, en mi soledad, a muchas millas de los hombres, de las casas, experimento estados infantilmente alegres y libres de cuidados, que son incomprensibles para ti, si no tienes alguien que te los explique. Escucha: pretendo que me llama la atención un árbol de especie extraña. Primero hago como si no me preocupara; pronto alargo el cuello, achico los ojos y miro atentamente. «¿Cómo? —me digo—. ¿Esto no será…? Arrojo el saco al suelo y me acerco, analizo el árbol y cabeceo; es el único árbol de fábula que existe y lo he encontrado: saco mi libro de notas y describo el árbol».

En broma, alegremente llevado por un impulso raro, juego. Esto ya lo han hecho los niños antes que yo. Y aquí no llega ningún cartero a sorprenderme. Pero tan repentinamente como he comenzado el juego, lo abandono, como hacen los niños. ¡Oh!, pero durante breves momentos me vi transportado a la amada y tonta beatitud del niño.

¿Fue la alegría de volver pronto cerca de los hombres la que me dio ganas de jugar?

Al día siguiente, llego a casa del lapón, precisamente cuando una niebla vellosa desciende sobre el monte y el bosque. Entro. Y todo lo que me sale al encuentro es bueno; pero no hay alegría’ en la choza de un lapón. En la pared de turba, están las cucharas de cuerno y los cuchillos, y del techo cuelga una pequeña lámpara de petróleo. Y el lapón es muy aburrido, no sabe decir la buenaventura ni entiende de brujerías. La hija está al otro lado de la montaña: ha ido a la escuela del distrito; sabe leer, pero no escribir; los dos viejos, el hombre y la mujer, son idiotas. Un silencio animal gravita sobre la familia; cuando pregunto una cosa, me dan una contestación breve, o solamente: «mnsí, mnno». Como no soy lapón, desconfían de mí.

Toda la tarde se mantuvo la niebla sobre la tierra oscureciendo los bosques. Dormí un poco. Al atardecer volvió a aclarar el cielo, hizo unos grados bajo cero de frío, abandoné la choza. La luna llena refulgía silenciosamente.

Bueno… ¡las cuerdas desafinan!

Decidme en dónde están los pajarillos,

y dónde estoy yo mismo, si es posible.

En un mundo de plata me he extraviado,

y nadie sale o entra en este mundo.

Decidme cómo ha de acabarse esto,

yo miro a todas partes, pero ignoro

adonde debo dirigir mis ojos.

Y él entonces halló un bosque de plata.

Así comienza el cuento. Y aquí vive

una canción en seda conservada

que cantó y entonó un coro de estrellas.

Si yo pudiera dar, igual que un héroe,

con afilada lanza sobre el blanco…

Ahora me río un poco de los cuentos.

He llegado a ser sabio con los años;

igual que un bailarín anduve un día,

y ahora arrastro mis pies, viejo y pesado.

El corazón camina muy de prisa

por el fuego azuzado, y por el hielo atado,

y nunca su reposo encuentra.

Y en el anochecer tiembla asustad

un suspiro profundo y temeroso,

y, bello, tiembla aquel mundo de plata

cual si un lobo se hubiera deslizado

quedo, como una ondulación callada…

Y así era aquel anochecer divino…

Las raíces del bosque están temblando…

Cuando regresé a la choza ya estaba la hija en casa, estaba sentada y comía, después de larga caminata. La lapona Olga, pequeña y extraña, procreada en un montón de nieve, durante un saludo («¡Boris!», dirían y se lanzarían el uno sobre el otro), se había comprado trozos de tela roja y azul y, antes de acabar de comer comienza a adornar el traje de fiesta con las lindas telas. No dice ni media palabra, porque hay un vecino en la habitación.

—¿Me conoces, Olga?

—«Mnsí».

—¿Pero parece que estás enfadada?

—«Mnno».

—¿Qué tal estaba el camino a través de la montaña?

—Bien.

Conocía yo la choza abandonada donde había vivido antes la familia, y pregunto:

—¿Cuánto hay de aquí a vuestra antigua choza?

—No mucho —contesta Olga.

¡Ah! Olga tiene seguramente a alguien, a quien sonríe, aunque no sea a mí. Está sentada en el gran bosque y trabaja para su vanidad y cose preciosos volantes en el traje de fiesta. El día de fiesta irá probablemente a la iglesia y encontrará al que deba admirar su traje.

No tuve más ganas de quedarme con aquel ser pequeño, aquel moyuelo humano; y como había dormido por la tarde y hacía una luna clara, me dispuse a marchar. Después de proveerme de queso de rengífero y de todo lo que pude conseguir, salí fuera. Me esperaba una sorpresa. Ya no lucía la luna clara, el cielo estaba nublado; tampoco hacía frío, la temperatura era templada y los bosques estaban húmedos. Era la primavera.

Olga me aconsejó que no me marchase, en vista del tiempo; pero ¿debía yo atender a su charla? Me acompañó un rato hasta llegar al camino, y de allí se volvió, pequeña y extraña, empapada como un pollo.