¿He dicho que estoy demasiado cerca de los hombres? ¡Dios me guíe! Hace varios días que voy al bosque y doy los buenos días, como si estuviera en compañía humana. Si imaginaba tener delante de mí a un hombre, entablaba una conversación larga y profunda, y si era una señora, me conducía galantemente. «Permítame que le lleve el bolso, señorita». Una vez era la hija de un lapón a la que creía encontrar, la cubrí de galanterías y quise llevarle el abrigo de piel, si quería quitárselo y caminar desnuda.
Parece que ya no estoy demasiado cerca de los hombres. ¡Dios me guíe! Ni tampoco me construiré ya la choza, que ha de estar aún más lejos.
Los días se hacen más largos y no me importa. En el invierno andaba por aquí careciendo de todo, y aprendí a sufrir. En esto empleé todo el tiempo, y necesité también una fuerte voluntad, de modo que puedo decir que mi educación me ha costado cara. Además, he sido inútilmente severo conmigo mismo. «Aquí hay un pan, me decía, y no me maravilla ni me interesa. Estás acostumbrado a él. Pero ahora vas a pasarte doce horas sin ver pan, entonces te hará impresión», y escondía el pan.
Eso era en invierno.
¿Fueron días duros? No, días buenos. Mi libertad era tan grande, que yo podía hacer lo que quisiera; estaba solo, era el oso del bosque. Pero aun en medio del bosque, el hombre no se atreve a hablar alto sin mirar atrás; prefiere andar en silencio. Se consuela uno un rato diciendo que es típicamente inglés andar en silencio; que se debe callar majestuosamente. Pero, en un día entero, resulta muy largo; la boca empieza a despertar, a estirarse, y de pronto se gritan una o dos frases idiotas: «Ladrillos para el castillo». «La ternera está hoy mucho más fresca». Si se sabe gritar bien, se oye la voz a un cuarto de legua, y entonces se está uno quieto un rato y siente un fuerte deseo de recibir un golpe. ¡Si nos hubiéramos callado majestuosamente! Un día ocurrió que el cartero, que atravesaba la montaña una vez al mes, tropezó conmigo cuando acababa de gritar. «¿Qué?», preguntó desde el campo. «Ten cuidado allá abajo, he puesto unos cepos», dije como excusa.
Con los días largos ha crecido mi valor, consecuencia de la primavera y del impulso místico que llevo dentro de mí; ahora ya no temo a un grito más o menos. Hago ruido excesivo con los cacharros cuando guiso y al mismo tiempo canto innecesariamente alto, con toda mi voz. Es la primavera.
Ayer, estaba en una colina mirando a los bosques invernales. Han adquirido otra expresión, se han tornado grises y lastimosos, y el sol de mediodía ha derretido la nieve y la ha hecho desaparecer. Por todas partes se ven piñas; bajo el bosque joven hay montones de ellas, parecen letras revueltas. La luna sale, las estrellas aparecen, me estremezco un poco y tengo frío; pero como no tengo nada que hacer en la choza, prefiero quedarme afuera el mayor tiempo posible, aunque sienta frío. En el invierno hacía tales tonterías, entonces me iba a casa cuando tenía frío. Ahora, hasta eso me aburre. Cosas de la primavera.
En cambio, ahora, el cielo está limpio y fresco, ampliamente abierto para todas las estrellas. Hay un rebaño de cuerpecitos mundiales en la enorme extensión, son muy pequeños y hormiguean, tan pequeños como el quedo sonar de campanas; cuando las miro, percibo miles de campanillas cantando. Todo me empuja hacia una dirección determinada: hacia la primavera, hacia las praderas.