Cuando hace mal tiempo no salgo de casa, me siento y me entretengo en varias cosas. También escribo cartas a algún conocido, diciendo que todo marcha bien y que espero saber lo mismo de él. Pero nunca despacho estas cartas, y cada día se hacen más viejas. Da lo mismo. Las he atado con una cuerda y las he colgado del techo, para evitar que Madame las roa.
Un día se acercó un hombre a mí. Venía de prisa y escurriéndose; su ropa no era precisamente vistosa, y no llevaba nada al cuello. Un trabajador. Iba cargado con un saco a la espalda. ¿Qué contendría? Nos dijimos: «¡Buenos días!», y «¡Se está bien en el bosque!».
—No esperaba encontrar a nadie en la choza —dijo el hombre. Tenía un aspecto hosco y desagradable. Sin ninguna humildad, arrojó el saco al suelo.
«Debe saber algo de mí —pensé— cuando se presenta de esta manera».
—¿Vive usted aquí hace mucho tiempo? —pregunta—. Y, ¿se va a marchar pronto?
—¿Acaso te pertenece a ti la choza? —le pregunto yo.
Entonces dirige la mirada hacia mí.
—Porque si te pertenece a ti, es otra cosa —añado—. Y cuando me marche de aquí no pienso llevármela, como si fuese un ratero.
Esto lo dije suavemente y en broma, para no quemarme la boca.
Pero dije precisamente lo acertado. El hombre perdió de pronto la serenidad. Le había dado a entender, de cierta manera, que yo sabía más de él que él de mí.
Cuando le invité a entrar, se mostró agradecido y dijo:
—Muchas gracias, pero le voy a llenar la casa de nieve.
Se limpió muy bien las botas, cogió el saco y se arrastró adentro.
—Ahora haremos café —dije.
—No se moleste usted —contestó, y comenzó a frotarse la cara y a bufar de calor—, aunque he caminado mucho durante toda la noche.
—¿Vas a atravesar la montaña?
—Depende. Allá al otro lado de la montaña, tampoco se encuentra trabajo en invierno.
Le di café.
—¿Tiene usted algo para comer? Es una vergüenza pedirlo. ¿Un poco de pan? No me acordé de traer nada.
—Sí, hombre, sí; pan, manteca y queso de reno. Aquí tienes.
—Sí, sí. Para muchos no es fácil el invierno —decía el hombre mientras comía.
—¿Quieres volver al pueblo y llevar un par de cartas? —le pregunté—. Te recompensaré, si lo haces.
El hombre respondió:
—No, de verdad, no puedo hacerlo. No puedo. Tengo que atravesar la montaña de todos modos. Me han dicho que en Hillingen, en el bosque de Hillingen, hay trabajo. No, no puedo.
«Habrá que volver a despabilar a este un poco —pensé—. Está aquí sentado, sin la menor traza de tener conciencia; terminará, probablemente, pidiéndome media corona».
Tropecé con el saco y le dije:
—¿Qué llevas aquí? ¿Cosas pesadas?
—¿A usted qué le importa? —contestó en seguida, y acercó el saco hacia él.
—No quería robarte nada, yo no soy un ladronzuelo —volví a decir en broma.
—No me importa lo que sea usted —murmuró.
Así transcurrió el día. Como tenía un invitado, no quise salir al bosque y me quedé charlando con él, preguntándole cosas. Era un hombre corriente, sin gran interés para mis hierros, con las manos sucias, ignorante y aburrido en la conversación; los objetos que había en el saco los habría robado probablemente. Más tarde noté que en lo tocante a ciertas pequeñeces que le había enseñado la vida, era muy listo. Se quejaba de que tenía frío en los talones, y se quitó las botas. No me extrañó su frío, pues sus calcetines no tenían talones, sino agujeros. Le di mi navaja y cortó los pingos[23]; luego se puso los calcetines del revés, con el lugar de los talones para arriba. Después de calzarse las botas, dijo: «Así, ahora sí que están calientes».
No me estropeó nada. Si cogía la sierra o el hacha del rincón para examinarlas, las volvía a colocar donde las había encontrado. Cuando vio las cartas y trató de leer las direcciones, no las soltó descuidadamente, columpiándolas en el aire, sino que paró la cuerda antes de soltarla. Y no tenía motivo para quejarme de él.
Se quedó hasta el mediodía. Después del almuerzo me dijo:
—No lo tome a mal, pero ¿se opone usted a que salga a cortar unas ramas de pino para echarme sobre ellas?
Salió y se cortó bastantes ramas blandas; tuvimos que correr el heno de Madame hacia un lado, para hacerle sitio en la choza. Luego quemamos pino, nos echamos y tuvimos un rato de charla.
Por la tarde tampoco se marchó, se quedó echado, alargando el tiempo. Cuando empezó a oscurecer, salió a la abertura para mirar el tiempo, y me preguntó:
—¿Cree usted que nevará esta noche?
—Tú me lo preguntas a mí, y yo a ti —le contesté—; pero tiene aspecto de nevar; fíjate en que el humo se mantiene bajo.
Le inquietó la posibilidad de que nevara. Dijo que quería marcharse aquella noche. Pero de pronto se enfureció. Yo estaba echado y me estiré distraído, colocando mi mano otra vez en el saco.
—No sé qué se propone usted conmigo —gritó el hombre, y me arrancó el saco—. No ponga usted la mano sobre el saco, se lo aconsejo.
Le contesté que lo había hecho sin pensar, y que no quería robarle nada.
—¿Robarme, no? ¿Y qué más? Y otra cosa, ¿se ha creído usted que le temo? No lo crea, buen hombre. Aquí está todo lo que contiene el saco —dijo, y empezó a enseñarme diferentes objetos: tres pares de guantes nuevos, tela nueva para trajes, un saquito de sémola, tocino, dieciséis rollos de tabaco y varios terrones de azúcar. En el fondo habría media fanega de café.
Todas estas cosas provenían seguramente del mercado, con excepción de un montón de pedazos de pan partido, que habría robado en otra parte.
—Pero si ahí tienes pan, tú también —le dije.
—Si entendiera usted algo de este asunto, no hablaría tanto. ¿Acaso no necesitaré comer cuando atraviese la montaña, puesto que tengo que caminar y caminar? ¡Qué gracia!
Con mucho cuidado, volvió a colocar ordenadamente cada objeto en el saco. Le preocupaba mucho que los rollos de tabaco estuvieran debajo del tocino para que la tela no se manchara de grasa.
—Ya podía usted comprarme esta tela —dijo—. Se la doy barata. Es de Düffel. A mí me estorba.
—¿Cuánto quiere por ella?
—Hay bastante; por lo menos, para un traje entero o más —dijo para sí, y desdobló la tela.
Yo le dije al hombre:
—En realidad, tú vienes aquí y te traes el mundo y la vida y lo espiritual y periódicos a los bosques. Pero charlemos un poco. Dime: ¿temes que tus huellas se vean mañana, si esta noche cae nieve fresca?
—Eso es cosa mía. Ya he atravesado antes la montaña, y conozco muchos caminos —murmuró—. Le doy la tela por unas cuantas coronas.
Yo moví la cabeza, y el hombre volvió a guardar la tela cuidadosamente en el saco, como si fuera suya.
—La cortaré en trozos para hacer pantalones. Así no será tan grande y la podré vender más fácilmente.
—Mejor es que la dejes en una pieza para hacer pantalón, chaleco y americana —dije yo—, y el resto lo cortas para pantalones.
—¿Cree usted? Sí, eso será lo mejor.
Calculamos cuánto se necesita para el traje de un adulto, cogimos la cuerda de donde pendían las cartas y medimos nuestros trajes para saberlo exactamente. Luego hicimos un corte en el género y lo partimos en dos. Había bastante para un traje entero y dos pantalones. El hombre me ofreció otras cosas del saco y le compré café y unos rollos de tabaco. Se guardó el dinero en una bolsa de cuero y yo observé que la bolsa estaba completamente vacía en la manera pobre y torpe con que escondía el dinero y luego lo palpaba por fuera.
—No te he comprado mucho, pero es que no necesito más.
—Los negocios son los negocios —replicó—, no me quejo.
Estaba muy despejado.
Cuando se disponía a reanudar su camino, no queriendo permanecer más tiempo sentado sobre las ramas, me compadecí de su miserable manera de robar. Un robo por necesidad, un trozo de tocino y un pedazo de tela, que trataba de vender en el bosque. ¡Cómo ha perdido el robo su importancia! Esto es así porque el castigo de la ley por delitos de todas clases ha cesado de ser algo extraordinario. No es más que un castigo humano y aburrido. La religión figura ya en las leyes, y un preboste carece hoy día de todo misticismo. Yo me acuerdo del último juez que explicó la significación del juramento, de la manera que debe explicarse para que tenga eficacia. Y a todos se nos pusieron los pelos de punta. Traedme otra vez un poco de brujería, el sexto libro de Moisés, y el pecado contra el Espíritu Santo, y recetas con sangre de niños recién nacidos. Robad un saco de dinero y plata, y robadlo en el mercado y escondedlo en las montañas, para que en las noches de otoño pueda cernerse una llama azul sobre el lugar. Pero no me vengáis con tres pares de guantes y un poco de tocino.
El hombre había dejado de preocuparse por el saco. Salió de la choza para examinar el ambiente. Yo coloqué en el saco el café y el tabaco que había comprado, porque no los necesitaba.
Cuando volvió a entrar, dijo:
—Creo que tendré que resignarme a pasar aquí la noche, si no le molesta a usted.
Al atardecer, no hizo ningún ademán de sacar sus provisiones alimenticias. Yo hice café y le di de comer. «No se moleste usted», me dijo. Luego empezó otra vez a revolver el saco y corrió el tocino bien hacia un lado, para no manchar la tela; se desabrochó la correa de la cintura, la colocó en cruz y la ató de modo que pudiese llevar el saco al hombro sosteniéndolo por un extremo de la correa.
—Si me coloco el cuello del saco al otro hombro, lo llevo mucho mejor —dijo.
Le di las cartas para que las entregara en el correo al otro lado de la montaña y él se las guardó con cuidado, palpándose el bolsillo por fuera. También le di dinero para los sellos, envuelto en papel, que ató, haciendo un nudo, al cuello del saco.
—¿Dónde vives? —le pregunté.
—¿Dónde puede vivir un pobre diablo? Vivo a la orilla del mar. También tengo mujer e hijos. Por desgracia, he de decir.
—¿Cuántos hijos tienes?
—Cuatro. Y el uno tiene un brazo quemado, y el otro tiene otra cosa… a cada uno le falta algo. No es fácil la vida para un pobre hombre. Mi mujer está enferma; hace unos días creía que se iba a morir y que tendría que recibir el viático.
Su voz adquirió un tono triste. Pero falso. Seguramente me estaba mintiendo. Si ahora llegase alguien del pueblo buscándole, ningún cristiano tendría valor para denunciarlo sabiendo que tenía una familia tan numerosa y enferma. Esa sería su idea. ¡Hombre! ¡Oh, hombre!, eres peor que un ratón.
No le pregunté nada más, pero le rogué me cantara algo, un aire o una canción, puesto que estábamos allí sentados.
—No tengo ganas —contestó él—. Tendría que ser un salmo.
—Bueno, pues que sea un salmo.
—No, ahora no. Le complacería de buena gana, pero…
Estaba cada vez más inquieto. Poco después cogió el saco y se marchó. Yo pensé: «Ya se fue. Pero ni siquiera me ha dicho el saludo corriente: “La paz sea con vosotros”. Me alegro mucho de haber venido al bosque —pensé—; este es mi sitio, y desde hoy ningún mortal volverá a entrar dentro de estas cuatro paredes».
Me prometí muy seriamente no volver a preocuparme por los hombres.
—Madame, ven aquí —dije—. Te quiero y me declaro dispuesto a unirme contigo para toda la vida, Madame.
Después de media hora regresó el hombre. No llevaba el saco.
—Creí que te habías marchado —le dije.
—¿Marchado? No soy un perro —contestó—. He vivido antes con hombres, y digo «Buenos días» cuando entro, y «La paz sea con vosotros» cuando me voy. No debía usted ofenderme.
—¿Qué has hecho con el saco?
—Me he adelantado con él un trozo.
Por precaución se había llevado el saco, por si alguien llegaba, para poder huir libremente y no con el saco a cuestas. Para que no me siguiera hablando de su pobreza, le pregunté:
—Hace algunos años, tú eras un hombre fuerte, ¿verdad? ¿Y lo eres aún?
—¡Oh, sí! Teniendo en cuenta mis circunstancias, ya lo creo —dijo animado—. Nadie levantaba el tonel tan fácilmente como yo, ni nadie resistía más tiempo el baile de Navidad que yo. ¡Silencio! ¿Viene alguien?
Escuchamos. En un mismo segundo había dirigido su mirada de la puerta al hueco del techo y decidido arrostrar el peligro en la puerta. Estaba tenso y maravillado. Le veía masticar con la quijada.
—No es nada —dije yo.
Decidido y fuerte como un Satanás, se arrastró fuera y allí se quedó un rato. Cuando volvió a entrar, respiró y dijo:
—No era nada.
Nos echamos a dormir. «Bueno, en el nombre de Jesús», dijo, y se acomodó sobre el lecho de ramas. Me dormí en seguida y durante un rato dormí profundamente. Cuando terminaba la noche, la inquietud le hizo levantarse; le oí murmurar: «La paz sea con vosotros», y salió.
Por la mañana quemé las ramas de pino de aquel hombre, e invadió la choza un olor agradable.
Fuera había nieve recién caída.