Final

Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo.

Entonces toca con sordina. Podría expresar este pensamiento de la manera siguiente: «Cuando se llega demasiado tarde en otoño al bosque en que crecen los frutos… ¡bueno…!, se ha llegado demasiado tarde. Y si un día no se encuentra en disposición de mostrarse satisfecho y de reventar de alegría ante la vida, no se lo censuréis. Por otra parte, está fuera de duda que se necesita cierto grado de inanidad cerebral para vivir en una satisfacción permanente de sí mismo y de todo. Pero todo el mundo ha tenido buenos momentos. El preso, a quien, sentado en la carreta que le conduce al patíbulo, molesta un clavo del asiento, cambia de sitio y se encuentra mejor. Es absurdo que un capitán ruegue a Dios que le perdone… como él ha perdonado a Dios. Es pura majadería. Un vagabundo no encuentra todos los días alimento y bebida, trajes, zapatos, techo y lumbre preparados para sus necesidades, y si le falta toda esa esplendidez, experimenta un sufrimiento exactamente igual a la privación. Si una cosa no marcha, otra se arregla, no se trata de perdonar a Dios, sino de aceptar la responsabilidad. Hay que arrimar el hombro al golpe de la desgracia, mejor dicho, ha de inclinarse el hombro a este golpe. Produce algún dolor en la carne y en la sangre, y encanece el cabello; pero un vagabundo no deja de dar las gracias a Dios por una vida que, después de todo, fue muy alegre».

He aquí cómo quisiera explicar este pensamiento. En realidad, ¿para qué tantas exigencias? ¿Qué se gana con ello? ¿Todas las cajas de bombones que un glotón puede desear? ¡Bueno! Pero ¿no habéis visto el mundo cada día y oído el murmullo del bosque? Daba su aroma el jazmín con un bosquecillo de lilas, y alguien que yo conozco se estremecía de placer, no sólo por el aroma del jazmín, sino por cualquier cosa; una ventana iluminada, un recuerdo, un pormenor de la vida. Pero cuando le apartaron del bosquecillo de lilas, ya se había cobrado por anticipado el precio de aquel disgusto.

Y así es: sólo el favor de recibir la vida paga por adelantado todas las miserias de la vida, todas y cada una. No hay razón para creer que tiene uno derecho a recibir más bombones que aquellos que recibe. Un vagabundo se aleja de toda superstición. ¿Qué es lo que pertenece a la vida? Todo. Pero ¿qué es realmente tuyo? ¿La celebridad es tuya? Dinos por qué. No debe uno aferrarse a lo «suyo»: es demasiado cómico y un vagabundo se ríe de aquello que es demasiado cómico. Recuerdo a cierto individuo que no podía renunciar a lo «suyo»: puso leña en la chimenea a mediodía y no consiguió hacerla arder hasta la noche. Y no pudo decidirse a alejarse del calor para ir a acostarse, sino que continuó allí, empeñado en sacarle utilidad hasta la hora en que los demás empezaron a levantarse. Era un autor noruego, un autor de obras de teatro.

He vagabundeado mucho en otro tiempo, y ahora me siento imbécil y desilusionado. Pero no tengo la perversa creencia senil de ser más sabio que antes. Y, además, espero que nunca sabré nada. Es un signo de decrepitud. Cuando le doy gracias a Dios por la vida, no se las doy por la mayor madurez que haya alcanzado con la edad, sino porque siempre tuve la alegría de vivir. La edad no da madurez alguna; la edad no trae más que la vejez.

Es ya muy tarde este año para llegar al bosque en la época de los frutos; y, sin embargo, emprendo el viaje. Me concedo esta pequeña distracción en pago de haber trabajado durante el verano…

Y llego al fin de mi viaje en doce de diciembre. También yo pude, sin duda alguna, detenerme allá abajo, por las parroquias; también hubiera encontrado ocasión, como tantos otros, que creyeron llegado el momento de establecerse definitivamente. Y mi colega y compañero Lars Falkenberg me aconsejó que adquiriese un terreno que desmontar, con una mujer, dos vacas y un cerdo. Fue un consejo de mi amigo: la voz del pueblo. Y pensad también que una de las vacas pudo ser un buey, un caballo capón, magnífico medio de transporte en mis días vacilantes. Pero todo ha fracasado. Todo ha fracasado. Con la edad no he adquirido la sabiduría, sino que voy a Trovatn, a los bosques señoriales, a vivir en el hueco del tronco de un árbol. ¿Qué placer puedo experimentar con ello? ¡Ah! ¡Lars Falkenberg y los demás, no temáis nada! Un hombre me trae pan todos los días de la semana. Y giro y giro en torno mío, y me doy buena vida y estoy solo. Una cosa me falta: el sello del obispo Pavel. Un descendiente suyo me dio aquel sello y lo llevé durante el verano en el bolsillo del chaleco; pero he aquí que lo he perdido: Sí, sí, pero he sido recompensado con creces de este disgusto por el solo hecho de haberlo poseído algún tiempo. La literatura no me falta.

Me acuerdo del doce de diciembre y de otras fechas, y me olvido de cosas más importantes.

Y ahora que pienso en la literatura, recuerdo que el capitán Falkenberg y su señora tenían muchos libros en su casa, novelas y obras de teatro, un armario lleno. Lo vi cuando pintaba las puertas y ventanas de Oevreboe.

Tenían series enteras de escritores y todas las obras de estos escritores: treinta libros. ¿Por qué todas las obras? No lo sé. Del mismo autor, uno, dos, diez, treinta.

Había venido una en cada Navidad, novelas, treinta ediciones, la misma obra. El capitán y la señora los leían. Sin duda sabían siempre lo que iban a encontrar en los Poetas del hogar. Allí se trataba de la manera de arreglarlo todo. De modo que, sin duda, los leían. ¡Dios mío, qué cantidad de literatura había allí! Dos hombres no consiguieron mover el armario cuando me hizo falta para poder pintar; tuvieron que venir tres hombres y la cocinera para poder cambiarlo de sitio.

Uno de los hombres era Grindhusen, que se sofocó mucho bajo el peso de los Poetas del hogar, y que dijo: «No comprendo lo que la gente puede hacer con tanto libro, con todos estos libros del demonio». ¡Como si Grindhusen pudiese comprender nada! El capitán y la señora debían tener todos aquellos libros para que no faltase ninguno, para que estuviesen completos. Si hubieran quitado uno se habría notado la falta. ¡Eran tan semejantes! ¡Toda la hilera era igual: la poesía homogénea, la misma novela!

A la cabaña vino a verme un cazador de alces. Era poco interesante, y su perro no dejaba de gruñir. Me alegré cuando se marchó. Descolgó del tabique el caldero de cobre para guisar algo para él, y me lo dejó manchado de hollín. Este caldero no es mío, lo dejó en la cabaña alguien que la habitó antes que yo. Me contenté con cogerlo y con limpiarlo con ceniza y lo colgué del tabique para que me sirviera de barómetro. Y heme aquí limpiándolo de nuevo, porque es muy útil: se empaña sin falta cuando va a llover. «Si Ragnhild estuviera aquí —pensé—, ella se cuidaría de sacarle brillo». Pero mi pensamiento va más lejos, y me parece preferible cuidar yo mismo el barómetro; Ragnhild podría entretenerse en cualquier otra cosa. Si este lugar del bosque fuera mi propiedad, ella se cuidaría de los niños, de las vacas, del puerco, y yo de mis «calderos».

Recuerdo una señora que no se cuidaba de nada, ni siquiera de ella. Acabó mal. Pero hace seis o siete años no hubiera creído que nadie pudiera ser tan delicada y tan encantadora para otra persona como ella lo fue. La conduje en coche cierto día, y quedó intimidada por mí, aunque fuese mi soberana; se ruborizó y bajó la vista.

Y lo extraordinario fue que también me intimidó, aunque yo fuese su servidor. Aún recuerdo que sólo al mirarme para darme una orden, me descubría bellezas y valores mucho más interesantes de los que ya conocía. Sí, estoy aquí y me digo a mí mismo: «¡Qué extraño era todo aquello!».

Después, murió ella. ¿Qué más? No hay nada más. Quedo yo. Pero no debe causarme pena alguna que haya muerto, porque de antemano obtuve la recompensa de que me mirase con aquellos ojos, sin haberlo merecido. Así es, sin duda. La mujer… ¿Qué saben los sabios de la mujer? Recuerdo un sabio que escribía sobre la mujer. Escribió treinta volúmenes de poesía dramática homogénea sobre la mujer. Conté los volúmenes una vez en un armario grande. Finalmente, escribió sobre la mujer que abandona a sus hijos para ir en busca de lo maravilloso. Pero ¿qué sería entonces de los hijos? ¡Qué cómico! Y un vagabundo se ríe de todo lo que es cómico. El sabio…, ¿qué sabe el sabio de la mujer?

En primer lugar, ha llegado a sabio a su vejez, y entonces ya no conoce a la mujer más que de memoria. Por otra parte, no se acuerda de ella, porque no la ha conocido nunca. El hombre que tiene aptitudes para la sabiduría se ocupa avaramente de estas aptitudes y de nada más; las cuida, las alimenta, las hace valer y vive para ellas. El que quiere ser sabio, no busca a las mujeres. Las cuatro cabezas más sabias del mundo que emitieron consideraciones sobre la mujer, fueron hombres que la descubrieron en sí mismos, sin moverse; eran viejos, ya fuesen jóvenes, ya ancianos que cabalgasen sobre bestias castradas, sobre pencos estériles. No conocieron a la mujer como necesidad indispensable, y, sin embargo, escribieron mucho acerca de la mujer. ¡Sin ir a su encuentro!

¡Imaginad qué tontería!

Dios me libre de volverme sabio. Y, en la última hora, balbuciré a los que me asistan: «Dios me libre de volverme sabio».

Hace el día fresco que esperaba para la excursión proyectada fuera de la cabaña; las cumbres nevadas están rosadas por el sol, y el caldero de cobre anuncia un tiempo espléndido. Son las ocho de la mañana. Morral con provisiones abundantes, un bramante de repuesto, por si algo se rompe, y una cestita que dejo sobre la mesa para el hombre que acaso venga durante mi ausencia a traerme el pan.

Me preparé de antemano: que había de ir muy lejos, que necesitaba equiparme con cuidado, que necesitaría toda mi presencia de espíritu y mi resistencia física. Sí, así debe prepararse el que debe ir muy lejos; pero no estoy en ese caso. Ni tengo ningún asunto ni debo ir a parte alguna; soy solamente un vagabundo que sale de su cabaña de troncos y que debe regresar, poco importa dónde me encuentre.

El bosque está tranquilo y desierto, hundido en la nieve, y todo retiene el aliento en mi presencia.

A mediodía, desde lo alto de la colina, veo la parroquia de Trovatn, que se tiende blanca y llana: una legua de creta[20], el desierto de nieve, a lo lejos, a mis espaldas. Después de haber almorzado, continúo la marcha hacia delante, subo cada vez más hacia arriba, me acerco a las montañas, pero lentamente y con circunspección, con las manos en los bolsillos. Nada me acosa, porque voy únicamente hacia un sitio donde encontrar un refugio para la noche. Hacia las cuatro me siento y como de nuevo, como si tuviese necesidad de alimentarme y como si lo hubiese merecido. Pero como únicamente para entretenerme; mis manos están desocupadas y mi cerebro es fértil en inventiva. Anochece temprano y sería bueno encontrar un hueco tibio en las rocas, sobre la creta: hay muchas ramas de pino abatidas por el viento para encender una hoguera. Ya veis lo que ahora cuento.

Y tocando con sordina, el vagabundo, ya viejo, sigue esta sinfonía espléndida de la vida.

A la mañana siguiente me levanté muy temprano, en cuanto el día empezó a despuntar. La nieve comenzó a caer, tranquila y templada, y un murmullo resonaba por el aire. ¿Una tempestad?, me pregunté; pero ¿quién hubiera podido sospecharlo? Ni yo ni mi barómetro lo sospechábamos hacía veinticuatro horas. Abandoné mi refugio a través de páramos y eriales y otra vez fue mediodía, y nevaba. No tuve un albergue muy cómodo aquella noche; había demasiadas agujas de pino en mi lecho y, si es verdad que no tuve frío, el humo de la hoguera se inclinaba hacia mí, y se mezclaba con el aire que respiraba.

Mas, por la tarde, encontré un sitio mejor: una elegante y amplia caverna, con paredes y techo. Había sitio para mí y para la hoguera, y el humo podría salir. Incliné la cabeza en señal de aprobación y me instalé, aunque fuese temprano e hiciese sol todavía. Veía distintamente las laderas y los valles y las rocas en el flanco de las montañas peladas que se levantaba frente a mí, en línea recta, a algunas horas de camino. Pero incliné la cabeza en señal de aprobación, como si hubiera llegado el fin, y comencé a recoger ramas y serojo[21] de pino para la noche.

¡Qué bien me hallaría en aquel hogar mío! ¡Por algo movía la cabeza al quitarme el morral! «¿Sí, esto es lo que buscabas?», me dije bromeando y para darme conversación. Y me contesté: «Sí». El murmullo del aire había aumentado: ya no nevaba, llovía. Pero era singular: caían gruesas gotas líquidas sobre la caverna y sobre todos los árboles exteriores, a pesar de ser el frío diciembre, el mes de Cristo. Una ola de calor nos visitaba. Durante la noche llovió y llovió, y el bosque se llenó de murmullo. Era como en primavera, y aquello acabó por proporcionarme un sueño reparador tan profundo que dormí a pierna suelta hasta muy entrada la mañana. Eran las diez.

Ha dejado de llover, pero sigue haciendo calor. Estoy sentado en mi caverna y miro hacia fuera y escucho el rumor del bosque que se mueve y que murmura. Se desprende una piedra de la montaña, precisamente frente a mí, choca contra un peñasco y lo parte. A lo lejos se oyen sordos ruidos. Después se eleva un fragor, veo lo que pasa y el fragor se refleja en mí. El peñasco, a su vez, ha desprendido otras rocas; es un alud que se precipita tronando por el derrumbadero, arrastrando piedras, nieve y tierras; flota una humareda detrás de aquel tren colosal, el torrente de pedruscos parece velludo y su propia masa lo empuja hacia delante, arañando el suelo; desborda, chorrea, salta, llena un abismo del valle y se detiene. Gotean lentamente las últimas piedras, se inmovilizan y todo queda en paz; calla la tormenta a lo lejos y en mi ser interior, no jadea más que el bajo de un acompañamiento que lentamente se acalla.

Y heme aquí de nuevo escuchando el murmullo del bosque. ¿Es el mar Egeo que se extiende y que resuena? ¿Es acaso la Climma, la corriente marina? Se me va la cabeza de tanto escuchar con el oído atento. Surgen en mí recuerdos de mi vida: mil alegrías, música y ojos y flores. No existe nada tan magnífico como el murmullo del bosque, parece mecerle a uno; es como la locura: Uganda, Tananarive, Honolulú, Atacama, Venezuela…

Pero son, sin duda, los años los que me vuelven débil y son los nervios los que se tienden en mí y resuenan al unísono. Me levanto y voy a colocarme cerca de la hoguera para dominar esta impresión: además, podría decir algo al fuego, pronunciar un discurso mientras la llama muere. Estoy en una casa incombustible y de buenas condiciones acústicas. ¡Ejem!

La caverna se queda a oscuras y reaparece ante mí el cazador de alces con su perro…

Empieza a helar cuando regreso a mi cabaña de troncos. La helada endurece en seguida los eriales y los pantanos y facilita la marcha. Voy matando el tiempo lentamente, con las manos en los bolsillos.

Nada me acosa, poco me importa el sitio en que me encuentro.

FIN