No, ciertamente, no me marché. Trabajando, conseguí dominar los días más sombríos de mi vida y di la última mano a la traída de aguas. El primer caudal de agua que llegó a la granja fue celebrado con una modesta fiesta y fue para nosotros una suerte tener durante algún tiempo un nuevo motivo de conversación. Lars Falkenberg nos había dejado. En los últimos días no existía desacuerdo entre él y yo. Fue otra vez el buen camarada de tiempos antiguos, cuando vagábamos de parroquia en parroquia. Era el hombre más dichoso, con su carácter ligero y su cabeza vacía. Por otra parte, gozaba de una salud inquebrantable. Es verdad que habían acabado para siempre las sesiones de canto abajo en la granja, pero experimentó cierta decadencia en su voz en los últimos años, y sólo le quedaba el glorioso recuerdo de haber cantado tiempo atrás, en reuniones de sociedad y en veladas, para los amos. No iban las cosas mal para Lars Falkenberg. Tenía una pequeña explotación con dos vacas y un cerdo, y, además, mujer e hijos. Pero ¿qué íbamos a hacer Grindhusen y yo? Yo podía vagabundear por cualquier parte; pero el bueno de Grindhusen no podía hacer lo mismo. A lo sumo, podía continuar en una ocupación y trabajar hasta que le despidieron. Cuando le anunciaron la noticia cruel, se acobardó tanto, que se sintió enormemente desgraciado. Momentos después, recobró la confianza; encontró una fe infantil, no en sí, sino en el destino, en la Providencia; cayó en la apatía y dijo: «Se encontrará algún remedio, con la ayuda de Dios». Pero también era feliz. Se acomodaba admirablemente a cada nueva ocupación que le daban y hubiera continuado hasta la muerte, si de él hubiese dependido. No sentía necesidad de ir a su casa. Sus hijos eran mayores y él podía pasarse sin su mujer. El antiguo mastín de pelo rojo de antaño no sentía otra necesidad que la de una ocupación para poder vivir. «¿A dónde vas al salir de aquí?», me preguntó. «Voy lejos, voy a la montaña, a Trovatn, a un bosque». Aunque en modo alguno daba crédito a mis palabras, dijo: «Puede ser».
Al terminarse la traída de aguas, el criado nos envió al bosque a los dos a partir leña, hasta el regreso del capitán. Nosotros descepábamos y escamondábamos detrás de los leñadores, y era un trabajo sencillo y fácil. «Sin duda nos despedirán a los dos cuando el capitán regrese», dijo Grindhusen. «Tú podrías emprender aquí un trabajo de invierno —le propuse—; la escamonda de esos mil doscientos árboles de siete pulgadas hará una masa de madera que podrías aserrar por un precio razonable». «Sí. Háblale al capitán». Y la esperanza de un largo trabajo de invierno dio a aquel hombre la tranquilidad. Podría continuar allí, de modo que tampoco iba la cosa mal para Grindhusen; pero quedaba yo, y ya mi permanencia allí empezaba a hacérseme insoportable.
El domingo, vagaba y vagaba, esperando al capitán, que había de regresar aquel día. Para mayor seguridad, di una larga vuelta siguiendo el arroyo que llenaba nuestro embalse. Quería ver una vez más los dos pequeños lagos sobre la colina: «Fuentes del Nilo». Al regresar, descendiendo por el bosque, encontré a Lars Falkenberg que se dirigía a su casa. En aquel momento precisamente se levantaba la luna llena, enorme y roja, y su claridad se esparcía por todas partes. También había una poca de nieve y de helada y se respiraba fácilmente. Lars estuvo muy amable. Había bebido un poco de aguardiente allá abajo, en la parroquia, y hablaba mucho y de buen humor; pero hubiera preferido no encontrarle. Me había quedado un buen rato sobre la colina, atendiendo el vago murmullo del cielo y de la tierra, y ningún otro ruido se dejaba oír. A veces, se percibía un chapaleo, y era una hoja seca que rodaba entre las ramas cubiertas de escarcha. Era como si se oyese una fuente pequeña. Después, el cielo y la tierra reanudaban su murmullo. Una clemencia se infundía en mí, poniendo una sordina a todas mis cuerdas.
Lars Falkenberg quiso saber de dónde venía y adónde iba. ¿El arroyo? ¿El embalse? Todo aquello eran tonterías. Los hombres podían llevar el agua ellos mismos. El capitán introducía tanto invento de moda, como la labranza de otoño y otros trucos, que seguramente daría la voltereta cualquier día. Decían que había una cosecha rica. «Sí, pero no pensaban en todos los gastos, con una máquina para cada cosa y con muchos hombres para cada máquina. ¿Qué hemos costado este verano Grindhusen y yo? Y, ¿qué es lo que ha costado el otoño? En los días antiguos había riqueza y música en Oevreboe. ¡Lo que he podido cantar en el salón! No quiero hablar de eso. Y ahora ya no queda ningún árbol grueso en el bosque». «Pero dentro de algunos años habrán crecido de nuevo». «¿Algunos años? Muchos años. Recuérdalo bien. No, amigo mío, no basta ser capitán y mandar, para que salgan bien las cosas. Ya no es el protector de la parroquia, y no veo nunca a nadie que le venga a pedir consejo en las diferentes circunstancias de la vida». «¿Viste al capitán allí? ¿Había llegado?», interrumpí yo. «Acaba de llegar. Parece un esqueleto. ¿En qué estaba pensando yo? ¿Cuándo te vas tú?». «Mañana», le contesté. «¿Mañana? ¿Mañana ya?». Lars se mostró lleno de benevolencia y de buenos deseos hacía mí. No creía que me marchase tan pronto. «Ahora, según parece, ya no te veré más; pero quiero decirte algo, y es que no malgastes tu vida no quedándote fijo en ninguna parte. Quiero decírtelo por última vez, aquí, en la carretera. Acuérdate de esto: mi situación no tiene nada de deslumbrante, pero conozco a pocos de nuestros semejantes que estén mejor colocados, empezando por ti. Yo tengo un techo sobre la cabeza, eso es lo que digo, mujer y niños; dos vacas, una que pare en otoño y la otra en primavera y, además, un cerdo. Esa es toda mi propiedad, de modo que no puedo alabarme, y, además, tengo una tierra de labranza, aunque muy modesta». «Sí, tú has salido de apuros. Tú has conseguido dominar la situación», le dije. Esta observación vuelve a Lars aún más afable. Me desea bienestar completo y me dice: «Respecto a todo, no habría nadie que pudiera dominar la situación mejor que tú, porque tienes disposición para toda clase de trabajos y sabes escribir y contar; pero tienes un defecto. Pudiste en otro tiempo, como ya te dije, hace seis o siete años, coger una de las criadas de la granja, como yo cogí a Emma, y establecerte de una vez, y ahora no iría a repetirte el consejo». «Es demasiado tarde», contesté yo. «Sí, has encanecido mucho… no sé a quién podrías ahora obtener en los alrededores. ¿Qué edad tienes?». «¡Oh! No me preguntes la edad». «Podrías no tener juventud precisamente, pero… tengo una cosa que decirte: acompáñame un poco más, y me acordaré». Continué. El buen Lars fue charlando durante el camino. Se ofreció a ayudarme cerca del capitán para que me concediese un terreno que desmontar. «Es extraño que haya olvidado totalmente aquello en que pensaba. Ven conmigo a casa y haré por recordarlo». Era todo benevolencia, pero yo tema varias cosas que preparar y no quería acompañarle tan lejos. «No verás al capitán esta noche, aunque regreses». «No, pero es demasiado tarde. Emma debe estar acostada y no quiero molestaros». «De ningún modo; si ella está acostada, pues bien, seguirá acostada. Estoy seguro de que alguna camisa tuya debe haberse quedado todavía en casa. Ven a recogerla. Esto evitará a Emma tener que llevártela luego». «No. Saluda a Emma de mi parte», me atreví a decir por fin. «No dejaré de hacerlo, y si, efectivamente, no tienes absolutamente tiempo para acompañarme a mi choza, tan modesta… ¿Te vas mañana temprano?». Olvidé que no podría ver al capitán aquella noche, y respondí que sí, que debía marchar muy temprano. «Entonces, voy a decir a Emma que baje con la camisa, y adiós, por ahora, y recuerda lo que te he dicho».
Tal fue nuestra separación. Después de haber descendido un trozo de camino, moderé mi marcha. En realidad, no corría gran prisa lo que tenía que empaquetar y que preparar. Di media vuelta y subí silbando por el claro de luna. Era una noche hermosa, no fría. Nada más que una calma grande, que una calma inmensa, tranquila y suave sobre todo el bosque. Media hora después, aproximadamente, me sorprendió la llegada de Emma con la camisa.
A la mañana siguiente no fuimos al bosque ni Grindhusen ni yo. Grindhusen estaba inquieto, y me preguntó: «¿Hablaste al capitán por mí?». «No le he dicho nada». «Ya verás cómo acaba por echarnos. Si tuviese un poco de iniciativa, me haría acabar con la madera que hay en el bosque; pero a él apenas se le ocurriría dar trabajo a un criado». «¿Y eres tú el que dice esto, Grindhusen? Antes apreciabas al capitán Falkenberg». «Sí, ya lo sabes. Sí, se comprende, puede ser también un buen hombre. Me asombraría realmente que el inspector no tuviese algún pequeño trabajo que encomendarme, porque ese inspector es una persona muy influyente…».
Conseguí ver al capitán a las ocho, y estuve hablando un momento con él. Después vinieron algunos vecinos a la granja, sin duda para darle el pésame. El capitán parecía fatigado, pero en modo alguno quebrantado. Su aspecto era firme y resuelto. Me preguntó algo sobre un nuevo proyecto de instalación de un gran secadero para el heno y los cereales. Ahora Oevreboe estaba en orden. Nada de emociones, ningún alma extraviada. Pensaba en ello casi con melancolía. Nadie colocaba sobre el piano del salón fotografías que ofendiesen; pero tampoco había nadie que tocase el piano, que allí está callado desde que emitió la última nota, porque la señora Falkenberg no estaba allí y ya no perjudicaba a nadie, ni a sí misma. Nada quedaba del antiguo orden de la casa. Faltaba saber si, en adelante, habría todos los días alegría y flores en Oevreboe.
«¡Con tal de que no vuelva a beber!», dije a Nils. «¡Oh! No creo que haya bebido mucho nunca. Aquellas juergas de otros tiempos eran más bien una estratagema del capitán. Hablando de otra cosa: ¿volverás en primavera?». «No —contesté yo—. Ahora ya no volveré más». Y el criado y yo nos despedimos. Quiero recordar el equilibrio de aquel hombre y su juicio recto. Me quedé observándole, mientras seguía andando por el patio. De pronto, se volvió a preguntarme. «¿Estuviste ayer en el bosque? ¿Hay bastante nieve para que pueda emplear el trineo? Necesito ir hoy a buscar leña». «Sí», le contesté. Satisfecho, se fue el criado para enjaezar los caballos. Grindhusen, que iba en la misma dirección del criado, se detuvo un momento cerca de mí, para contarme que el propio capitán le había ofrecido trabajo en el bosque para preparar la calefacción: «Sierra toda la madera que puedas, me dijo; continúa aquí todavía, y ya arreglaremos la cuestión del jornal». «Muchas gracias, y muy honrado, señor capitán», le contesté yo. «Ve a presentarte a Nils». ¡Qué tipo tan elegante! No hay muchos como él.
Un momento después, el capitán me hizo llamar y subí a su habitación. Me dio las gracias por mi trabajo en la granja, tanto fuera como dentro, y me pagó. En el fondo habíamos terminado; pero me hizo preguntas respecto al secadero y continuamos hablando un rato. «De todos modos esto podrá esperar hasta después de Navidades —dice el capitán—; pero cuando llegue el momento, te vería regresar con gusto. —Y, fijando en mí su vista, añade—: Pero tú no volverás nunca por aquí». Me quedé sorprendido, pero le miré a mi vez y le contesté: «Lo adivina usted». Al descender, reflexioné más en sus palabras. Me había adivinado el pensamiento. En todo caso, me había demostrado una confianza que yo apreciaba. Era, pues, un hombre bien educado. ¿Confianza? Pero ¿qué sabía él? Era yo un personaje fuera de curso, y me dejaba ir y venir y obrar a mi antojo en virtud de mi grandísima inocuidad. Así era, sin duda. Por otra parte, no había nada más que adivinar.
Recorrí la granja, me despedí de todos: de Ragnhild y de las criadas. Cuando atravesaba el patio con mi mochila, el capitán Falkenberg me dijo desde la escalinata: «Se me ha ocurrido una idea: si vas a la estación, el chico puede llevarte en el coche». ¡Qué hombre tan bien educado! Pero le di las gracias y decliné su oferta. No me encontraba tan fuera de curso que no pudiese hacer a pie aquel camino.
Heme de nuevo en mi pequeña ciudad. He venido porque la ciudad se encontraba en mi camino, el camino de Trovatn y de la montaña. Aquí todo está como antes, excepto que ahora hay una ligera capa de hielo sobre el río. Por la parte alta y baja del río, sobre el hielo, hay nieve. Tomo la precaución de comprar vestidos y de equiparme en la ciudad, y, una vez en posesión de zapatos nuevos, llevo los viejos al zapatero, que charla conmigo y me ruega que tenga la bondad de sentarme. «¿De dónde se viene?», me pregunta, y de súbito me encuentro de lleno en el ambiente de la ciudad.
Subí paseando al cementerio. También allí han tomado precauciones para el invierno. Han atado manojos de paja en torno de las plantas y de los arbustos, y sobre unos frágiles monolitos han construido un techo con altos capuchones de madera, protegidos con una capa de pintura. Parece que hayan pensado: «Aquí está mi tumba. Con precaución, puede servir para mí y para todos los míos durante muchas generaciones».
Es la feria de Navidad, y voy a curiosear. Hay trineos de niños y esquís, barriles de manteca y sillas de madera, muchas poleas de color rosa, rodillos de calandria, pieles de zorra. Hay también chalanes[18] y ganaderos, que se mezclan con borrachos del valle alto; judíos que han venido a comerciar con uno o dos relojes torneados, aunque en la ciudad no haya dinero. Y los relojes vienen de aquel país que está allá arriba, en los Alpes, de donde Boeclin… no era, de donde nadie es y de donde nada viene.
¡Ah, nuestra feria de Navidad! Pero por la noche hay diversiones magníficas para todos. Se baila en dos salas. Los músicos tocan el violín de Hardanger, y «es incomparable, ni más ni menos». El violín tiene cuerdas de acero. Los sonidos no se desarrollan en frases; es una música puntiaguda, actúa de modo diferente sobre las distintas personas. Algunos lo saborean con delicia (delicia nacional), a otros les hace rechinar los dientes y aullar de tristeza. Una música de agudos jamás produjo mayor efecto.
El baile continúa. Durante una pausa, el maestro de escuela canta la poesía siguiente:
Tú, pobre vieja madre, trabajas mucho,
y tu sudor es como sangre…
Pero algunos mozos ansiosos no quieren más que baile. ¡Qué les importa a ellos! Están allí para ceñir por el talle a las muchachas bonitas, y el rapsoda no les importa. El maestro se detiene. «¡Cómo! ¿Mí siquiera a Vinje[19] se respeta aquí?». Hay tumultos. Se discute en pro y en contra. Gritos. Escándalo. Un canto lleno de poesía jamás produjo mayor efecto.
El baile continúa. Las muchachas del valle van fardadas con cinco faldas de flores, pero tanta ropa no estorba sus movimientos, porque tienen la costumbre de llevarla. Y el baile continúa. Es algo tempestuoso, el aguardiente activa el movimiento; un vapor sube de aquella marmita de hechiceras, de brujas. A las tres de la mañana, llega la Policía y da un golpe en el suelo con el bastón. Es la señal. Los bailarines salen al claro de luna y se dispersan por la ciudad y los alrededores, y, nueve meses después, las muchachas del valle dan la prueba de que les faltaba otra falda de flores para ser herméticas. Unas faldas de flores permeables jamás produjeron mayor efecto.
El río está silencioso. El río no existe, al parecer. El invierno cayó sobre él. Sigue moviendo las fábricas de pasta de papel, las serrerías y los molinos instalados en las orillas, porque es y sigue siendo un gran río, pero sin vida. Se ha encerrado bajo una tapia. ¿Y el salto de agua? Deja mucho que desear. Antes hundía mi mirada en él, lo escuchaba y pensaba: «Este bramido, ¡qué influencia acabaría por ejercer sobre mi cerebro, si tuviera que oírlo siempre!». Está convertido en una pobre cascada que murmulla débilmente. Da vergüenza llamar a esto un bramido. Ya no es un salto de agua. Es una cascada en ruinas. Se ha hundido en la miseria. Grandes piedras surgen por todas partes en su lecho, y algunos troncos de árboles se han atravesado. Podría pasarse a pie seco saltando entre los troncos y las piedras.
He terminado en la ciudad, y llevo la mochila sobre la espalda. Es el domingo, y el tiempo está claro. Entro en el hotel a ver al mozo y me doy a conocer. Quiere acompañarme un rato subiendo por la orilla del río. El mozo bonachón quiere llevarme la mochila, como si no pudiese llevarla yo mismo. Subimos por la orilla derecha, pero el verdadero camino pasa por la izquierda. Seguimos un sencillo sendero de verano. Un sendero abierto por los almadieros, con algunas huellas frescas en la nieve. Mi conductor no comprende bien por qué no hemos tomado la carretera. ¡Tiene una cabeza tan obtusa! Ya había subido dos veces por allí en los últimos días, y quiero volver a pasar, siguiendo mis propias huellas, que no son otras las que encontramos a lo largo del camino. Le pregunto: «¿Aquella señora de que hablaste en otro tiempo… la que se ahogó? ¿Fue aquí?». «¡Ah! ¿La que se cayó? Sí, aquí mismo. Fue espantoso. Veinte hombres del pueblo y de la Policía nos pusimos a buscar». «¿Se hundió?». «Sí, se fue al fondo. Colocamos planchas y escalas sobre el hielo, pero se hundían con nuestro peso, de modo que era igual romper todo el hielo. Mira, aquí está el camino», dijo el mozo deteniéndose. Vi en el hielo un sitio más oscuro… Allí fue donde los barcos dieron la vuelta, rompiendo el hielo y dragando. Ahora estaba helado de nuevo. El mozo continuó diciendo: «Acabamos por encontrarla. Fue cosa providencial, me permito decirlo, que el río hubiese quedado tan bajo. La mujer se fue al fondo desde el primer momento, y quedó como incrustada entre dos piedras. Apenas había corriente. De haber sido en primavera, la hubiese arrastrado muy lejos». «¿De modo que quiso atravesar el río?». «Sí. Todo el mundo quiere caminar sobre el hielo tan pronto como se forma. Es una diversión tonta. Una persona había conseguido pasar, dos días antes. Venía a pie precisamente por aquí, y el ingeniero descendía por el otro lado, después de haber dado un paseo en bicicleta. Entonces se vieron los dos y se saludaron o algo parecido, porque eran parientes. Entonces la señora debió entender mal una de las señas que él le hizo, creyendo que le indicaba que pasara, según dijo el ingeniero, pues ella se puso a atravesar el río. El ingeniero le gritó, pero ella no le oyó, y él tenía su bicicleta y no podía dejarla. Por otra parte, otra persona había conseguido atravesar antes. El ingeniero contó todo esto a la Policía, y todo se consignó por escrito, palabra por palabra. Al llegar la señora a la mitad del río se hundió. Debió de andar sobre un punto completamente deshelado. El ingeniero llegó como un rayo, en su bicicleta, a la ciudad y a sus habitaciones del hotel y empezó a llamar. Jamás oí una voz tan dolorida». «¡Una mujer ha caído al río! —gritó—. ¡Mi prima!». Salimos en seguida con él, provistos de cuerdas y bicheros, pero no pudimos hacer nada. La Policía llegó un momento después. Luego acudieron los bomberos, cogieron una barca y la trasladaron, por la orilla, adonde estábamos nosotros; allí la metieron en el agua y empezaron a dragar. No la encontramos el primer día, sino al día siguiente. «¡Fue una horrible desgracia!».
«¿No dijiste que vino su marido, el capitán?». «Sí. El capitán vino, y puedes imaginarte en qué estado se encontraba. Y respecto al entierro, todo el mundo fue, toda la ciudad. El ingeniero estuvo completamente fuera de sí durante mucho tiempo, según dicen en el hotel, y cuando el capitán llegó, el ingeniero salió de inspección, río arriba, sólo porque no podía soportar que le hablasen del accidente». «¿De modo que el capitán no lo encontró?». «No. ¡Bah! Sí… No sé… No sé… nada… Absolutamente nada…». Su contestación era muy ambigua, y yo comprendí que lo sabía todo. Pero aquello no tenía importancia, y no quise preguntarle más. «Bueno, gracias por tu compañía», le dije, y le di algún dinero, para un traje de invierno o para cualquier otra cosa. Me despedí de él y quise que se volviera, pero se empeñó en acompañarme un poco más; y para que yo consintiese, me dijo de pronto: «Sí, el capitán pudo ver al ingeniero mientras estuvo aquí». Aquel imbécil había llegado a comprender, por las murmuraciones de los criados en la cocina, que la situación no era muy clara entre el ingeniero y aquella prima que había vivido con él, pero era incapaz de comprender más. Y, no obstante, él fue quien acompañó y guio al capitán a lo largo del río, en busca del ingeniero. «El capitán debía necesariamente verse con el ingeniero, y lo acompañé. “¿Qué es lo que el ingeniero puede inspeccionar en un río helado?”, preguntó el capitán durante el trayecto. “No llego a explicármelo”, le contesté. Caminamos todo el día hasta las cuatro». «Quizás esté en aquella cabaña de troncos, porque tengo entendido que allí se reúnen los almadieros», dije. El capitán no quiso que continuara con él. Me mandó esperarle, se dirigió a la cabaña y entró. No habían pasado un par de minutos, cuando le vi salir con el ingeniero. Aunque hablaban en voz alta, no pude oírlos; pero, de pronto, vi que el capitán levantaba el brazo así y pegaba al ingeniero tan fuerte, que este rodó por el ribazo. ¡Dios le asista! Debió pasarle una tempestad por la cabeza; pero, no contento con ello, levantó él mismo al ingeniero y le descargó otro golpe. Después vino a buscarme y dijo: «Vamos a casa».
Me abismé en mis pensamientos. Me asombraba que el mozo, aquel hombre que no tenía un enemigo, que no guardaba rencor a nadie, hubiese dejado al ingeniero sin socorro cerca de la cabaña y no manifestase ningún descontento al contar el castigo. «El ingeniero debe de ser avaro con él y no le pagará sus servicios —pensé—. Ha debido darse importancia, reírse de él y portarse como un pillo». Acaso estaba en lo cierto y no sólo fueran celos lo que me inspiraba.
«Pero el capitán, ¡ese sí que daba propinas! Con ellas he pagado todas mis deudas. Sí. Todo lo he pagado». Cuando me desembaracé del mozo, atravesé el río. El hielo estaba bastante fuerte. Ya en la carretera, reflexioné, andando, en el relato del mozo. ¿A qué venía aquella agresión cerca de la cabaña? Esto decidía, a lo sumo, que uno de los dos era alto y fuerte, mientras que el otro era un alfeñique, con un trasero muy desarrollado. Pero el capitán era oficial, y el honor militar debió de despertarse en él entonces. Más le hubiera valido pensar en su honor cuando aún era tiempo.
¡Qué sé yo! Una vez hundida la esposa en el río, el capitán podía hacer lo que quisiese; que no por eso volvería a su lado y, aunque pudiese volver, ¿qué? ¿No sería aquel su sino? Los dos esposos habían intentado reparar el mal, sin conseguirlo. Recuerdo a la señora hace seis o siete años. Se aburría y tenía ya en aquella época algunos amorcillos, pero era fiel y distinguida. El tiempo continuó su obra. No tenía ocupación: tres criadas en la granja… No tenía hijos… Tenía un piano de cola…, pero no tenía hijos…
Y la vida se puede permitir el lujo de derrochar.
Y así, una madre y su hijo se hundieron en el río.