Capítulo XIII

La señora quiere que enganchen. Ha de ir a la estación, no tiene prisa; da orden a la cocinera de que prepare un cesto con provisiones, y como el criado pregunta si desea la carreta o el landó, reflexiona un momento y elige el landó de dos caballos. Partió. Guiaba Nils en persona. Regresaron al oscurecer, habían vuelto a mitad de camino. ¿Habría olvidado la señora alguna cosa? Reclamaba otros caballos y nuevas provisiones. Quería marchar de nuevo. Nils le hizo algunas objeciones. Se acercaba la noche, habrían de viajar en la oscuridad. Pero la señora repitió la orden. Esperaba sentada en la sala, sin quitarse el abrigo. No había olvidado nada y no se ocupaba de nada, pero continuaba allí con los ojos fijos. Ragnhild entró y le preguntó si podía serle útil en algo. «No, gracias». La señora estaba sentada, con el cuerpo inclinado hacia delante y como aplastada mortalmente bajo el peso de una desgracia. El coche estaba enganchado; la señora salió. Cuando vio que era Nils el que quería guiar, se apiadó de él y le dijo que Grindhusen la llevaría. Esperando a Grindhusen se quedó sentada en la escalinata. Y partieron. Era una hermosa noche fresca a propósito para los caballos. «O está embrujada —dijo Nils—, o yo no lo entiendo. Nada sospechaba yo, cuando llamó al cristal y me rogó que volviésemos. Habíamos hecho la mitad del camino, pero no le oí ni una palabra que revelase su intención de volver a salir inmediatamente. Tal vez había olvidado algo». «No —dijo Ragnhild—; fue al salón y entonces pensé en las fotografías. Creí que quería cogerlas y quemarlas, pero allí están aún. No, no ha hecho nada aquí».

Acompañé al criado por el patio, y le dije: «Esto va mal para la señora. Ya no tiene cabeza para nada. ¿Adónde crees que va ahora?». «Dios lo sabe; pero, oyéndola, parece que ni ella misma lo sabe». En el camino, durante la parada, me dijo: «¡Tengo tantas cosas que hacer, Nils! Debería estar en muchos sitios a la vez, pero tampoco debo abandonar la casa». «La señora no debía preocuparse tanto —contesté—. La señora debería simplemente recuperar la calma». «Pero ya sabes cómo se ha vuelto. No soporta que le digan nada, sea lo que sea. Se contentó con mirar el reloj y quiso continuar el camino». «Pero ¿todo esto pensaba yendo a la estación?». «No. Durante el regreso. Entonces fue cuando me pareció más excitada». «¿Escribió al capitán que fuese?». Nils movió la cabeza: «No. ¿Qué quería decir? ¿Mañana es domingo?». «Sí». «¡Oh!, no es por nada. Es que quiero emplear el domingo en encontrar un camino para traer leña este invierno. Hace mucho tiempo que pienso en ello: ahora es más fácil que cuando nieve». Tenía la cabeza constantemente ocupada en el trabajo de la granja. Lo hacía cuestión de honor y, además, quería mostrarse agradecido porque el capitán había aumentado notablemente su salario después de la cosecha.

Es domingo. Subo a dar una vuelta y a inspeccionar el dique. Unos días más y habremos concluido la traída. Esperaba con viva impaciencia verla terminada para reanudar la labor. En efecto, el capitán no se había mezclado para nada en mi empresa. No había dicho una palabra y tenía puesta en mí su entera confianza, de modo que no podía serme indiferente que el frío viniera a estropeamos algo. Al regreso de aquella expedición, vi el landó en el patio, pero los caballos estaban desenganchados. Que el coche de la señora estuviese de regreso, cuadraba bien con el tiempo; pero ¿qué hacía Grindhusen parado ante la escalinata? Cuando entré en la cocina, las criadas vinieron a mi encuentro. La señora estaba sentada en el landó. Había regresado a casa otra vez. Había llegado hasta la estación, y ahora quería volver. ¿Qué me parecía la conducta de la señora? «Sin duda está nerviosa —dije—. ¿Dónde está Nils?». «Ha ido al bosque, y según ha dicho, va a estar mucho tiempo ausente. Aquí sólo estamos nosotras y no podemos decir a la señora más de lo que le hemos dicho». «¿Y dónde está Grindhusen?». «Ha ido a cambiar los caballos. La señora continúa sentada en el landó, y no quiere salir. Ve tú y háblale». «¡Bah! Después de todo, no es muy peligroso que dé algunos paseos en coche». Salí y me dirigí a la señora. El corazón me latía fuertemente. ¡Qué fuera de sí estaba! ¡Cómo debía presentársele todo sin ninguna esperanza! Abrí la portezuela del coche, saludé y dije; «¿Permite la señora que guíe yo esta vez?». Me miró tranquilamente y contestó: «¿Está Grindhusen fatigado?». «No sé…». «Me ha prometido guiar. No. No está cansado. ¿No va a venir en seguida?». «No lo veo», contesté yo. «Cierra la portezuela y ve a decirle que venga», ordenó ella, y al mismo tiempo, se envolvió aún más en su abrigo.

Fui a encontrar a Grindhusen al establo. Estaba enjaezando otros caballos. «¿Qué pasa?», preguntó. «¿Vuelves a marchar?». «Sí. ¿Qué te parece? —respondió Grindhusen, y se detuvo un momento, para añadir—: Todo esto es muy raro. ¿Sabes a dónde quiere ir la señora?». «No». «Por ella hubiéramos regresado tan pronto como llegamos a la estación, pero le dije que no podríamos resistirlo. Se quedó a dormir en el hotel, pero esta mañana quiso regresar a casa, y ahora se empeña otra vez en volver a la estación». Grindhusen se dirigió a enjaezar los caballos. «La señora me ha rogado que te dieras prisa». «Sí, sí, ya voy. Pero ¿qué tiene este diablo de barriguera?». «¿No estás demasiado cansado para hacer el viaje otra vez?». «No. Ya me arreglaré. Y, además, me ha dado una buena propina. ¡Ya lo creo! Es una gran señora». Entonces dije a Grindhusen: «No creo que seas tú el que salga esta vez». Se detuvo de pronto. «¿No lo crees? Puede que tengas razón».

En aquel momento, la señora llamó desde fuera (había venido hasta la puerta): «Qué, ¿no estás dispuesto? ¿Debo esperar aún mucho tiempo?». «No, señora; voy en seguida —respondió Grindhusen, más afanado que nunca—. Era únicamente esta barriguera». La señora se volvió al landó. La espesa pelliza que llevaba era demasiado pesada para ella, y al caminar había de mover mucho los brazos para mantener el equilibrio. ¡Qué desagradable era mirar todo aquello! Parecía una gallina que para huir más aprisa ha de apoyarse en las alas. Fui a donde estaba la señora. Me mostré cortés, casi humilde. Me quité la gorra y le rogué que renunciara al nuevo viaje. «No serás tú quien guíe». «No; pero si quisiera la señora decidirse a quedarse en casa…». Escandalizada, me miró de arriba abajo con altivez, y me dijo: «Perdona, pero no tienes derecho a meterte en este asunto, aunque te hice despedir en cierta ocasión». «No es por eso», dije desesperado, y me fue imposible contestar otras palabras. Tomándoselo ella de aquel modo, me reducía a la impotencia. Me dio un arrebato de ira. No tenía más que extender el brazo y llevarme a aquella bribona, aquella lastimosa gallina. Tal vez hice un ademán, porque se estremeció de miedo y se apartó.

Reaccioné al momento. Volví a ser tonto y débil y arriesgué otra tentativa: «A todos nos duele mucho que usted se vaya. Inventaríamos algo para distraerla. Yo puedo leer, leer algo en voz alta, y Lars es un buen cantador. Acaso pueda contar alguna cosa, una historia o un cuento. Ahí está Grindhusen. ¿Quiere que le diga que se vaya?». Pareció tranquilizada y reflexionó un poco. Después contestó: «Debes estar en un error. Voy a buscar al capitán. No ha venido anteayer, no ha venido ayer; pero vendrá algún día y quiero salir a su encuentro». «¡Ah!». «De modo que vete. ¿Está ahí Grindhusen?». Me callé como un muerto. La señora tenía razón. Su conducta era plausible y yo me había puesto otra vez en ridículo. «Aquí está Grindhusen», pude al fin contestar. Me puse la gorra y ayudé a Grindhusen a enganchar. Estaba tan desconcertado, que no conseguí formular una excusa; pero di vueltas a derecha e izquierda, tocando los arneses por todas partes para ver si estaban en regla. «¿De modo que tú guías, Grindhusen?». «Sí, yo». Cerró la portezuela con un golpe seco, y el landó rodó fuera del patio.

«¿Se ha marchado?», preguntaron las criadas juntando las manos. «Sí. Se ha marchado. Va en busca de su marido». Subí al dique. Como Grindhusen nos abandonaba, faltaba un hombre en el equipo, y era cuestión de aumentar proporcionalmente nuestro rendimiento; pero ya la luz se había hecho en mi espíritu. Me había dejado engañar aturdidamente. Otra vez la señora había mentido al decirme que iba a esperar a su esposo. Por los caballos no había de preocuparme: estaban descansados, porque se suprimieron los acarreos durante los días en que el criado trabajó con nosotros en el canal. Pero ¡qué imbécil fui! ¿Por qué no subí al pescante sin pedir permiso? Y luego… luego, las locuras que hubiera podido ella imaginar hubieran dependido en parte de mí, y las hubiera impedido. ¡Ah! ¡Viejo enamorado! La señora sin duda tenía su idea. Quería vengarse de la ausencia del capitán estando ausente cuando él llegase. Aquel ir y venir denotaba indecisión. Tan pronto quería como no quería, pero la idea no era otra, y yo, pobre de mí, a pesar de mi experiencia de vagabundo, no había comprendido oportunamente para velar por los intereses burgueses de los esposos en sus asuntos de amor. Claro que aquello les incumbía a ellos. ¡La señora Falkenberg rodaba por la pendiente de la depravación! Tenía en su vida una mancha que la perjudicaba seriamente. Casi era indiferente lo que hiciese en adelante con su persona. Ya había empezado a mentir. De los ojos de music-hall había pasado a la mentira. Ahora mentía por necesidad; mañana lo haría por gusto, una cosa arrastraba otra, y, además, la vida es bastante rica para permitirse el despilfarro de una mujer.

No nos faltaban más que algunas brazas para terminar, pero ya estábamos a tres grados bajo cero por la noche, aun cuando eso no nos impidiera avanzar sin retraso. Grindhusen había vuelto, y trabajábamos abriendo un túnel para el tubo, por debajo de la cocina; pero yo cavaba por debajo del establo y por debajo de la caballeriza, porque era la faena más importante. El criado Lars se atareaba en el canal que subía al dique. Por fin me decidí a preguntar a Grindhusen sobre la señora. «¿De modo que la señora no regresó contigo a casa la última vez?». «No, tomó el tren». «Sí, sin duda se dirigió en busca de su marido». Grindhusen se había vuelto muy circunspecto conmigo. Estuvo dos días sin hablarme, y ahora se contentaba con responder: «Sí, eso debe de ser. Sí, eso debió haber hecho. Ya comprendes, su propio marido…». «Pienso que acaso fuese a Kristiansand con sus padres». «Sí, también puede ser —decía Grindhusen, y le parecía mejor esta idea—. Es claro como el día que habrá ido a dar una vuelta por ahí. Sí, sí; volverá pronto, sin duda». «¿Lo ha dicho ella?». «Sí, así parece. En realidad, el capitán no ha venido tampoco. Sí, es una mujer muy elegante: “Toma, aquí tienes un poco de dinero para la comida y para la bebida, para ti y para los caballos, y, además, un pequeño suplemento”. Eso dijo. ¡Oh! No hay otra señora como ella. No, no la hay».

Pero a las criadas, con las que era más atrevido, les había dicho que, según toda apariencia, la señora no volvería más a casa. Durante todo el camino había preguntado a Grindhusen sobre el ingeniero Lassen y, sin duda, había ido a su casa. ¡Oh! En casa de aquel hombre no le faltaría nada, con tanta riqueza y tanto esplendor como había en ella. Entonces llegó otra tarjeta del capitán para la señora, en la que le rogaba solamente que enviase a Nils para buscarle a la estación, el viernes, y que no olvidase el abrigo. La tarjeta llegaba con retraso. Viernes era el día siguiente. Por lo demás, fue una suerte que a Ragnhild se le Ocurriese mirar el reverso de la tarjeta dirigida a la señora. Continuamos en el dormitorio del criado la conversación sobre el capitán. ¿Cómo tomaría aquello? ¿Qué le diríamos? ¿Deberíamos decir algo? Las tres criadas asistían a esta deliberación. La señora tenía tiempo de haber llegado a Cristianía cuando el capitán le escribió la tarjeta, lo que demostraba que había tomado otra dirección. Todo esto era más que triste. El criado preguntó: «Pero ¿no ha dejado nada escrito?». No, no dejó ninguna nota. Precisamente, Ragnhild, por su propia voluntad, había hecho algo que acaso no debió hacer. Había arrojado al horno de la cocina las fotografías que estaban sobre el piano. «¿Hice mal?». «No, Ragnhild, no». Siguió contando que había separado todos los pañuelos que no eran de ella. Encontró muchos en la alcoba: un saquito bordado con las iniciales del ingeniero Lassen, un libro con una dedicatoria firmada por él, bombones empaquetados con su dirección, y todo lo había quemado. Sí, Ragnhild era una muchacha extraordinaria, de un instinto poco común. Acaso el diablo se había hecho fraile. ¡Ella, que se había aprovechado tanto de la alfombra roja que tanto embellecía la escalera, y de todos los agujeros de las cerraduras!

Me vino de perlas que el capitán no pidiera antes el coche, porque ya estaba terminado el canal en toda su longitud, y para colocar los tubos no tenía necesidad de Nils. En cambio, necesitaría la ayuda de todos cuando se tratase de cubrirlo. Por otra parte, habían vuelto las lluvias, y el termómetro subía algunos grados sobre cero. Fue ciertamente un gran bien para mí tener en todo aquel tiempo la traída de aguas para distraerme. Esto apartó de mí muchas mariposas negras, que hubieran acudido sin aquella ocupación. A veces sufría el martirio y apretaba los puños, y cuando estaba solo en el dique, me asaltaba la nostalgia del bosque, pero no podía marcharme. ¿Y adónde hubiera ido?

Llegó el capitán. Recorrió en seguida toda la casa: fue a la sala, a la cocina, subió a los dormitorios de arriba y volvió a bajar, sin quitarse el abrigo. «¿Dónde está la señora?», preguntó. «La señora salió a buscar al capitán —respondió Ragnhild—; creíamos que regresaría con usted». El capitán empezó a inclinar la cabeza; después dijo para tantear el terreno: «¿De modo que ha ido con Nils? Lástima que no haya mirado mejor en la estación». Entonces Ragnhild dijo: «La señora se marchó el domingo». El capitán logró dominarse, y contestó: «¿El domingo? Entonces, habrá querido reunirse conmigo en Cristianía. Nos hemos cruzado en el camino. Precisamente hice una excursioncita, fui a Drammen… quiero decir a Fredriksstad. ¿Tienes algo que comer, Ragnhild?». «La comida está preparada». «Ahora que recuerdo, fue anteayer cuando hice esa excursioncita. De todos modos, no le sentará mal un pequeño paseo. ¿Todo va bien por la granja? ¿Los mozos siguen cavando el canal?». «Creo que han acabado». Y el capitán volvió a subir.

Ragnhild vino en seguida a repetirme las palabras del capitán para que supiéramos a qué atenernos y que no agravásemos el mal. Más tarde, el capitán fue a encontrarnos al campo. «Buenos días, muchachos», dijo saludando a la manera de los oficiales, y se sorprendió al encontrar los tubos ya colocados y al ver que empezábamos a cubrirlos de tierra. «Buenos trabajadores —dijo—. No sois tan pesados como yo para el trabajo». Y nos dejó para subir al dique. Cuando volvió, no tenía los ojos tan vivos, y ofrecía un aspecto más abatido. Acaso se había sentado allá arriba, en la soledad, a pensar en diferentes cosas. Se quedó un rato mirándonos, con la barbilla apoyada en la mano, hasta que Nils le preguntó: «¿Ha vendido la madera, capitán, y ha obtenido un buen precio?». «Sí, un buen precio; pero he necesitado todo este tiempo. Vosotros habéis sido más rápidos aquí». «Pero también hemos sido muchos —dije yo—. ¡Hasta cuatro!». Entonces intentó bromear y dijo: «Sí, ya sé que me eres adicto». Pero no ponía cara de bromas, y su sonrisa era impenetrable; el abatimiento se había apoderado de él por completo.

Al cabo de un momento, se sentó sobre una piedra que habíamos sacado del foso y que estaba llena de arcilla húmeda, y desde allí nos observaba. Entonces me acerqué y le dije, porque me parecía que iba a estropearse el traje: «Deje usted que quite la arcilla de la piedra». «¡Oh! No importa». Pero se levantó y me dejó limpiar un poco la piedra. Entonces Ragnhild llegó hacia nosotros corriendo a lo largo del canal. Llevaba en la mano una cosa blanca, un papel, y corría, corría. El capitán continuaba sentado y mirándola. «Es un telegrama —dijo ella jadeante—; lo ha traído un mensajero». El capitán se levantó y dio vivamente algunos pasos en busca de aquel telegrama. Después, desgarró la faja, lo abrió y lo leyó.

El capitán, que se había quedado sin aliento, hizo una aspiración profunda, y empezó a correr hacia la casa.

Cuando se hubo alejado un buen trecho, se volvió a gritar a Nils: «Engancha en seguida, que voy a la estación».

Después, continuó corriendo.

Y el capitán partió, al cabo de algunas horas de haber llegado. Ragnhild contaba lo alocadamente que aquel hombre desgraciado quería subir al coche: sin abrigo, olvidando el cesto de provisiones que le había preparado. El telegrama que acababa de llegar estaba abierto sobre la escalinata. «Accidente… —decía— su esposa. Comisario de Policía». ¿Qué significaba todo aquello? «No tuve la menor duda, desde el momento que vi el telegrama —respondió Ragnhild con tono desacostumbrado, volviéndose—; debe de ser una gran desgracia». «No lo creas —contesté yo». Leí y releí el telegrama—. Mira, no es tan terrible. Oye:

Le ruego venga en seguida, accidentada su esposa.

Comisaría de Policía.

Era un telegrama urgente y venía de la pequeña ciudad, de la Ciudad Muerta. Sí, eso era. Un bramido atravesaba la ciudad, había un gran puente, un salto de agua. Todos los gritos morían allí. Por cualquier parte que se gritase, nadie lo oía. No había pájaros…

Pero todas las criadas vienen y hablan en un tono insólito. Reinaría el desorden completo entre nosotros si no fuese ponderado y firme con ella. «La señora ha debido de caerse y herirse. No tenía mucha seguridad en sus piernas, pero acaso se levantó por sí misma y pudo caminar bastante bien, aunque sangrara un poco. ¡Oh! Estos comisarios de Policía tienen siempre mucha prisa en telegrafiar». «No, no —dijo Ragnhild—. Tú sabes que si el comisario de Policía telegrafía, es que a la señora se la ha encontrado muerta en algún sitio. No; o ha sido que… no ha podido… soportar…».

Fueron días malos. Trabajé más que nunca, como un sonámbulo, sin paciencia y sin placer. ¿Iba a regresar pronto el capitán? Tres días después, llegó tranquilo y solo… El cadáver había sido enviado a Cristianía. El capitán venía sólo a buscar ropa, para volverse en seguida, a fin de asistir al entierro. No estuvo en casa más que una hora. Tuvo que marcharse precipitadamente para alcanzar el tren de la mañana. Por mi parte, ni siquiera le vi, puesto que estaba en el campo. Ragnhild le preguntó si había encontrado a la señora con vida. Él la miró y frunció el entrecejo. Pero la criada no se quedó satisfecha, y le rogó, en nombre de Dios, que fuese bueno y le dijese algo, y otras dos criadas que estaban detrás de ella también manifestaban desesperación.

Entonces el capitán contestó…, pero con voz tan baja que parecía que hablaba consigo mismo: había muerto hacía muchos días cuando llegó. Fue un accidente. Quiso atravesar el río, pero la capa de hielo era demasiado delgada. No, no había hielo, pero había piedras resbaladizas. Además, también había hielo. Entonces las criadas comenzaron a lamentarse, pero esto era demasiado para el capitán. Se levantó de la silla en que estaba sentado, tosió rudamente y dijo: «Bueno, está bien, hijas mías; marchaos. Oye, Ragnhild. —Y he aquí lo que él preguntó—: ¿Qué quería decir…? ¿Eres tú acaso la que ha quitado las fotografías de encima del piano? No comprendo dónde pueden haber ido a parar». De pronto Ragnhild encontró su asombrosa presencia de espíritu y contestó (el Señor la bendiga por su mentira): «¡Yo no! Fue la señora la que las quitó un día». «¡Ah! Está bien, era solamente… No comprendía cómo habían desaparecido». Alivió al capitán recibir aquella noticia. Hablando, hizo saber a Ragnhild que no debía yo abandonar Oevreboe antes de que él regresara.