El capitán ha realizado la venta de la tala, y todo cruje y chasquea en el bosque. El otoño clemente deja la tierra tan blanda, que aún puede labrarse, y Nils aprovecha el tiempo como un avaro para abreviar las labores de la próxima primavera.
Se trata de enviarnos al bosque a Grindhusen y a mí. Yo ardía en deseos de volver a mis correrías por el bajo bosque, donde crecen los matorrales abundantes de acerolas, madroños y zarzamoras, y por las montañas. ¿Cuándo realizaría mi viaje? Por otra parte, Grindhusen no era un leñador capaz de rendir servicios al capitán. Sólo podía ayudar a manejar la sierra. Sí. Grindhusen se había convertido en un chambón[17]. ¡Parecía increíble! Aún conservaba todo su pelo rojo. Reventaba de salud, tenía siempre buen apetito y prosperaba. Durante el verano y hasta la mitad del otoño envió cantidades respetables a su familia, y no economizaba sus elogios al capitán y a la señora, unos amos tan buenos, que pagaban tan religiosamente… Qué distintos de aquel inspector, que regateaba cada mísero céntimo y acababa por descontar dos coronas que había honrada y lealmente… ¡Bah! Grindhusen podía desprenderse, con toda tranquilidad, de una o dos coronas llegado el caso, para algo de provecho o con un fin caritativo. ¡Pero, qué diantre! Grindhusen se había vuelto tan débil, que ya no se encolerizaba seriamente contra nadie. Y era capaz de volver a trabajar con el inspector por dos coronas al día. Era la edad, cosa del tiempo que se había apoderado de él, y que a todos nos alcanza.
El capitán me dijo: «En otro tiempo hablaste de la traída de aguas. ¿Es demasiado tarde para trabajar un poco este año?». «Sí», le dije yo. El capitán movió la cabeza y se fue. Seguí labrando otro día. Y el capitán vino a encontrarme de nuevo. En aquel tiempo lo recorría todo, desde la bodega al granero, trabajaba mucho y lo inspeccionaba todo. Apenas acabábamos de comer, salía. Se le encontraba en el granero y en el establo, en las tierras labradas y en el bosque, con los leñadores. «Puedes empezar la traída de aguas —me dijo—. La tierra está blanda y puede seguir así mucho tiempo. ¿Quién quieres que te ayude?». «Grindhusen puede ayudarme. Y Lars también, pero…». «¿Qué querías decir?». «Que puede venir una helada cualquier día». «Y también puede venir la nieve, y entonces no helará. Aquí, la tierra no se hiela todos los años —dijo el capitán—. Puedes coger más hombres contigo, y emplearlos, unos en excavar y otros en canalizar. ¿Has hecho alguna vez este trabajo?». «Sí». «Ya he advertido a Nils, de modo que no tienes que temer ningún disgusto», dijo sonriendo.
Llevé los caballos a la cuadra… Tenía el capitán tanta prisa, que me la comunicó a mí. Sentí una imperiosa necesidad de empezar en seguida, y corrí, más que anduve, a casa con los caballos. Con aquella preciosidad de casa, toda pintada, y aquella cosecha tan rica, al capitán le interesaba la traída de aguas, y, además, cortaba mil doscientos árboles de siete pulgadas en el bosque y liquidaba su deuda y acaso más. En seguida emprendí el camino, cuesta arriba, hasta el lugar elegido desde hacía tiempo para emplazamiento del embalse. Tomé la diferencia de nivel con la casa, medí e hice el trazado. Había en lo alto de la colina un arroyo tan encauzado y con una cascada tan vertical, que nunca se helaba en invierno. Era cuestión de construir allí un pequeño dique y practicar en las obras de albañilería las aberturas necesarias para el escape del agua, excesiva en primavera y en otoño. Oevreboe podía tener una traída de aguas. Podíamos extraer la piedra del mismo terreno: era granítico; en capas superpuestas. Al día siguiente, pusimos manos a la obra. Lars Falkenberg abría el canal para la traída. Grindhusen y yo hacíamos saltar la piedra, y los dos teníamos una práctica antigua desde el tiempo en que trabajamos en el camino de Skreja. Trabajamos cuatro días, hasta que llegó el domingo. Recuerdo aquel día de fiesta: el cielo estaba transparente, todas las hojas habían caído en el bosque, destacándose los troncos verdes por todas partes, y allá arriba, en el desmonte, el humo salía en línea recta de la chimenea. Por la tarde, Lars Falkenberg obtuvo del capitán que le prestase un caballo y una carreta para conducir un cerdo a la estación. Acababa de matarlo y quería enviarlo a la ciudad. De paso, recogería el correo del capitán.
Se me ocurrió pensar que era un día propicio para enviar al muchacho a buscar mi ropa interior a casa de Lars. No podía ser ello motivo de escándalo para nadie. «Tienes la mejor intención —me dije— al enviar al muchacho en busca de tu ropa limpia; pero ya verás cómo la intención no es tan buena, después de todo. Lo que te pasa es que envejeces». Dejé que pesara esta calumnia sobre mí durante una hora. Al fin y al cabo, mis escrúpulos no eran sino tonterías, hacía una tarde espléndida y era domingo. No había ningún quehacer. La sala de la servidumbre estaba vacía. ¿Tanto me pesaban los años que ya no me atrevía a subir la cuesta? E hice yo mismo el encargo.
El lunes, por la mañana temprano, Lars Falkenberg estaba de nuevo en la propiedad, y como la otra vez, me demostró su indignación: «Ya sé que subiste al desmonte, pero que sea la última vez. Recuérdalo bien». «Fui a buscar mi última ropa blanca». «Sí, ropa blanca por aquí, ropa blanca por allí. ¿No he podido traerte yo cien veces esa maldita camisa?». «No quería recordarte la historia de la ropa blanca». ¿Cómo diablos se había enterado de mi viajecito de anoche? La incorregible Ragnhild, sin duda, fue la soplona. ¿Quién podría ser más que ella? Pero quiso la casualidad que Nils, el criado, se hallase también presente. Salía de la cocina para cruzar el patio, bien ajeno a nuestra disputa, cuando Lars se volvió contra él con más enojo que contra mí. «¡Vaya! Otro que también hace de las suyas, con esa cara de mosquita muerta». «¿Qué dices?», preguntó Nils. «¿Qué digo?», respondió Lars. «Vete a lavar la boca con alguna droga, y habla claramente». Entonces el criado se detuvo para ver de qué se trataba, y dijo: «No te entiendo». «¡Ah! Tú sólo entiendes de labrar campos antes de limpiarlos de gavillas —replicó Lars—. En eso entiendes más que nadie». Por primera vez, Nils se disgustó y gritó palideciendo: «¡Eres un detestable imbécil, Lars! ¿No podrías cerrar de una vez el pico y acabar con toda esa charla?». «¡Imbécil! ¡Pues hay que oír lo bien que habla ese viejo idiota! ¿Detestable has dicho? ¡Y te has puesto pálido! Has de saber que he estado más años que tú en Oevreboe y más de una noche he cantado para los amos; pero toda la alegría se fue al diantre. Pero tú recuerdas lo que era esto en otros tiempos —dijo dirigiéndose a mí—: Lars para empezar y Lars para acabar, y nunca se veían los trabajos atrasados. Y el que vino después de mí fue Alberto, que estuvo un año y medio. Después viniste tú, Nils; y ahora no hacemos más que trabajar como negros y acarrear avena día y noche hasta enflaquecer como una recortadura de uña». Al oír esto, no pudimos menos que reír Nils y yo, y Lars, lejos de sentirse ofendido por nuestra risa, se sintió orgulloso de su gracia, se serenó de pronto y rio con nosotros. «Sí, lo digo francamente; menos mal que eres un buen muchacho, y amable a ratos… Bueno, no quiero decir esto, pero sí servicial y agradable en cierto modo, y si no fuera porque…». «Bueno, ¿y qué? ¿Qué pasaría entonces?». Lars, cada vez de mejor humor, rio antes de contestar: «Podría machacarte y meterte dentro de tus zapatos». «¿Quieres tocar este brazo?», dijo el criado. «¿Qué pasa?», preguntó el capitán llegando hacia nosotros. Ya estaba levantado y no eran más que las seis. «Nada», contestó Lars. «Nada», repitió Nils. «¿Y el dique marcha? —me preguntó el capitán. Y sin esperar mi contestación se volvió a Nils para decirle—: Es preciso que el muchacho me lleve a la estación. Voy a Cristianía».
Grindhusen y yo nos volvimos a trabajar al dique, y Lars se dedicó al canal. Pero pesaba sobre nosotros un ligero malestar. «Es una lástima que el capitán se vaya», dijo Grindhusen. Yo pensaba lo mismo. Pero el capitán se ausentaba sin duda, por negocios. A más de la cosecha, necesitaba vender la madera. Pero ¿por qué se iba tan temprano, al rayar el día, si de todos modos tampoco llegaría al tren de la mañana? ¿Se habrían peleado de nuevo y querría estar fuera antes que se levantase la señora?
Se peleaban con frecuencia. El capitán y la señora habían de nuevo llegado a tal grado de indiferencia, que se hablaban sin mover visiblemente los labios, y volvían los ojos cuando necesitaban decirse algo. A veces, el capitán aún era capaz de mirar a la señora de frente y aconsejarla que saliese con aquel tiempo tan hermoso. Estando ella en el patio en cierta ocasión, le rogó que subiese a tocar el piano, pero quizá lo hiciese por el qué dirán y sin el menor interés. ¡Qué triste era todo aquello…! La señora se mostraba tranquila, y cuando se paraba en lo alto de la escalinata mirando las lejanas colinas cubiertas de bosque, estaba verdaderamente hermosa. Sus rasgos se habían suavizado y tenía el cabello leonado. Parecía una madre joven; pero ¡qué vacío sentía en derredor suyo!; ni invitados, ni piano, ni música; nada alegre, sólo pesar y vergüenza. El capitán le prometió llevar la cruz y la llevaba; pero sus fuerzas flaqueaban bajo el excesivo peso. Había entrado en su casa una desgracia, y una desgracia doméstica es más pesada que siete fardos. Cuando la señora se irritaba por cualquier cosa, olvidando su agradecimiento, el capitán bajaba la vista y no tardaba en coger el sombrero y marcharse. Todos los criados éramos testigos y personalmente pude observarlo muchas veces. Era evidente que no olvidaba ni un momento la falta de su mujer, pero jamás le hablaba de ella, a no ser que la misma señora le tirase de la lengua, al decirle, por ejemplo: «Ya sabes que estoy enferma y que no puedo andar igual que antes». «¡Calla, Luisa!», le decía él frunciendo el entrecejo, y empezaba la disputa. «Me lo vas a reprochar otra vez». «No, eres tú la que lo recuerdas; tú que has perdido el pudor. Tu caída te ha vuelto desvergonzada». «¡Por qué habré vuelto! Era mucho más dichosa en casa de mis padres». «Sí, o en casa del… galopín». «Pues, dijiste que en una ocasión te ayudó. ¡Dios mío! A veces siento deseos de volver a su lado. Hugo es mejor que tú». No era responsable de sus palabras, que probablemente iban más allá de su pensamiento; pero observaba una actitud desconocida para nosotros, algo desvergonzada. ¡Desvergonzada, la señora Falkenberg! Acaso no. Sólo Dios lo sabía. De todos modos, no manifestaba el menor rubor en entrar por la noche para dirigir a Nils palabras amables sobre su juventud y sobre su fuerza. Volví a sentir celos y envidia del criado, porque era joven, y pensaba: «¿Se habrá vuelto loca? ¿Por qué no muestra preferencia por los hombres maduros como yo? ¿Acaso la atraía la inocencia del criado? ¿O bien pretendía darse un poco de valor fingiéndose más joven de lo que era?».
Pero un día subió al dique en que trabajábamos Grindhusen y yo, y se sentó a mirarnos largo rato. ¡Qué fácil fue el trabajo durante media hora! El granito parecía maleable y se plegaba a nuestra voluntad. Construíamos el muro como cíclopes. Era que la señora estaba allí, y, no obstante, era irresponsable cuando nos hacía guiños. ¿Por qué no renunciaba a esta nueva costumbre? Sus ojos eran ya de suyo demasiado expresivos para que le sentase bien aquel juego. Yo pensaba: «O quiere hacernos olvidar sus tonterías con el criado, o bien continúa jugando por nuevos motivos. ¿Cuál es la justa hipótesis?». No se me alcanzaba, y Grindhusen ni siquiera notó nada. Cuando ella se hubo alejado, se limitó a observar: «¡Qué buena persona y qué elegante señora! Parece una madre. ¡Ha querido saber, tocando el agua, si estaba demasiado fría para nosotros!». Un día me detuvo en la escalera de la cocina para decirme: «¿Te acuerdas de la primera vez que estuviste en la granja?». Nunca hasta entonces había hecho alusión a aquel tiempo, y contesté en seguida: «Pues claro que me acuerdo». «Me condujiste una vez al presbiterio», dijo ella. Entonces empecé a pensar que acaso no le disgustase hablar un poco conmigo para distraerse, y quise ayudarla, allanar los obstáculos; sin duda me conmoví un poco. «Sí, lo recuerdo; fue un paseo magnífico, pero la señora tuvo frío». «No, fuiste tú quien tuvo frío, porque me habías prestado la manta, la manta del centeno. ¡Pobrecito!». Entonces me conmoví aún más y empecé, desgraciadamente, a envalentonarme. ¡Ah! De modo que ella no me había olvidado del todo, y acaso los años transcurridos no pesaban demasiado sobre mí. «La memoria de la señora debe engañarla respecto a la manera, pero comimos en una cabaña. Una buena mujer nos hizo café y usted me dio parte de su comida». Me apoyé en la baranda, y esto le chocó, porque sin duda le dio la impresión de que me disponía a un diálogo prolongado. Dije también: comimos en una cabaña. Realmente, fue demasiado lejos. Durante mi época de vagabundo había descuidado demasiado mis modales. Al notar su disgusto, me enderecé en seguida, pero ya era demasiado tarde. No es que dejara de ser amable, pero los malos días que había vivido debieron de volverla recelosa del todo y tal vez vio una descortesía en lo que no era más que una torpeza. «Sí, sí —dijo—, espero que te encuentres ahora en Oevreboe como en aquel tiempo». Saludó con una inclinación de cabeza y se fue.
Pasaron algunos días. Llegó una tarjeta postal amable del capitán para la señora. Pensaba regresar la semana próxima y anunciaba el envió de llaves, tubos y cemento para la traída de aguas. «Toma, mira —me dijo la señora acercándose con la tarjeta—, el capitán te envía estas cosas y te ruega que vayas a recogerlas a la estación». Estábamos los dos de pie, leyendo la postal en medio del patio, y era a mediodía. No sé cómo explicarme. Muy junto a ella, con la cabeza inclinada hacia la suya, sentía un bienestar hasta en lo más profundo de mi ser. Cuando hubo acabado de leer, se volvió a mirarme y no sé qué vería en mi rostro, que se quedó con los ojos fijos en los míos. ¿Sentía acaso mi vecindad como yo la suya? Aquellos dos ojos penetrantes que se quedaban fijos en mí eran dos pozos de amor sin fondo. No podía ser responsable. Su mirada tenía una profundidad patológica, y en lo más hondo de aquellos ojos asomaba algo de aquella vida extraña que agitaba su corazón. Empezó a jadear, y el rubor enrojeció su rostro. Por fin, dio media vuelta y se alejó lentamente. Me quedé con la tarjeta en la mano. ¿Me la había dado o la había tomado yo? «La tarjeta —le dije—, quédesela usted, voy a ir…». Tendió la mano hacia atrás, sin volverse y continuó su camino.
Aquel acontecimiento me preocupó durante algunos días. ¿Debí seguirla cuando ella se marchó? Hubiera podido probarlo, hubiera podido hacer una tentativa; su habitación no estaba lejos. Pero, en realidad, ¿por qué vino con la tarjeta? Pudo darme la orden verbalmente. Recuerdo que hace seis años nos encontramos en idéntica situación, leyendo juntos un telegrama del capitán. ¿La provocaba ella porque le proporcionaba placer? Cuando volví a verla, no descubrí huella alguna de confusión. Estaba amable y fría, de modo que había que olvidar toda aquella historia. ¿Se lo recriminaba yo? No, ciertamente.
Hoy ha tenido una visita, la de una vecina con su hija. Enteradas de la ausencia del capitán, han venido a distraer un rato a la señora, y acaso movidas también por la curiosidad. Las ha tratado espléndidamente, mostrándose muy amable con ellas, como siempre, y hasta ha tocado el piano. Al marcharse, la señora las ha acompañado hasta la carretera, en agradable conversación, aunque seguramente pensaba en otra cosa que en el estado de la granja y en la cría del ganado. ¡Qué interés se tomaba por todo y cuántas cosas sabía! «Vuelvan ustedes pronto. En todo caso, ven tú, Sofía». «Sí, gracias; pero usted, ¿no querrá venir nunca a Oevreboe?». «¿Yo? Si el día no hubiese estado tan adelantado, les hubiese acompañado ahora». «Pero mañana será otro día». «Sí. Es posible que vaya mañana. ¿Eres tú? —dijo a Ragnhild, que se acercaba a buscarla con un abrigo—. ¡Bah! No me hagas reír. ¿Crees que tengo frío?».
Después de esto, la moral general de la granja era mejor y ya no nos oprimía ninguna molestia. Grindhusen y yo continuábamos nuestro famoso embalse, y Lars Falkenberg llegaba cada vez más arriba con su canal. Y ya que el capitán estaba ausente tanto tiempo, quería activar y tal vez terminar las obras antes de su regreso. ¡Qué buen efecto le produciría si lo encontrase todo acabado! Porque sin duda le hacía falta una sorpresa agradable a su regreso, ya que acompañó su marcha la amargura de una disputa que le debió de recordar la desgracia de su hogar. Acaso vio algún libro no quemado que rodaba por la habitación de la señora. El caso es que el capitán había acabado por decir: «Pero ahora corto los árboles para pagar la deuda y tengo cosecha en reserva por bastante dinero. Espero, pues, que Dios me perdone… como yo le perdono. Buenas noches, Luisa».
Cuando hubimos colocado la última piedra del dique, Grindhusen y yo descendimos hacia donde Lars estaba y empezamos a terraplenar cada uno por su lado. El trabajo avanzó rápidamente. Hubo que hacer saltar alguna piedra, derribar algún que otro árbol, pero llegamos al fin, y tuvimos una larga y honda zanja desde el dique hasta la granja. Entonces volvimos sobre nuestros pasos, cavando a la profundidad deseada. El canal no era ninguna obra de ingeniería, sino la sencilla colocación de unos tubos a una conveniente profundidad para que no les llegasen los efectos de las heladas, y se trataba de conseguirlo antes que estas empezasen.
Ya por las noches formaban una costra sobre la tierra. Nils abandonó todo el trabajo para ayudarnos.
Pero el trabajo de terraplenar y aun el de albañilería era meramente manual y mi cerebro, en su ociosidad, revolvía todos los inventos del mundo.
Cada vez que recordaba el episodio de la tarjeta del capitán, todo mi interior se iluminaba de resplandores. ¿Por qué preocuparse más? Realmente, no valía la pena. Ni siquiera había seguido a la señora hasta la puerta. «Pero tú estabas allí, y allá estaba ella y recibías sobre ti aquel aliento que tenía sabor de carne. Venía ella de un mundo de tinieblas; no pertenecía a la tierra. ¿Recuerdas sus ojos?». Y todo daba vueltas en mí y tenía el corazón trastornado. Se estrellaban en mí, como olas, en un orden absurdo, nombres salvajes y tiernos, los nombres de los sitios de que acaso ella venía: ¿Uganda? ¿Tananarive? ¿Honolulú? ¿Venezuela? ¿Atacama? ¿Eran versos? ¿Eran colores? No sabía yo cómo defenderme.