Capítulo XI

El capitán dio a entender a Nils que pensaba adjudicar toda la tala o vender la madera sin cortar. Nils sospechó que el capitán procedía así para evitarse, en lo posible, las visitas de personas extrañas. «Sin duda han empeorado sus relaciones con la señora», se dijo Nils.

A la sazón, estábamos arrancando las patatas, y, ya no nos apuraba el trabajo, aunque quedaba mucho por hacer. La labranza de otoño estaba retrasada, y Lars Falkenberg y yo arábamos campos y praderas. Nils, aquel ser singular, encontraba, de nuevo, en Oevreboe, la vida tan insoportable, que sin duda se hubiera despedido si la vergüenza no le hubiera impedido abandonar su trabajo. Tiene ideas atrasadas sobre el honor, herencia transmitida a través de varias generaciones: un mozo salido de una gran granja se conduce de otra manera que un mozo salido de una alquería. Además, no había estado aquí bastante tiempo. Oevreboe estaba muy mal cuando llegó y exigía muchos años de trabajo, y aquel era el primero en que, con hombres de refuerzo, podía hacer algo de provecho. Pero también podía empezar a ver los frutos de su actividad. ¡Qué excelente cosecha este año, con un grano tan grueso! Por primera vez también, después de muchos años, el capitán contemplaba aquella rica cosecha, con asombro y reconocimiento. Podía vender grandes cantidades de grano; así, pues, hubiera sido insensato, por parte de Nils, abandonar Oevreboe. Tenía únicamente la obligación de dar una vueltecita por su casa, al norte de la parroquia, y se proporcionó un permiso de dos días cuando estuvieron arrancadas las patatas. «Debía de tener un motivo poderoso. Un asunto serio. Acaso tendrá alguna cita con su novia». Eso es lo que nosotros pensábamos. Cuando regresó, reanudó el trabajo con la misma actividad.

Mientras almorzábamos un día en la cocina, vimos salir precipitadamente a la señora por la puerta grande y descender por el camino presa de la mayor excitación. El capitán seguía llamándola: «¡Luisa! ¿A dónde vas?». Pero la señora respondió solamente: «Déjame tranquila». Nos miramos los unos a los otros. Ragnhild se levantó para salir en busca de la señora. «Sí, está bien —dijo Nils tranquilo, como siempre—; ve antes a la sala a ver si ha quitado las fotografías». «Aún están allí», respondió Ragnhild. En el patio, oímos al capitán que decía: «Ve a buscar a la señora, Ragnhild». No abandonábamos a su suerte a la señora, sino que todos nos interesábamos por ella. Mientras volvíamos al campo, Nils me dijo: «Debía quitar las fotografías. No está bien que las tenga allí. Está completamente embrujada». «¡Qué sabes tú!», pensaba yo. ¡Conocía tanto a los hombres y había aprendido tanto en mis años de vagabundo! Quise sonsacar un poco al criado. Acaso no deseaba más que darse importancia. «Me parece raro que el capitán no haya quemado los retratos hace tiempo». «No —contestó Nils—, tampoco lo hubiera hecho yo». «¡Ah!». «En todo caso, quien debiera hacerlo es ella». Caminamos un rato en silencio. Nils dijo algunas palabras que demostraban su seguro y profundo instinto: «¡Pobre señora! No ha podido librarse de la obsesión, después del mal paso que dio este verano; caerá enferma. Así es como yo veo la cosa. Hay personas que se reponen después de una caída, que pueden continuar caminando por la vida con manchas azules y amarillas; pero hay otras que no pueden levantarse». «Sin embargo, parece que ella se tomó la cosa un poco a la ligera», dije yo, para seguir sonsacando a Nils. «No sabemos nada. Me parece que ha estado embrujada todo el tiempo. Se ve obligada a vivir, naturalmente, pero no ha recuperado su equilibrio. Puede comer, reír y dormir, pero… Acabo de enterrar a una persona semejante», dijo Nils. Y ya no era yo un ser inteligente y despierto, sino un tonto, lleno de confusión, y dije: «¿Sólo fuiste a hacer eso? ¿Ha muerto?». «Sí. Lo ha preferido». De pronto, Nils añadió: «Ya no nos queda mucho que hacer». Y prosiguió su camino y yo el mío.

Pensé: «De modo que pudo ser una hermosa desgraciada, y, para enterrarla, se ausentó. ¡Ah, Dios mío! Hay ciertas personas que no saben librarse, que aquello les hiere en lo profundo y les causa una gran perturbación. Depende del temple de su naturaleza. Manchas azules y amarillas, ha dicho Nils». Entonces un pensamiento surgió en mí, y me detuve en aquel sitio: «Acaso no fue una hermana, sino su novia». Por una asociación de ideas vine a acordarme de mi ropa blanca y resolví enviar al muchacho a buscarla a casa de Lars.

Era de noche. Ragnhild vino a verme para rogarme que me mantuviese despierto. El asunto marchaba mal entre los amos. Estaba tan hondamente conmovida que, en la penumbra del crepúsculo no se atrevía a sentarse más que sobre mis rodillas. Así sucedía siempre: la emoción la volvía miedosa y tierna. Miedosa y tierna. «¿Puedes ausentarte sin alguien que te remplace?», pregunté yo. «Sí. La cocinera oye si llaman. Mira, yo siempre estuve de parte del capitán. Siempre le doy la razón». «Lo haces únicamente porque es hombre. Debieras estar a favor de la señora». «Dices eso porque es mujer —me contestó Ragnhild—, pero tú no estás iniciado en ciertas cosas, como yo. La señora es muy extravagante. Ha dicho que no nos preocupábamos de ella y que la dejábamos morir tan tranquila. ¿Has oído cosa igual? La he seguido, y es espantosa la conducta que ha observado». «No quiero saber nada», dije. «Porque crees que los he espiado. Te equivocas. Me hallaba en su habitación mientras hablaban». «¿De veras? Entonces quédate aquí hasta que te calmes un poco y luego bajaremos a ver a Nils». Ragnhild era tan miedosa y tan tierna, que me echó los brazos al cuello, abusando de mi benevolencia. Era una muchacha extraordinaria. Al cabo de un rato bajamos a ver a Nils, a quien dije: «Ragnhild cree que uno de nosotros ha de velar esta noche». «Sí —dijo Ragnhild—, ¡es tan desconsolador lo que ocurre en esta casa! Nunca estuvo peor. ¡Dios sabe lo que hará el capitán, no creo que se acueste! Los dos se aman, pero no se entienden. Cuando hoy se precipitó ella fuera de la casa, el capitán estaba en el patio y me dijo: “Ragnhild, ve a buscar a la señora”. Y me fui a encontrar a la señora. Se ocultaba detrás de un árbol, junto al camino. La encontré llorando y me sonrió. Quise hacerla regresar y me contestó que no nos preocupábamos de ella y que no nos debía importar dónde estuviese. “El capitán me envía a buscarla”. “¿Te ha enviado? —preguntó—. ¿Acaba de enviarte ahora? Espera un poco”. Quedó silenciosa largo rato y dijo: “¿Quieres coger esos abominables libros que están en mi habitación? O no, iré yo misma; pero cuando te llame después de la comida, sube al momento”».

«Sí», dije yo. Y pude llevarla conmigo. «¡Imaginaos que está embarazada!», dijo Ragnhild de pronto, y cambiamos una mirada. Por el rostro del criado parecía extenderse una sombra. Se contrajo su rostro y parecía que sus ojos se hubiesen adormecido. «¿Por qué se interesa tanto?». Por decir algo, pregunté: «¿La señora dijo que llamaría?». «Sí, llamó. Había de hablar al capitán, pero tenía miedo y me quiso a su lado. “Enciende otra luz y recoge esos botones que se me han caído”. Y llamó al capitán que estaba en su habitación. Encendí la luz y empecé a recoger botones. Había muchas docenas y de muchas clases. El capitán llegó. “Quiero, sencillamente, decirte (empezó la señora) que has sido muy amable enviándome a buscar por Ragnhild. ¡Dios te bendiga por haberlo hecho!”. “¡Bah! —dijo él sonriendo—. ¡Estabas tan nerviosa, querida!”. “Sí, estoy nerviosa, pero eso pasará. La desgracia es no tener una hija a quien enseñar a ser como es debido. ¡No me queda nada!”. El capitán se sentó en una silla. “Sí”, dijo él. “¿Dices que sí?”. “Sí, está escrito en ese libro”. “¡Oh! Esos malditos libros. Cógelos y mándalos quemar. No, los destrozaré yo misma y los echaré al fuego”, dijo ella. Y, acto seguido, cogió los libros, arrancó un puñado de hojas y las arrojó. “¡El convento! Eso es lo que había escrito; pero no puedo ir al convento, de modo que ni eso me queda. Crees que río cuando río, pero eso me pesa y no me río”. “¿Se te ha pasado el dolor de muelas?”, preguntó el capitán. “Ya sabes que el dolor de muelas no se me pasará en mucho tiempo. ¿Cómo? ¿No lo sabías?”. “No”. “Pero ¡Dios mío! ¿No ves, pues, en qué estado me hallo?”. El capitán la miró sin responder. “Pues estoy… Tú me has dicho que acaso pueda tener una hija. ¿No te acuerdas?”.

»En aquel momento levantó los ojos hacia el capitán…».

Ragnhild sonrió moviendo la cabeza, y continuó: «Que Dios me perdone si me río, pero el capitán puso una cara muy rara, parecía un cordero. “¿No te habías fijado aún?”, preguntó la señora. El capitán volvió la mirada hacia mí y dijo: “¿Qué haces aquí tanto tiempo?”. “Le he rogado que recogiese todos los botones”. “Ya he acabado”, dije. “¿Has acabado? —contestó la señora levantándose—. Vamos a verlo”. Y, cogiendo la caja, dejó caer al suelo por segunda vez todos los botones. Se esparcieron por todos los lados: debajo de la mesa, al lado de la chimenea, etcétera. “¿Has visto cosa igual?”, dijo la señora. Pero en seguida volvió a hablar de su estado: “¡Pensar que no había notado que yo…! En qué situación estaba…”. “¿No pueden quedarse ahí hasta mañana esos botones?”, preguntó el capitán. “Sí —dijo la señora—, pero entonces se me clavarán en los pies. No estoy habituada a… No puedo agacharme a recogerlos; pero si es por eso, déjalos”, me dijo ella. Y se puso a acariciar la mano del capitán. “¡Querido! ¡Querido! —Él retiró la mano—. ¡Qué enojado estás contra mí!”. “Pero ¿por qué me llamaste?”. “Porque esperaba que esto se arreglaría; pero veo que no tiene arreglo”. “¿No?”». «No». «Pero, entonces, ¿en qué pensabas cuando me escribiste diciendo que querías volver a tenerme? No me lo explico». «Me parece que Ragnhild ha terminado. Buenas noches, Ragnhild».

—¿Y te marchaste?

—Sí, pero no me atreví a alejarme de la señora. Ya comprenderéis que, al retirarme yo, no quedaba en situación muy airosa. Creí conveniente permanecer junto a la puerta, y si el capitán hubiera salido a decirme alguna palabra, le habría contestado francamente que no me alejaba de allí en vista del estado de la señora. No se dio el caso. La conversación entre ellos continuó más animada que nunca. «Sé lo que vas a decirme», dijo a la señora. «Que acaso no seas tú el que… Sí, acaso tú no eres el padre. Sí, bien puede ser. No sé cómo pedirte que me perdones». Y se echó a llorar. «¡Oh, querido! Perdóname, perdóname —dijo la señora postrándose de hinojos—. Acabas de ver que he destruido los libros y ya antes había quemado el pañuelo con las iniciales». «Aquí tienes otro pañuelo con las mismas iniciales —dijo el capitán—. ¡Qué hábil eres contra mí, Luisa!». La señora se sintió molesta. «Cuánto siento que lo hayas visto. Debí de traerlo de la ciudad. Olvidé repasar mi ropa blanca desde entonces, pero eso no tiene la menor importancia, ¿verdad? ¡Y si quisieras escucharme un poco! Debes de ser tú el que… Debe de ser tu hijo. ¿Por qué no había de ser tuyo? Sólo que no puedo asegurarlo». «Siéntate, serénate», dijo el capitán. Pero la señora le entendió mal, sin duda. «Sí, ya veo que no quieres escucharme; pero, entonces, ¿por qué me llamaste, en vez de dejarme tranquila?». A lo cual el capitán respondió algo que se refería a una persona que hubiera vivido siempre en una cárcel y agregó: «Si sale de la cárcel sentirá la nostalgia». Era algo parecido a esto. «Sí. Pero estuve con papá y mamá, y no fueron tan duros para mí como tú. Me dijeron que había estado casada con él y fueron razonables. Todos no ven las cosas como tú». «¿Podrías apagar la luz de Ragnhild? Está al lado de la lámpara, y me hace el efecto de que arde como si sintiera vergüenza». «¿Vergüenza de mí? —preguntó ella—. Sí, eso es lo que tú querías decir. Pero también tú has cometido yerros». «Sí, compréndelo bien —dijo él—; he cometido yerros, pero no hay nada que puedas alegar en tu favor». «¿Te parece que no?». «Nunca tuve…». «¿De modo que no has cometido ninguna falta?». «Te digo que sí. No la falta que tú has imaginado, sino otras faltas antiguas y nuevas. Pero no te traigo al hogar un bastardo en el corazón». «¡No! —dijo la señora—, pero fuiste tú quien no quiso que yo pudiera… que tuviéramos hijos, y yo tampoco lo quería; pero tú debiste saberlo mejor que yo, y eso es también lo que me dijeron en casa; porque si hubiese tenido una hija…». «Puedes ahorrarte el folletín —dijo el capitán—. Ese folletín de periódico o cosa parecida, eso te lo podrías ahorrar». «Sí, es verdad —respondió la señora—. No puedes negarlo». «¡Pero si yo no lo niego! Siéntate tranquilamente y escucha, Luisa. Esos hijos que tanto te preocupan, es algo que has oído hace poco y a lo que te has cogido como una tabla de salvación; pero antes no querías tener hijos, y nunca te oí hablar de querer tenerlos». «Pero tú tenías que saberlo mejor». «Otra cosa que has aprendido recientemente, pero no importa. Tal vez hubiéramos sido más dichosos con hijos. Yo también pensé en ello, pero demasiado tarde, por desgracia, y ahora ya ves en qué estado te encuentras». «¡Sí, Dios mío! Pero acaso eres tú él… No sé. ¡Oh, no!». «¿Yo? —dijo el capitán sacudiendo la cabeza—. Me parece que es la madre quien ha de saberlo; pero, en este caso, no es así. En mi hogar no es la madre quien lo sabe. ¿O acaso lo sabes?». La señora se calló. «¡Te pregunto si lo sabes!». La señora se arrodilló y se echó a llorar. Estoy de parte de la señora porque ¡es un caso espantoso para ella! Y en aquel momento estuve a punto de entrar a consolarla cuando oí que el capitán decía: «¿Te callas? Tu silencio es una contestación tan clara como si la gritases en voz alta». «No puedo decir nada más», replicó la señora, y siguió llorando. «Te amo por muchas razones, Luisa, y, entre ellas, por tu franqueza». «Gracias», dijo ella. «No han logrado enseñarte a mentir. Levántate». El capitán la ayudó a levantarse y la hizo sentar en una silla. Estaba tan desolado como la señora, que lloraba. Calló un momento. «Escucha bien lo que te digo: ¿qué haremos? ¿Esperar a ver a quién se parece, de qué color tiene el pelo, los ojos, etcétera?». «¡Oh! ¡Dios te bendiga! Hagamos eso, querido. ¡Dios te bendiga! ¡Dios te bendiga!». «Y yo procuraré llevar esta cruz. Esto me atormenta y me corroe; pero también yo he faltado». «¡Dios te bendiga!». «¡Y a ti también! —contestó—. Buenas noches. Hasta mañana, entonces». La señora se desplomó sobre la mesa sollozando. «¿Por qué lloras aún?». «Porque te vas. Antes tenía miedo de ti. Ahora lloro porque te vas. ¿No puedes quedarte un poco?». «¿Aquí? ¿Contigo? ¿Ahora?», preguntó él. «¡Ah! No pensaba… No era eso… ¡Pero estoy tan sola! No, no pensaba en lo que tú crees». «Bueno, ahora me voy. Tú comprenderás que no estoy de humor para continuar aquí más tiempo. Mejor será que te tranquilices y que llames a la criada».

Entonces me presenté.

El criado preguntó tras breve silencio: «¿Está acostada ahora?». Ragnhild no sabía nada. «Sí, acaso sí». Además, la cocinera se quedaba velando; pero, «¡Dios mío!», la señora se hallaba en una situación que no le permitiría dormir. «Es preciso que vayas a verla».

—Sí —dijo Ragnhild levantándose—. Pero no.

Decididamente, estoy de parte del capitán. ¿Qué queréis que os diga? Sí, estoy de su parte.

—No es tan fácil decidirse por uno de los dos. —Pensad que ha quedado embarazada de aquel. ¿Por qué se ha portado tan mal? Y me he enterado de que luego estuvo viviendo con él en la ciudad. ¿Tiene calificativo semejante conducta? He visto los muchos pañuelos que conserva de él y, en cambio, muchos de los suyos han desaparecido. De modo que ha debido de servirse indistintamente de unos y de otros. ¡Vivir con el otro cuando tenía un marido!