Capítulo X

El capitán y la señora llegaron al día siguiente, Nils y yo nos consultamos para saber si debíamos izar la bandera. Yo no me atrevía, pero el criado se dejó de reflexionar y la izó. La bandera ondeaba amplia y hermosa en lo alto del palo blanco. Estaba bajo sus pliegues cuando los amos descendieron del landó. La señora se adelantó hacia el patio. Se fijó en la casa y juntó las manos. La oí pronunciar en voz alta algunas palabras de asombro cuando entró en el vestíbulo. Fue, sin duda, al ver en la escalera la alfombra roja.

Apenas dejó Grindhusen los caballos en la cuadra, se me acercó asombrado por un descubrimiento y me rogó que fuese con él, porque tenía que decirme dos palabras en secreto. «Aquí hay algo irregular. Esa mujer no debe de ser la señora Falkenberg. ¿Está el capitán casado con ella?». «Sí, Grindhusen, el capitán está casado con su mujer. ¿Por qué lo preguntas?». «¡Pero si es la prima! Me apuesto la cabeza a que es la misma persona. Es la prima del inspector de la flotación». «No, Grindhusen. Acaso sea su hermana». «Me apuesto la cabeza. La he visto muchas veces en casa del inspector». «Bueno, bueno; después de todo, bien puede ser su prima. ¿Qué puede importarnos a nosotros?».

«La conocí al momento que bajó del tren. También me miró ella y tuvo un sobresalto. Tardó en reponerse del susto. No vengas a contarme ahora… Pero no acabo de comprenderlo… ¿Es de aquí?». «¿La señora estaba alegre o abatida?», le pregunté. «Sí lo parecía. A decir verdad, no lo sé». Y Grindhusen movió la cabeza. No podía comprender que fuese la señora. «Has debido de verla tú también en casa del inspector. ¿No la reconoces?». «Te pregunto si estaba alegre». «Alegre, sí, debía de estarlo. No lo sé. ¡Han hablado tan bulliciosamente en el coche! Y empezaron a hablar mucho en la estación. Decían cosas que no llegué a entender». «Se trata de saber si digo las palabras justas», decía ella. Pero le pedía insistentemente perdón por todo. Ya ves. «Sí, eso mismo digo yo», respondía el capitán. «¿Oíste nunca nada semejante? En el coche, creo que los dos lloraban». «He hecho pintar la casa y lo he arreglado todo un poco», dijo el capitán. «¿Eso has hecho?», dijo ella. Después, él habló de todos sus objetos, a los que nadie había tocado. No sé a qué objetos se refería, y él dijo: «Pero puedo asegurarte que todo está en el mismo sitio». «¿Has oído nunca nada parecido?». «Tus objetos», dijo él. Y el capitán dijo, hablando de una que se llama Isabel, que no estaba ya en su pensamiento, y que, según creí oír, no había estado nunca en su pensamiento. Entonces la señora lloró mucho, y estaba triste y descompuesta. Pero no habló de que ella hubiese estado en el extranjero, como el capitán decía. ¡Oh, no! Debía de venir de casa del inspector.

Empecé a temer que había cometido una torpeza trayendo a Grindhusen a Oevreboe. Ya estaba hecho; pero lo sentía. Me llevé a Grindhusen a un rincón y le dije rotundamente que la señora, en la propiedad, trataba a todo el mundo lo mejor que podía y el capitán también. «Recuérdalo bien. Y ten cuidado que el primer día que te atrevas a echar bravatas y a charlar, saldrás de aquí deslomado y se acabará tu vida de regalo. Me parece que andarás con cuidado antes de hacerlo. Tienes una buena plaza, con buenas propinas y buen alimento. Recuérdalo bien y cierra el pico». «Sí, tienes razón —dijo Grindhusen, y se excusó—. No he dicho nada más sino que se parece a la prima como dos gotas de agua. No he dicho nada más. Nunca he visto cosa igual. Y acaso no sea tan semejante. Tal vez sea un poco más rubia de cabellos que la prima, y no me atrevo a suponer que sea la misma cabellera, y jamás lo he dicho. Pero si quieres saber lo que he pensado a este respecto, puedo también decirte francamente que he pensado que era demasiado buena para que pudiera ser aquella prima. He aquí exactamente lo que he pensado. Porque sería denigrante que fuese prima de semejante individuo, y no comprendo que haya nadie en el mundo que pudiera serlo. No es por el dinero. Ya sabes que nosotros no nos preocupamos mucho, ni tú ni yo, cuando perdemos una moneda de dos coronas; pero fue una grosería, después de habérmelas colocado en esta mano, quitarlas de la cuenta. Sí. No he dicho nada más, pero nunca he visto semejante cosa. ¡No sé cómo te has vuelto en estos últimos días! En cuanto yo hablo, te echas encima. ¿Qué es lo que he dicho? Era tan avaro, que me daba dos coronas por día con los gastos de mi cuenta, y él lo regateaba todo. Sí. No quiero hablarte más, pero he aquí exactamente lo que pensaba, si acaso querías saberlo».

Pero toda la charla de Grindhusen no podía desvirtuar este hecho: había reconocido a la señora y se quedaba convencido de que era precisamente la que él imaginaba.

Ahora todo estaba en orden. Los amos en casa; los días claros; y la cosecha, espléndida. ¿Qué más podíamos desear? La señora me saludó afablemente y me dijo: «Oevreboe está realmente desconocido después que lo has pintado tan lindamente por todas partes. El capitán está muy contento».

Parecía mucho más tranquila que cuando la vi la última vez en la ciudad, en la escalera del hotel. No se sofocó al verme, como con Grindhusen. «Esto se debe a que no experimentó ninguna repugnancia —pensé con alegría—; pero ¿por qué no ha perdido la nueva costumbre de mirar con esos ojos vagos? ¡Yo, del capitán, se lo advertiría!».

Además, le habían salido en las sienes unas pecas; pero ¿qué importaba? No por eso estaba menos hermosa. «Desgraciadamente, no fui yo quien tuvo la idea de este bonito color gris para la casa. Tu memoria te engaña». «No me acuerdo bien. ¡Bah! Esto no tiene importancia, ya que el capitán decidió por sí mismo el color». «La escalera también está preciosa, así como la habitación de arriba, que parece doblemente clara y doblemente mejor». Lo comprendí bien. Por un motivo o por otro, creía que debía estar amable conmigo: «Bien está ya. Quedemos así».

Es el otoño. Los jazmines esparcen su perfume fuerte y turbador en el bosquecillo de lilas, y las hojas hace tiempo que se han convertido en amarillas y rojas allá lejos, en el bosque alto. No hay nada en la propiedad que no se regocije con el regreso de la señora. La bandera también manifiesta su júbilo. Parece un domingo. Las criadas se han puesto delantales limpios, recién planchados.

Cuando cae la noche, bajo algunos escalones de piedra del bosquecillo de lilas y allí me siento, gozando de las oleadas de fragancia que me envían los jazmines, después de un día caluroso.

Se me acerca y me dice: «No hay forasteros en la granja. No hay alboroto, al menos que yo sepa. ¿Has oído alboroto por la noche después que el capitán regresó del campo?». «No». «Hace ya sus buenas diez semanas de esto. ¿Qué te parece si ahora me descosiera esto?», pregunta Nils, enseñándome su insignia de la Sociedad de Templanza.

«El capitán ya no bebe, y la señora ha regresado, y no tengo necesidad de serles desagradable». Y, alargando el cuchillo, me dice: «Descose la insignia».

Hablamos un momento del campo. No piensa más que en el campo: «Sí, mañana por la noche habremos entrado, a Dios gracias, la mayor parte de los cereales. Entonces sembraremos el centeno del invierno. Lars ha estado aquí durante varios años sembrando a máquina, y creía que era lo mejor; pero nosotros sembraremos a voleo». «¿Y por qué?». «¡En un terreno como el nuestro! Mira al vecino. Sembró a máquina hace tres semanas, y una parte ha crecido y otra no. La máquina hunde el grano demasiado profundamente». «¡Cómo embalsaman el aire los jazmines esta noche! ¿Hueles?». «Sí. La cebada y la avena han progresado mucho estos días. Acaso sea mejor que nos vayamos a acostar».

Nils se levanta, pero yo continúo sentado Nils mira al cielo y augura una mañana radiante. Luego habla de podar parte del jardín. «¿Te quedas?», pregunta de pronto. «Sí, ¿por qué no? O acaso sea mejor que también me vaya».

Nils da algunos pasos, pero regresa y dice: «¿Qué vas a hacer aquí más tiempo? Ven conmigo». «¿Tú crees?», objeto, pero me levanto en seguida. Comprendo que Nils ha venido a buscarme con una idea. ¿Habrá adivinado? ¡Pero qué podía adivinar! ¿Sé acaso yo mismo a qué había ido al bosquecillo de lilas? Recuerdo que estaba tumbado boca abajo y masticando el tallo de una planta. Había luz en cierta ventana del segundo piso de la casa y yo tenía allí puestos los ojos y nada más. «No es por curiosidad; pero ¿qué pasa?», pregunto a Nils. «Nada —contesta—. Las criadas han dicho que estabas acostado aquí, y he venido a buscarte. ¡Oh, nada! ¿Qué quieres que pase?».

«Así fueron las criadas las que comprendieron», pensé yo con disgusto. Fue Ragnhild, aquel diablillo de la lengua afilada. Dijo, sin duda, más de lo que el criado ha querido descubrir. ¿Y qué? ¡Si la señora me hubiese visto desde la ventana! Tomé la resolución de ser indiferente y frío como el hielo, cada día, durante el resto de mi vida.

Ragnhild está muy a gusto. La espesa alfombra de la escalera ahoga el ruido de sus pasos. Puede subir cuando quiera, y, en un abrir y cerrar de ojos, encontrarse en el vestíbulo de abajo.

«No comprendo —dijo Ragnhild—; la señora ha regresado y, en vez de estar contenta, gruñe y llora». «Perdón, no lo haré más», y se echó a llorar, porque estaba insoportable. Pero desde que ha venido, todos los días dice que no lo hará más, y siempre vuelve a empezar. La pobre tenía hoy un dolor de muelas que le hacía gritar… «Vete a arrancar las patatas, Ragnhild —interrumpe Nils—; hoy no tenemos tiempo para charlar».

Y todos nos dirigimos al campo. ¡Teníamos tanto que hacer! Nils tiene miedo de que el grano germine en las hacinas, y prefiere trillarlo verde. Muy bien; pero esto hace que tengamos que aventar inmediatamente la mayor parte de los cereales y extender el grano sobre el suelo de todas las dependencias de la granja. Hasta sobre el suelo de las habitaciones de la servidumbre hay una capa de grano extendida para secar. ¿No tenemos nada más que hacer? Sí, muchas, muchas cosas, y todas urgentes. El tiempo se ha puesto mal y puede empeorar, de modo que ningún trabajo admite aplazamiento. Después de haber aventado el grano, tenemos que picar la paja verde y salarla y meterla en tinas para que no se estropee. ¿Hemos acabado ya? Aún falta mucho por hacer. Grindhusen y los hombres arrancan las patatas. Nils aprovecha los momentos precisos, después de algunos días de tiempo seco, para sembrar otras docenas de acres de centeno y lo hace rastrillar convenientemente por el pequeño. Lars Falkenberg continúa labrando. El buen Lars se ha sometido y convertido en un gran labrador, desde que los amos han regresado. Cuando la tierra resulta demasiado blanda, labra las praderas. Después de algunos días de sol y de viento, vuelve a labrar los campos.

Todo marcha regularmente, y el trabajo nos cunde entre las manos. Por la tarde, el capitán viene también al campo y nos ayuda. Cargamos los últimos cereales. El capitán Falkenberg, cuando trabaja, parece un muchacho. Es alto y fuerte y sabe ayudar. Carga la avena de las hacinas. En estos momentos está cargando la segunda carreta.

Entonces llega la señora por el camino y entra en el campo en dirección a las hacinas. Le brillan los ojos de placer al contemplar a su marido en la tarea. «Dios bendiga vuestro trabajo», le dice. «Gracias», contestó el capitán. «Así lo decíamos nosotros en Nordland». «¿Cómo?». «Nada, que así teníamos nosotros la costumbre de decirlo en Nordland».

El capitán se afana, y como la paja de avena cruje un poco, no oye siempre bien lo que dice la señora, y se lo hace repetir. Esto les molesta a los dos. «¿La avena está madura?», pregunta ella. «Sí, a Dios gracias». «Pero no debe estar seca». «No oigo lo que dices». «No he dicho nada». Prolongado y silencioso mal humor.

El capitán intenta decir unas palabras alegres de cuando en cuando, pero no obtiene contestación: «¿De manera que estás haciendo una visita de inspección? —dice él bromeando—. ¿Has ido a ver el campo de las patatas?». «No —contesta ella—, pero iré de buena gana si no puedes soportar mi visita». La impresión es tan penosa, que debo mover las cejas, demostrando mi molestia. De pronto recuerdo que, por ciertos motivos, debo mantenerme frío como el hielo, y frunzo las cejas aún más. La señora me mira y me pregunta: «¿Por qué haces muecas?». «¡Cómo! ¿Haces muecas?», dice a su vez el capitán, y se echa a reír. Inmediatamente la señora se aprovecha de la oportunidad y dice: «Esta vez han oído». «¡Oh, Luisa!», contesta el capitán.

Entonces, los ojos de la señora se arrasan en lágrimas. Permanece allí unos instantes, y después corre inclinada detrás de las hacinas y se pone a sollozar. El capitán la sigue y le pregunta: «¿Qué te pasa, Luisa? ¿Puedes decírmelo?». «No es nada. Vete», responde ella.

Oigo que empieza a vomitar detrás de las hacinas y la oigo gemir, diciendo: «¡Dios me asista!». «Mi mujer se encuentra hoy muy mal. Ninguno de nosotros sabe lo que tiene —dice el capitán—. Dicen que hay una enfermedad en la parroquia. Una especie de fiebre de otoño. Lo he oído decir en la oficina de correos». «¡Ah! ¿Lo oyes, Luisa? Hay una enfermedad en la parroquia. Seguramente eso es lo que tú tienes».

La señora no contesta. Continuamos cargando la avena, y la señora se aleja más y más, a medida que nos acercamos. De modo que cuando llegamos al último rincón de su escondite, aparece ella como sorprendida en falta. Está muy pálida. «¿Quieres que te acompañe a casa?», pregunta el capitán. «¡No, gracias; de ningún modo!», responde ella, y se pone en marcha.

El capitán nos ayudó hasta la noche a cargar la avena.

Todo volvía a desarreglarse de nuevo. Muy difícil era la situación, tanto para el capitán como para la señora, y no de las que tienen arreglo con un poco de buena voluntad por ambas partes, como diría la gente razonable. Tratábase de algo que no podía dominarse, de un desacuerdo que estaba en el fondo de ellos mismos. La señora acabó por rebelarse, y de noche atrancaba la puerta.

Ragnhild oía al capitán, hablando, ofendido, a través del tabiquete. Una noche el capitán exigió a la señora una entrevista en su habitación, antes de que se acostara, y hubo una nueva explicación, en que ambos pusieron la mejor voluntad para restablecer su felicidad. Mas, por lo visto, era demasiado tarde.

Estábamos Nils y yo sentados con los demás en la cocina, escuchando a Ragnhild. Nunca había visto al criado tan abatido. «Si esto vuelve a ponerse mal, se acabó —dijo—. Creí que todo se arreglaría con que la señora recibiese un buen rapapolvo, y ahora caigo de mi error. ¿Ha dicho que volverá a marcharse?». «Ha aludido a ello», contestó Ragnhild, y contó, poco más o menos, lo que sigue. He aquí cómo ha empezado el capitán: Preguntó si no creía que era la enfermedad epidémica que se le había contagiado. A esto contestó la señora que no debía ser la epidemia la que le había dado tal aversión hacia él. «¿Sientes aversión hacia mí?». «Sí. Hasta la exageración. Tienes el defecto de comer de un modo espantoso». «¿Como demasiado? —preguntó el capitán—. No sé si en realidad es un defecto o una propiedad. No hay medida fija para la comida». «Pero te miro durante tanto tiempo, que me veo obligada a ir a vomitar». «En todo caso, ahora no bebo demasiado, de manera que me comporto un poco mejor que antes». «No, no; ahora es peor que antes». Entonces el capitán dijo: «Me parece que debías ser un poco indulgente conmigo, en compensación de lo que yo… En compensación de lo que has hecho este verano». «Sí, tienes razón», respondió la señora, y se echó a llorar. «Esto me atormenta y me consume noche y día. Pero, de todos modos, no he dicho una palabra». «¡Oh, no!», dijo ella llorando a mares. «Y además fui yo quien te rogó que regresaras», dijo él. Pero entonces le pareció a ella, sin duda, que el sermón había sido demasiado largo. Dejó de llorar, y, echando la cabeza hacia atrás, contestó: «Hubiera valido más no llamarme, para hundirme así». «¿Que yo te hundo? —preguntó él—. Haces lo que quieres, como antes; pero nada te interesa; ni siquiera tocas el piano. Te contentas con poner dificultades a todo, y te parece que nada es bastante bueno para ti, y, por la noche, cierras la puerta. Bien, pues sigue cerrándola». «Eres muy difícil de contentar, permíteme que te lo diga —contestó ella—. No me acuesto una noche ni me levanto una mañana sin hacer lo imposible para evitar que te acuerdes de lo que ha pasado este verano. Dices que no sugieres ni una palabra. Ciertamente que no. Y no pasa mucho tiempo sin que me lo eches en cara. Un día se me trabó la lengua y dije Hugo. ¿Qué hiciste? Hubieras podido acariciarme y ayudarme a olvidarlo; pero te limitaste a burlarte de mí y a contestar: “No soy Hugo”. Ya sabía yo que tú no eras Hugo, y me reproché a mí misma por haberlo dicho». «Esa es precisamente la cuestión. ¿Te has reprochado bastante lo que ha pasado con Hugo?». «Sí, me lo he reprochado bastante». «No; me parece que estás demasiado orgullosa». «¿Y tú? ¿Cómo eres tú? ¿No tienes nada que reprocharte?». «Aún hoy tienes dos fotografías de Hugo sobre el piano. No te he visto la menor intención de quitarlas, aunque, no una, sino cincuenta veces te he indicado cuánto lo deseaba. Sí, te he mendigado ese gesto». «Estás muy fastidioso con tus fotografías», contestó ella. «Comprenderás que ya no tiene ningún valor para mí que las quites, porque te lo he suplicado cincuenta veces; pero hubieras dado pruebas de un poco más de pudor si las hubieras quemado el día de tu llegada. En cambio, por todas partes se encuentran, en tu habitación, libros con su dedicatoria. Y, por lo que veo, ese pañuelo lleva también sus iniciales». «¡Oh! Son puros celos por tu parte. No comprendo qué pueda importarte. No puedo matarle, como tú querías, ni es esa tampoco la opinión de papá y mamá, porque he vivido casada con él». «¿Casada con él?». «Lo que oyes. No todo el mundo nos ve a Hugo y a mí con los mismos ojos que tú». Entonces el capitán permaneció silencioso largo rato, moviendo la cabeza. «Además, tú tienes la culpa —agregó la señora—. Te marchaste con Isabel, a pesar de rogarte que te quedaras en casa. Fue entonces. Bebimos demasiado por la noche. La cabeza me daba vueltas». El capitán no respondió nada durante un momento. Después dijo: «Sí, cometí una falta al marcharme». «Sí, fue una falta —dijo la señora, volviendo a llorar—. No quisiera entender nada. No quisiste oír nada. Y luego me arrojas constantemente al rostro esa historia de Hugo, sin recordar lo que tú hiciste». «La única diferencia es que yo nunca viví con la señora en la que piensas. Nunca estuve casado con ella, según tu expresión». A esto la señora no contestó más que con una mueca dubitativa. «¡Nunca!», dijo el capitán, descargando el puño sobre la mesa. La señora tuvo un gran sobresalto y se quedó mirándole fijamente. «Siempre ibas pegado a sus faldas. ¿Por qué estabais en el pabellón y detrás de todos los tabiques?». «Eras tú la que estabas en el pabellón». «Sí, siempre yo, y nunca tú». «¡Ah! Si yo me pegaba a las faldas de Isabel, era simplemente para reconquistarte. Huías de mí y quería reconquistarte». La señora se quedó un momento reflexionando, luego se levantó de un salto y, echándole los brazos al cuello, dijo: «Entonces, me amabas a mí. Yo creía que todo había acabado entre nosotros. También tú huías de mí durante muchos años, todo iba a la deriva… No creía yo… No sabía… ¡Ah! ¡Conque me amabas a mí! Pero entonces, ¡Dios mío!, todo está bien». «Vuelve a sentarte —dijo él—. No hay más que una desgracia: el hecho nuevo que se ha presentado luego». «¿Qué quieres decir con un hecho nuevo?». «Ya lo había olvidado. Es preciso saber si te arrepientes de este hecho nuevo». La señora se quedó de pronto rígida y dijo: «¡Ah! Piensas en Hugo. Lo hecho, hecho está». «No es una contestación a la pregunta». «¿Si me arrepiento? Y tú, ¿eres del todo inocente?». Entonces el capitán se levantó y se puso a pasear por la habitación. «Lo malo es que nosotros no tengamos hijos —dijo la señora—. No tengo una hija a la cual poder enseñar a ser mejor que yo». «Ya he pensado en ello —contestó el capitán—, puede que tengas razón». Entonces se volvió hacia ella y le dijo: «Ha caído sobre nosotros un tremendo alud, Luisa; pero ya que sobrevivimos, hemos de esforzarnos en separar las piedras y los escombros que nos han cubierto y sepultado durante años, para ganar el aire libre y respirar de nuevo. Nada te impide tener una hija». Entonces la señora se levantó y quiso decir algo, pero sólo pudo repetir: «Sí, sí». «Estás nerviosa y cansada, ya pensarás después en todo esto. Buenas noches, Luisa». «Buenas noches», contestó ella.