Llegó el capitán cuando me disponía a dar la segunda mano de pintura a la granja.
Al oír su voz bajé de la escalera. Me felicitó por mi regreso. «¿Por qué te marchaste sin cobrar?», me preguntó.
Tuve la impresión de que me miraba con recelo al hacerme la pregunta. Por mi parte, contesté breve y fríamente que no pensaba convertirme en benefactor del señor capitán. El dinero podía continuar a mi disposición.
Entonces se tranquilizó y dijo: «Sí, sí, claro; has hecho bien en venir. Habrá que pintar de blanco el asta de la bandera».
No me atreví a proponerle de buenas a primeras todo lo que yo quería pintar de blanco. Me limité a contestarle: «Sí, me he procurado un poco de pintura blanca». «¿De veras? Está bien. Me han dicho que tienes un compañero». «Sí. Falta saber lo que el capitán opina». «Puede quedarse, puesto que Nils lo ha empleado en el trabajo del campo. Además, todos vosotros hacéis de mí lo que os da la gana —agregó bromeando—. ¿Estuviste en la flotación?». «Sí». Parecía querer preguntarme sobre mi trabajo a las órdenes del ingeniero; pero cambió de conversación y dijo: «¿Cuándo empiezas a pintar la casa?». «Pensaba hacerlo esta tarde. He de raspar antes algunos sitios». «Bien. Clava unos clavos donde el adorno de la madera haya cedido algo. ¿Has estado en el campo?». «Sí. Se presenta bien». «Durante la primavera trabajasteis de firme. Ahora la lluvia ya no vendrá mal en las tierras altas». «Grindhusen y yo hemos viajado a través de vastas extensiones que necesitan la lluvia mucho más que las tierras del capitán. Por aquí hay un fondo arcilloso, aun en las altas colinas». «Sí, es exacto. Pero tú, ¿cómo lo sabes?». «En la primavera hice un pequeño viaje de reconocimiento por aquí, y hasta cavé un poco. Creyendo que, más tarde o más temprano, el capitán instalaría una traída de aguas en su posesión, busqué el agua». «¿Una traída de aguas? Sí. A veces he pensado en eso, y hasta llegué a estudiar el problema; pero no podía hacerlo todo a un mismo tiempo, y, además, sobrevinieron entorpecimientos, y este año tengo otro empleo mejor que dar al dinero».
Por un momento se fruncieron sus cejas y quedó pensativo, mirando al suelo: «¡Bah! Con los mil doscientos siete pulgadas liquidaré el asunto, y aún más —dijo de pronto—. ¿Una traída de aguas? Tendría que llegar a la casa y a las dependencias. Haría falta una canalización». «Pero, en cambio, no necesitaría usted hacer saltar ninguna roca». «Sí, sí. Ya veremos. ¿Qué quería decirte? ¿Te divertiste mucho en la ciudad?». «No es una gran ciudad, pero hay bastante más gente que aquí, y de vez en cuando llega algún extranjero en el tren». Ya no cabía dudar que sabía quién fue a casa del ingeniero Lassen aquel verano. Contesté la verdad: que no me había gustado la ciudad. «¿No?». «¡Ah!». Y como si esto le hiciese reflexionar, miró con fijeza ante sí y se puso a silbar maquinalmente. Al partir saludó con un movimiento de cabeza.
Se le veía alerta y resuelto, sobrio como antes, interesado de nuevo en la prosperidad de la finca. No era, ciertamente, un hombre extraviado. Durante algún tiempo abrió su casa a la locura y a los placeres, pero su primera resolución seria puso fin a todo aquello. Un remo dentro del agua parece quebrado, y, sin embargo, está entero.
Llovió y tuve que suspender mi trabajo de pintor. Nils el criado, tuvo la suerte de entrar antes el heno, y todos los criados, así como las muchachas de la casa, se aplicaron a la escardadura de la patata. El capitán no salía de casa y estaba solo en su aburrimiento. De cuando en cuando arrancaba unas notas al piano de la señora. A veces venía a buscarnos al campo. No traía paraguas, y se dejaba calar hasta los huesos. «He aquí un tiempo magnífico. Un tiempo sin igual para la tierra», decía a veces.
O bien:
«Este año se anuncia como un año de oro».
Pero, al regresar a casa, se ensimismaba y permanecía retraído.
Nils, el criado, solía decir: «Nosotros somos más dichosos que él».
Escardamos, pues, las patatas, y luego nos dedicamos a la remolacha. Al concluir este trabajo, la lluvia amainaba ya. El tiempo, apetecible; año de oro. Nils y yo estábamos tan contentos y orgullosos como si hubiéramos sido los amos de Oevreboe.
Después, la siega comenzó en firme. Todos los criados trabajaban amontonando el heno detrás de la máquina, y Grindhusen tenía el trabajo de dallar en todos los sitios en que el terreno era inaccesible a la máquina.
Entretanto, yo embadurné la vivienda con la pintura gris. Llegó el capitán y me preguntó: «¿Qué pintura utilizas?». ¿Qué debía contestar? Me azoré un poco y temí que el capitán se negase rotundamente a dejarme pintar la casa de gris. Acabé por decir: «Es sencillamente una pintura. No sé cómo se llama. No tiene importancia. Es la misma que empleé para el fondo». De esta manera obtenía, en todo caso, un respiro. El capitán no dijo más.
Cuando hube embadurnado de gris los muros y de blanco las puertas y ventanas, pasé al pabellón y lo pinté del mismo color; pero resultó un color deplorable, porque la pintura amarilla no desaparecía y daba a la casa un tinte de café con leche.
Quité el asta de la bandera y la pinté de blanco.
Después volví a trabajar con Nils, y durante algunos días ayudé a hacinar el heno. Estábamos a principios de agosto. Cuando volví al trabajo de la casa, resolví empezar durante una semana muy temprano, para que cuando el capitán se levantase estuviera bien adelantada la pintura, y, por decirlo así, ya no tuviera enmienda.
Comencé a las tres de la mañana. Caía rocío, y tuve que frotar las paredes con un saco. Trabajé hasta las cuatro y tomé el café. Después hasta las ocho, a cuya hora se levantaba el capitán. Entonces me escabullí y fui a ayudar a Nils durante una hora.
La pintura había llegado a lo que yo había pretendido, y me eclipsé para dar al capitán tiempo de reconciliarse con el color gris, si acaso despertaba de mal humor.
Después de la comida de las diez volví a encaramarme a la escala y empecé a pintar con gran aplicación. Entonces llegó el capitán. «¿Das de gris la segunda mano?», preguntó: «Buenos días. Sí, señor; pero… no sé». «Pues, ¿qué diablos haces entonces? Baja de ahí». Descendí, pero no me sentí pusilánime.
Había imaginado algunas palabras que producirían su efecto, llegado el momento, o tal vez estaba equivocado de medio a medio. Intenté hacer creer que no tenía gran importancia dar la segunda mano en un tono o en otro; pero entonces el capitán me interrumpió y me dijo:
«¡Qué equivocación! ¡Amarillo sobre gris! Así todo aparecerá sucio».
«Entonces podríamos dar dos manos de amarillo para acabar».
«¿Cuatro manos?; además, no haces más que malgastar el blanco de cinc. El blanco de cinc es mucho más caro que el ocre».
En esto tenía razón, era el argumento que yo temía, y le contesté, resuelto: «Déjeme pintar la casa de gris, señor capitán». «¿Cómo?», exclamó asombrado. «Sí. Por la casa. Y por el sitio… con el bosque detrás. ¡Oh! Es que la casa tiene un estilo…». «Sí, el estilo gris».
Se alejó algunos pasos con impaciencia, y volvió. Entonces me fingí más inocente y supliqué la ayuda del Todopoderoso para encontrar alguna razón.
Le dije: «Ahora me acuerdo. No he podido imaginarme la casa más que en gris señorial desde un día… Fue su señora la que me dio la idea». Le observé. Tuvo un sobresalto fuerte y me miró un segundo con los grandes ojos abiertos. Después cogió el pañuelo y se secó los ojos como si le hubiese entrado una mota de polvo. «¡Ah! —exclamó—, ¿lo dijo ella?». «Me parece recordarlo claramente. Hace mucho tiempo, pero…». «Tonterías», dijo él, y se fue. Lo oí toser fuertemente cuando llegó al patio.
Pasó un momento. Me quedé en suspenso, sin saber qué hacer. No me atreví a continuar pintando a disgusto del capitán. Al cabo de una hora, después de haber trabajado partiendo leña, al regresar a la escala, el capitán se asomó a una ventana del segundo piso y me gritó: «Puedes continuar ya que el trabajo está tan adelantado. Nunca he visto cosa semejante». Después cerró de golpe la ventana, aunque la había encontrado abierta, y yo continué pintando.
Pasó una semana. Trabajaba en el henil y pintaba alternativamente. Grindhusen servía para abonar las patatas y rastrillar los prados, pero no tenía gran destreza para llevar las brazadas de heno. Nils, el criado, era un hombre aprovechado para todo trabajo.
Cuando estaba pintando la casa por tercera vez, y el delicado color gris, con los cuadros en blanco, la convertía en una mansión señorial, el capitán llegó una tarde, subiendo por el camino, y miró un momento. Sacó el pañuelo como si le molestase el calor, y dijo: «Sí, ya que estás tan adelantado, no hay más remedio que continuar. He de confesarte que no tuvo mal gusto cuando lo dijo; pero son niñerías. ¡Bah!». No contesté. Entonces el capitán siguió diciendo, sacudiéndose con el pañuelo:
«Ha hecho un día caluroso. ¿Qué quería decir? No está mal eso. Todo lo contrario; así, pues, ella tenía razón… Quiero decir que has encontrado el color justo. Hace poco estuve allí abajo, en el campo, y me produjo un efecto francamente hermoso. Y, por otra parte, ya que estás tan metido…». «Pienso como el capitán —dije—. Así la casa tiene ambiente. Sí. Hay que confesarlo. La casa tiene gran ambiente». «¿Hizo también ella esa observación sobre el ambiente? Quiero decir… mi mujer. ¿Hizo la observación sobre el ambiente?». «¡Hace tanto tiempo de esto! Pero me parece… seguramente…». «¡Bah! Poco importa. Nunca hubiera pensado que esto hiciese un efecto tan bonito. Pero te faltará pintura blanca». «No, porque cambié la amarilla».
Entonces el capitán sonrió, movió la cabeza y se fue. ¡Ah, no! Mi impresión no me había engañado.
Después, el acarreo del heno ocupó todo mi tiempo hasta que hubimos terminado. Para compensarme, Nils me ayudaba por la noche y durante una hora pintaba el pabellón. Hasta Grindhusen tiró de brocha y nos ayudó. No había sido nunca pintor, pero sabía manejar la brocha gorda. ¡Ah! ¡Grindhusen no tenía ya nada del pobre mendigo! Acabé la pintura. La casa se presentaba en su nuevo aspecto y estaba desconocida. Luego nos entretuvimos en limpiar un poco el bosquecillo de lilas y el pequeño parque. Oevreboe parecía otra propiedad. El capitán nos dio las gracias con efusión.
La recolección del centeno coincidió con las primeras lluvias de otoño; pero continuamos segando, y, a intervalos, teníamos buen sol. Necesitábamos ponerlo todo a secar en las hacinas. Teníamos grandes campos de centeno, abundante y tupido, y grandes campos de cebada y de avena, que aún no había madurado. Era un paisaje feracísimo[15]. El trébol «de semilla» había empezado a granar; pero la remolacha no estaba todavía en sazón:
«Le faltaba humedad en la raíz», según Nils, el criado.
Varias veces me mandó el capitán al correo. Un día llevé una carta para la señora. El capitán me entregó un manojo de sobres, y el de la señora estaba en medio e iba dirigido a su madre, a Kristiansand.
Cuando regresé por la noche con el correo, lo primero que me dijo el capitán fue: «¿Has echado las cartas?». «Sí», le contesté.
Pasó el tiempo, y durante los días lluviosos, que nos impedían trabajar en el campo, el capitán quiso que le pintase varias cosas del interior de la vivienda. Me enseñó los colores laqueados que había adquirido, y me dijo. «Mira, has de pintar ante todo la escalera. Le darás una capa de pintura blanca. Ya encargué una alfombra roja oscura para adornarla. Luego vendrán las puertas y las ventanas. En realidad, es un trabajo que corre prisa. Lo he tenido abandonado demasiado tiempo».
A mi juicio, la idea del capitán era magnífica. Durante muchos años se divirtió sin preocuparse del aspecto de su hogar, y ahora volvía a él los ojos.
Parecía despertar de un mal sueño. Me enseñó la casa de arriba abajo, indicándome lo que hacía falta pintar. Vi cuadros y esculturas. En la sala, un gran león de mármol y cuadros de Askevold y del gran Dahl. Debían de ser cuadros heredados.
El dormitorio de la señora, en el segundo piso, parecía habitado; bujerías de todas clases ocupaban sus sitios respectivos y los trajes colgaban de las perchas. Toda la casa era antigua y distinguida, con paneles estucados, y parte de los muros ricamente tapizados; pero la pintura se había descolorido o desconchado. La escalera era amplia y cómoda, con rellanos y un pasamanos de caoba.
Cuando estaba ocupado en esta pintura, vino el capitán un día, y me dijo: «Hay que entrar los cereales; pero pintar también corre prisa. Mi mujer regresa pronto. No sé qué podríamos hacer. Me hubiera gustado que la casa estuviera toda recién pintada».
«De modo que llamaba a la señora por aquella carta», pensé. Pero mi pensamiento fue más lejos. Habían transcurrido algunos días y desde entonces fui yo al correo varias veces, pero no traje carta de la señora, cuya letra conocía, por haberla visto seis años antes. El capitán creía, sin duda, que bastaba que él le dijese «ven». ¡Bah! Acaso tuviera razón; pero ella necesitaría hacer sus preparativos. ¿Qué sé yo? La pintura corría tanta prisa, que el mismo capitán subió a casa de Lars a decirle que fuese al campo en mi lugar. Nils, el criado, no estaba muy satisfecho con el cambio, porque Lars Falkenberg recibía órdenes y obedecía de muy mala gana en un sitio donde antes había mandado. No obstante, la pintura podía haber ido más despacio. El capitán envió dos veces al muchacho en busca del correo, pero yo, que espié al chico, no vi carta de la señora. Probablemente se negaba a volver, considerando que su situación era demasiado violenta para contestar «sí» cuando la llamaba su esposo. El caso es que se pintó todo y la pintura tuvo tiempo de secarse. Llegó la alfombra roja y se sujetó con barras doradas.
La escalera parecía suntuosísima. Las puertas y las ventanas de las habitaciones quedaron también extraordinariamente hermosas; pero la señora no venía.
Recolectamos el centeno. Comenzó en tiempo oportuno la cosecha de la cebada, pero la señora continuaba ausente. El capitán se paseaba por la carretera con los ojos vagos, silbando. Parecía haber enflaquecido. Muchas veces, cuando venía a vernos al campo, caminaba largo rato a nuestro lado y nos contemplaba sin decir palabra; pero cuando Nils le preguntaba algo, su pensamiento no parecía regresar de lejos. Respondía en seguida muy juiciosamente. No estaba abatido, y si parecía haber adelgazado acaso se debía a que Nils le había cortado el pelo. Me envió de nuevo a buscar el correo, y esta vez traje una carta de la señora. Llevaba el sello de Kristiansand. Regresé a la carrera con la carta, que coloqué en medio del paquete del correo, antes de entregarlo al capitán en el patio. «Gracias», dijo simplemente sin manifestar curiosidad. Se había acostumbrado al desengaño. «¿Han entrado los cereales? ¿Cómo está el camino?», me preguntó, echando una ojeada a las cartas una por una. Mientras contestaba a su pregunta respecto al camino y a los cereales, llegó a la carta de la señora. Entonces reunió todo el correo en un paquete y se puso a interrogarme aún más minuciosamente sobre el camino y sobre los cereales.
Sin duda se dominaba. Quería fingir que no sentía emoción.
Al entrar, me dio de nuevo las gracias con un ligero movimiento de cabeza.
Al día siguiente, el capitán se puso a lavar y a engrasar el landó[16]; pero no había de utilizarlo sino al cabo de dos días. Una noche, cuando nos sentábamos a cenar, entró el capitán a la cocina y dijo que necesitaría al día siguiente un hombre que le acompañase a la estación. Hubiera podido guiar él mismo, pero como iba a buscar a la señora, que regresaba del extranjero, le convenía llevar el landó para el caso de que lloviese. Nils, el criado, decidió entonces que Grindhusen era aquel de cuyos servicios podía prescindir más fácilmente, y que, por lo tanto, podía servir de cochero al capitán.
Teníamos mucho quehacer, porque, además del centeno y de la cebada, que no se había recogido todavía, quedaban las patatas, no abonadas, y la remolacha, no escardada, que también esperaban. Pero la lechera y Ragnhild nos ayudaban de cuando en cuando, y las dos eran jóvenes y decididas. Hubiera sido divertido trabajar de nuevo con mi antiguo compañero Lars Falkenberg; pero como él y Nils se avenían muy mal, no reinaba en el campo el buen humor preciso, sino un silencio pesado. Lars parecía haber dominado, en parte, su antigua animosidad contra mí, pero era seco y adusto con todos, a causa de Nils. Finalmente, Nils decidió que Lars cogería los dos caballos bayos y comenzaría el trabajo de otoño. Entonces Lars se molestó y dijo rotundamente: «Nunca había oído decir que labrasen los campos antes de segarlos». «No —dijo Nils—, pero ya encontraremos unas cuantas hectáreas que estén en rastrojo».
Fue una breve disputa. A Lars todo se le hacía molesto en Oevreboe. En otro tiempo hacía su trabajo y luego les cantaba canciones a los amos; pero ahora no era todo más que extravagancia y mal humor. «¿Quería hablar de las labores de otoño? ¡Ah, no! Muchas gracias». «Tú no sabes nada. ¿No sabes que en el día de hoy la gente labra entre las hacinas en que se secan el heno y los cereales?». «No, nunca oí nada semejante —contestó Lars, levantando los ojos al cielo—; pero el único que lo sabe, por lo visto, eres tú, ¡viejo chocho!».
Sin embargo, Lars no se atrevió a negarse rotundamente a obedecer a Nils.
Finalmente decidió trabajar sólo hasta que regresara el capitán.
Recordé que al marcharse había dejado alguna ropa blanca en casa de Emma, pero preferí no subir a buscarla, sobre todo mientras Lars se mostrara tan intratable.