No obstante, vino y me rogó que aceptase el dinero. Fue una victoria sin ningún valor por mi parte, puesto que no la había provocado. El ingeniero se presentó en mi posada y me dijo: «Te ruego que vengas conmigo para ajustar las cuentas, y, además, ha llegado una carta para ti en el correo». Cuando entramos en la oficina del ingeniero, estaba allí la señora Falkenberg. Saludé a entrambos con una inclinación y me detuve junto a la puerta. «Si quieres, siéntate —dijo el ingeniero, yendo a la mesa a buscar la carta—. Si quieres, puedes sentarte a leerla. Voy a hacer tu cuenta entretanto». Y la misma señora Falkenberg me indicó una silla. ¿Por qué parecían los dos tan intrigados? ¿A santo de qué tanta cortesía y tantos «si quieres»? Pronto había de comprenderlo. La carta era del capitán Falkenberg. «¿Quieres esto?», me dijo la señora, ofreciéndome una plegadera.
Una carta sencilla y corta. Al principio parecía un poco disgustado. Me marché de Oevreboe antes de lo que él pensaba, y sin cobrar. ¿Obedecí a la impresión de que le faltaría dinero para pagarme antes del otoño? ¿Por eso le había dejado tan de repente? En tal caso, esperaba que reconociera mi error, y me rogaba encarecidamente que volviese a su casa cuanto antes, si no estaba comprometido en otra parte. La casa y los edificios necesitaban ser pintados, después vendría la cosecha, y, además, deseaba tenerme para la tala. «En este momento todo marcha bien por aquí: el trigo está alto y la hierba tupida en el prado. Te ruego que contestes cuanto antes a mi carta. Muy amistosamente. El capitán Falkenberg».
El ingeniero había terminado mi cuenta. Se volvió en la silla y miró a la pared. Después hizo ademán de recordar algo y se volvió vivamente hacia la mesa. Era pura nerviosidad. La señora estaba en pie y con los ojos fijos en sus anillos, pero tuve la seguridad de que me había observado todo el tiempo a hurtadillas. ¡Qué intrigados estaban los dos! Entonces el ingeniero habló aturdidamente: «¿Qué quería decir? Veo que la carta es del capitán Falkenberg. ¿Cómo se encuentra? Conozco la letra». «¿Quiere usted leerla?», le dije para acabar de una vez, y se la ofrecí. «No, no, gracias. No es eso lo que te pregunto. Era solamente…». Pero tomó la carta. La señora se acercó a él, para mirar por encima de su hombro, mientras él leía. «Sí —dijo el ingeniero moviendo la cabeza—. Parece que no va del todo mal. Gracias». Al alargarme el papel; la señora se lo arrebató de las manos y se puso a leerlo con mucha atención. La carta temblaba en sus manos. «¡Ah, sí!, la cuenta —me dijo el ingeniero—. Aquí tienes el dinero. No sé si estarás contento». «Sí, gracias», le respondí. El ingeniero parecía tranquilizado al ver que la carta del capitán Falkenberg no se refería a nadie más que a mí, y quiso atenuar de nuevo los efectos de mi despido. «Si vuelves por aquí otra vez, ya sabes dónde encontrarme. El trabajo ha terminado por este año. Ha llovido demasiado poco en los últimos tiempos». La señora estaba de pie y leía. Después dejó de leer, porque sus ojos quedaron inmóviles, pero contemplando fijamente la carta. Soñaba. ¿En qué pensaba? El ingeniero le dirigió una mirada de impaciencia con una sonrisa forzada, y dijo: «Querida, no vas a aprenderte la carta de memoria. Este hombre la espera». «Perdón —dijo ella, devolviéndomela visiblemente turbada—. Estaba distraída». «Sí, eso parecía», observó el ingeniero. Saludé inclinándome y salí.
En las noches de verano el puente se llena de gente: profesores y comerciantes, muchachas y niños. Espero el momento en que quede desierto para ir también a pasear un rato, pero luego permanezco en el centro mismo del puente durante una hora o dos, escuchando el intenso rumor de las aguas. En realidad, no tengo otro quehacer que escuchar; pero mi cerebro está tan descansado a causa de su ociosidad y de lo bien que duermo, que inventa los mayores disparates. Ayer noche resolví con la mayor seriedad salir al encuentro de la señora Falkenberg y decirle: «Váyase de aquí en el primer tren, señora». Hoy me hace reír esta idea estúpida y la sustituyo por esta otra: «Vete tú en el primer tren, hombre. ¿Eres acaso su igual y consejero? Seguramente no, y lo que uno hace ha de estar en consonancia con lo que uno es».
Aquella noche continué tratándome según mis méritos. Me puse a tararear, pero apenas me oía a mí mismo, porque mi canto quedaba apagado por el bramido del salto de agua. «Cuando quieras tararear, ve siempre donde hay un salto de agua», me dije a mí mismo, en tono molesto, y después me reí. Con estas puerilidades pasó el tiempo. Un salto de agua, tierra adentro, es tan agradable para los oídos como el ruido del mar embravecido. Pero el mar arremete con choques más fuertes o más débiles, y el bramido de un salto de agua, por el contrario, es para los oídos como una neblina que pudiera oírse. Es absurdo en su monotonía, desprovisto de razón, un cúmulo de idiotez. ¿Qué hora es? Ni la menor idea. ¿Es de día o de noche?
Sí. Es como colocar una piedra sobre doce teclas de un órgano y marcharse. Con estos pensamientos pueriles pasó el tiempo. «Buenas noches», dice la señora Falkenberg, y la veo a mi lado. No me asombro mucho; casi la esperaba. Después de lo que hizo con la carta de su marido, podía esperarse de ella cualquier cosa. Dos cosas podían esperarse de su llegada: o aquel llamamiento tan directo de su hogar la había vuelto buena y sentimental, o quería excitar los celos del ingeniero, que acaso en aquel momento estaba en la ventana contemplándonos; y, en realidad, yo había sido llamado a Oevreboe. Es posible que me equivocase y que, ya ayer, se propusiera despertar los celos del ingeniero, examinando con tanto detenimiento la carta del capitán; pero no hallaba razón alguna que justifique ninguna de mis sutilezas. La señora me buscaba, sencillamente, para excusarse de algún modo por haber sido la causa de mi despido. ¡Qué cosa tan vana! ¿Ya no le quedaba seriedad, ni para comprender la situación lamentable en que se hallaba? ¿A qué diablos venía a ocuparse de mí? Pensé decirle algunas palabras duras enseñándole el tren, pero acabé siendo suave como cuando se trata con un irresponsable o con un niño. «Te vas, sin duda, a marchar a Oevreboe, y, en tal caso, yo quisiera… ¿Acaso te molesta salir de aquí? ¿Eh? ¿No? Bueno. Pero, de todos modos, quiero que sepas que te han despedido por mí». «Esto no importa». «Es verdad. Por lo visto lo sabías, y ahora que vas a regresar a Oevreboe te lo quería decir. Comprenderás que era desagradable para mí…». Se detuvo un momento. «¿Que yo esté aquí?». «Sí, era desagradable… verte. Quiero decir sólo un poco desagradable, porque tú sabías quién era yo. Por eso rogué al ingeniero que te despidiese. No quería, pero acabó por ceder. Estoy contenta de que vayas a Oevreboe». Contesté: «Sí, pero cuando la señora vuelva a casa, también le será desagradable verme allí». «A casa —contestó ella— no volveré jamás». Fruncía el entrecejo al decirlo; después saludó con la cabeza, sonrió un poco e hizo ademán de partir. «Sí, sí, por lo que veo, me perdonas». «¿Tiene usted alguna objeción que hacer a mi regreso a casa del capitán?», pregunté. Se detuvo y me miró fijamente. En realidad, ¿qué es lo que quería? Tres veces había nombrado a Oevreboe. ¿Pensaba que en un momento oportuno podría dejar alguna palabra en su favor cuando estuviese allí, o no quería estar en descubierto conmigo, por la buena voluntad que demostré al renunciar a partir? «No. No tengo nada que objetar —respondió—. Puedes irte». Y se alejó.
No estuvo ni sentimental ni calculadora, pero hubiera podido ser una cosa y otra. ¿Y qué obtuve a cambio de mi tentativa de familiaridad? De haberlo pensado mejor no le hubiera dicho que se quedase aquí o que se fuese. ¡Allá ella! «Aquí estás espiándola. Te imaginas que ella es para ti pura literatura; pero tu alma floreció en otro tiempo, cuando fue amable contigo y te miraba con buenos ojos. Estoy afligido, avergonzado, y me iré mañana». Pero no me fui.
Y lo cierto era que espiaba y escuchaba por todas partes para saber algo de la señora Falkenberg. Sucedía también que me pedía cuentas a mí mismo y me torturaba abrumándome de desprecio. Desde la mañana pensaba en ella. ¿Se habrá levantado ya? ¿Habrá dormido bien? ¿Regresará hoy a su casa? Y, al mismo tiempo, trazaba muchos proyectos: podría encontrar trabajo en el hotel en que ella vivía, o podría escribir a mi casa pidiendo algunos trajes, transformándome en un señor y vivir en su hotel. Esta idea hubiera minado el suelo bajo mis pies y me hubiera alejado de la señora más que nunca, y, no obstante, no podía alejarla de mi pensamiento. Empecé a intimar con el mozo del hotel, lisa y llanamente, porque vivía más cerca que yo de la señora. Era un gran mocetón que iba a la llegada de todos los trenes, de donde volvía cada quince días con un viajante. No me daba la menor noticia. No le preguntaba ni le inducía jamás a que me contase nada espontáneamente. Era un hombre de cabeza dura, pero vivía bajo el mismo techo que la señora. No tuve que arrepentirme de aquella amistad estrafalaria, pues a ella debí, a la larga, los íntimos informes que obtuve sobre el estado de relaciones entre el ingeniero y la señora Falkenberg, y por la boca de ella misma. Una mañana acompañé al mozo a su regreso de la estación. Le había llegado un viajero importante en el tren de la mañana, y necesitó un carrito y un caballo para los grandes baúles, que él mismo cargó en la estación. Cuando nos detuvimos ante el hotel, me miró y me dijo: «Te agradeceré que me ayudes a entrar en seguida estos baúles, y por la noche te obsequiaré con una botella de cerveza». Cogimos los baúles y los llevamos al interior. Había que subirlos a la gran sala de equipajes del segundo piso, donde los esperaba el viajero. No era tarea muy difícil para dos hombres altos y robustos como nosotros. Ya no quedaba más que una maleta en el carrito, cuando el viajero retuvo al mozo un momento en la sala de equipajes para darle un encargo. Salí yo entretanto y esperé en el corredor. Desconocía la casa y no quería vagar solo por las escaleras. De pronto, se abrió la puerta de las habitaciones del ingeniero Lassen, y aparecieron él y la señora Falkenberg. Probablemente acababan de levantarse. Los dos llevaban la cabeza descubierta, y se dirigían, sin duda, hacia la mesa, para el almuerzo. No me vieron en el corredor, o, si me vieron, me confundieron sencillamente con el mozo. El caso es que continuaron un diálogo empezado en sus habitaciones. El ingeniero dijo: «Bien, perfectamente. Veo que no hay remedio. No comprendo ese abandono de que me hablas». «Sí, comprendes muy bien», respondió ella. «Me parece que debías, por el contrario, estar más alegre». «No tienes razón para creerlo. A ti te gusta que continúe de este modo. Que continúe sintiendo pena porque no quieres casarte conmigo». «Pero ¿tú estás loca?», dijo él deteniéndose en la escalera. «Sí, es posible», respondió ella. ¡Qué mal sonaba aquello en sus labios! Discutiendo llevaba siempre la peor parte. ¿Por qué no se preocupaba más? ¿Por qué no le contestó de una manera molesta, aplastante? Continuaba él acariciando el pasamanos, y dijo: «¿De manera que crees que me gusta ver prolongarse esta situación? En realidad, me atormenta más de lo que puedes figurarte; pero… Y hace mucho tiempo que me atormenta». «Sí, a mí también —contestó ella—; pero quiero acabar». «Ya lo has dicho otra vez. La semana pasada ya lo decías». «Sí, pero esta vez me voy. Estoy decidida». Él levantó los ojos. «¿Te vas?». «Sí. Muy pronto». «No, no te irás. Vas a ser una alegre y picaresca primita». «Ahora mismo me marcho». Y, apartándolo a un lado, se precipitó escalera abajo. Él siguió corriendo. En aquel momento, el mozo se reunió conmigo y descendimos juntos. El último bulto era más pequeño que los demás. Rogué al mozo que lo subiera solo, pretextando que me había lastimado una mano. Le ayudé a cargarlo sobre los hombros y regresé a casa. Ya podía marcharme al día siguiente. Aquella misma tarde, Grindhusen quedó también despedido. El ingeniero le mandó llamar y le echó en cara que permaneciese en la ciudad holgazaneando y bebiendo. «Ya no lo necesita», pensé yo. ¡Pero qué pronto había recobrado el ingeniero la energía! ¡Era tan joven! ¡Necesitaba que alguien lo consolara y aprobase su opinión! Pero desde el momento en que la prima iba a marcharse ya no necesitaba consuelo. Grindhusen estaba muy abatido. Creía poder pasearse por la ciudad hasta el fin del verano como factótum del inspector de la flotación, y he aquí que se desvanecían sus sueños. El inspector ya no era un padre para él, y Grindhusen soportaba mal su decisión. En el momento de pagarle, el ingeniero quiso deducir de la cuenta las dos coronas que había dado a Grindhusen, so pretexto de que aquello era sencillamente un anticipo. Así lo contó Grindhusen en la sala común, agregando que el ingeniero pagaba bastante mal. Alguien soltó la carcajada y preguntó: «Pero ¿te las descontó? ¿A eso ha llegado?». «No», contestó Grindhusen. «¿Fue la primera o la segunda propina la que te dedujo?». «Nunca oímos nada más gracioso». Pero Grindhusen no reía, estaba cada vez más molesto. ¿Qué iba a hacer ahora? Todas las casas de labranza tendrían ya personal para la recolección de la cosecha y él se quedaría en la calle. Me preguntó adónde iba y me rogó que hablase por él al capitán Falkenberg, referente al trabajo del verano. Entretanto, se quedaría en la ciudad y esperaría una carta mía. ¿Qué camino seguiría el dinero de Grindhusen, si continuaba en la ciudad? Pensé que lo mejor sería llevármelo conmigo. Sabía que, entre otras cualidades, tenía mi compañero Grindhusen una gran habilidad para la pintura. Le había visto pintar la casa de la vieja Gunhild, en la isla. De modo que podría ayudarme. Luego ya encontraríamos un trabajo u otro en que emplearle todo el verano, en la granja del capitán.
El 16 de julio estaba de regreso en Oevreboe. Cada vez recuerdo mejor las fechas, ya porque me vuelvo viejo y con los años aumenta mi interés por ellas, ya porque soy obrero y he de llevar la cuenta de mis días de trabajo. Pero mientras un viejo recuerda las fechas, olvida cosas más importantes. Se me ha olvidado, por ejemplo, contar que la carta del capitán Falkenberg fue dirigida al ingeniero Lassen. Perfectamente. Y de pronto caigo en le cuenta de la importancia extraordinaria que eso tiene. Si el capitán sabía con quién trabajaba yo, bien podría estar al corriente de las otras personas que estuvieran durante el verano en casa del ingeniero Lassen. El capitán no había regresado del campo, y tardaría una semana en volver. Pero Grindhusen fue bien recibido. Nils se mostró encantado con el compañero que le llevaba. No quiso que me ayudase en la pintura y lo envió bajo su responsabilidad a trabajar a los campos de patatas y de remolacha. Había mucho quehacer en la escardadura[12] y la binazón[13]. Además, Nils estaba en plena siega. Seguía con el mismo entusiasmo, y en el primer descanso, mientras los caballos comían me enseñó los campos y los prados. Todo se presentaba bien, pero la primavera había sido tardía y el pasto apenas había espigado, mientras el trébol empezaba a florecer. Con las últimas lluvias, en muchas de las praderas la hierba se había abatido, y como no podía volver a levantarse, el criado metió la hoz. Regresamos a través de las gramíneas ondulantes y de los campos de cereales. Se levantaba un zumbido del centeno de invierno y de la abundante cebada. Nils recordó su época de la escuela con los versos exquisitos de Bjoernson:
Empieza con un murmullo en los trigos
un día de verano…
—¡Ah! —dijo Nils apresurando el paso—. Voy a sacar los caballos —y luego volvió a enseñarme los cultivos con estas palabras—: ¡Qué hermosa cosecha habrá si conseguimos recogerla a tiempo!
Grindhusen fue al campo y yo me dediqué a la pintura. Empecé por la granja y por todo lo que debía pintarse de rojo. Después pinté al óleo el asta de la bandera y el pabellón del bosquecillo de lilas. Dejé para el último momento la mansión. Era de buen estilo burgués, con gruesos cabriales[14] esculpidos y un friso de madera recortado «a la griega» por encima de la puerta grande. Actualmente, el edificio era amarillo y habían traído para él pintura nueva amarilla; pero tomé bajo mi responsabilidad devolver esta pintura y cambiarla por otro color. Según mi idea, la casa había de ser gris, con el cuadro de las ventanas, los techos y los dinteles de las puertas en blanco; pero quien tenía que decidir en último término era el capitán. Todos los criados eran buenas personas y la cocinera se mostraba suave en su autoridad. Ragnhild seguía con los ojos brillantes, y, no obstante, a todos nos hacía falta la presencia de los amos.
Pero al bueno de Grindhusen no le faltaba nada. Desde que tuvo trabajo y comida abundante, se puso grueso y contento en pocos días. Su única preocupación era saber si el capitán le iba a despedir a su regreso. Pero no; Grindhusen obtuvo el permiso de continuar.